Un nombre largo queda mejor

“Anota el nombre y fecha de nacimiento, viejo, para que no los olvides”. Eso fue lo que mi madre le dijo a mi atolondrado progenitor. Cuando este llegó desde el registro civil, ella le pidió los papeles y los revisó; el rosario que le echó encima fue memorable. El acuerdo era llamarme Gilda, en cambio en el documento se leía “Hermenegilda”. Argumentó que la funcionaria le recomendó este último porque los nombres largos representan a gente importante, además de que incluye al otro. Dicen que mi madre estuvo enojada con él algunas semanas, pero después cedió a dejarlo en el plano de las anécdotas que se narraban en casi todas las reuniones familiares.

Después de cargar durante más de cuarenta años con un nombre irrisorio, puedo decir que las bromas pesadas que he recibido han dejado huella. Durante la niñez fui un pajarito tímido que enrojecía frente a las burlas por el dichoso nombre. En todo caso tuve algunas amigas, todas perdedoras como yo. En esa época, mis compañeros de colegio no conocían los nombres de las mujeres piluchas que salían en el diario La Cuarta; me molestaban solo porque sonaba feo, excepto cuando Ricardo llevó a la clase un póster de “La Bomba 4”, donde aparecía una curvilínea chiquilla con mi nombre, lo cual provocó la risotada general. Mientras tanto, yo apretaba los puños.

En la juventud tuve conciencia de que era uno de los peores nombres posibles y que mis padres habían sido negligentes por no solucionarlo, aunque por alguna razón no moví un dedo por ello. Algo entre resignación y dolor me inmovilizó.

Como adulta las cosas mejoraron: terminé una carrera universitaria y conseguí un buen empleo gracias al esfuerzo. Una mañana me di cuenta de que en algunas ocasiones observaba mi aspecto con satisfacción; miraba con altivez, esbozando una sonrisa o riéndome por alguna imperfección cutánea. En etapas anteriores de mi vida, estar frente al espejo era como presentarme ante un implacable juez, un magistrado que tenía siempre alguna crítica que echarme encima.

Esa carrera me permitió trabajar en un banco prestigioso, conocer compañeros de trabajo amables y simpáticos; me sentí integrada casi desde el primer momento. El espacio donde trabajábamos tenía un pasillo central y módulos a ambos lados de este, separados por paneles cuya mitad superior era de vidrio. Al llegar una mañana a primera hora, encontré a un extraño en medio del pasillo. Me acerqué sin presentarme; él tampoco lo hizo, aunque aclaró que se iba a incorporar a nuestro equipo. En ese momento le hice un escáner: medidas normales tanto en sentido horizontal como vertical, pelo oscuro y ensortijado, sonrisa nerviosa y vibrantes ojos repletos de curiosidad. Buscamos juntos su puesto y resultó que quedaba cerca del mío, casi frente a frente. Sentí cosquillas en el estómago.

Entre ambos puestos de trabajo tendimos una tela que cubrió nuestros juegos de miradas, escapes furtivos de la concentración necesaria en el computador. A veces giraba mi cabeza hacia él y solo encontraba parte de su brazo en movimiento sobre el teclado; en otras nos cruzábamos, sosteniendo la mirada por algunos segundos, inexpresivos, como intentando entrar en el mundo interior del otro a través de los ojos. Al volver a mi posición original, bebía un poco de agüita de manzanilla para calmarme, costumbre que mantengo hasta el día de hoy.

Un par de días después, se organizó una junta para celebrar la llegada del compañero nuevo en el bar de siempre. Como en tantas otras bienvenidas – la rotación de personal era a nivel puerta giratoria – partimos con una breve presentación de cada uno. Cuando llegó mi turno dije “me llamo Hermenegilda, apodada Gilda la eficiente”. El recién llegado emitió una carcajada destemplada al tiempo que comentó “¿de verdad te llamas así?” Luego de algunos segundos de un pesado silencio agregó “disculpa si te ofendí”. Al recordar ese momento, vuelvo a sentir ese dardo venenoso. Muy digna, con una sombra de sonrisa, respondí “tranqui, sé que mi nombre es feo, pero no importa”. De tranquila no tenía nada; quería teletransportarme a mi casa como por arte de magia. Durante el resto de la velada no pude evitar caer en un mutismo casi total. Mi mejor amiga de la oficina estaba junto a mí y notó que el golpe fue duro; bajo la mesa tomó una de mis manos, con lo que logró darme la seguridad suficiente para evitar la huida.

En las jornadas siguientes no retorné al juego de miradas cómplices, sino que corté con una tijera imaginaria la tela que habíamos tejido. Reduje mi comunicación con él al saludo matinal y a eventuales despedidas al finalizar la jornada. Esto último solo en contadas ocasiones, pues en algunas de ellas me quedé hasta tarde ideando un plan; todo esto porque volví a sentir aquella aversión por mi vida anterior.

Un par de semanas después nuestro compañero nuevo, que resultó llamarse Andrés, se levantó de su asiento con brusquedad; miraba su computador con el ceño fruncido y las manos en jarra. Cuando su colega del puesto de al lado le preguntó qué pasaba, aquél contestó con voz audible en todos los puestos “aparecen operaciones de inversión con pérdidas; sé que no las hice”. Fue hasta la oficina del jefe de inversiones a grandes zancadas, dejando tras de sí un espacio frío y viscoso. Escondida detrás de la pantalla, mis comisuras labiales se curvaron en una mueca digna del Guasón, aunque el agua que bebí en ese momento avanzó con dificultad por mi garganta.

El Gerente tardó pocos días en despedirlo. La radio pasillo, que funciona cada vez que sucede algo sabroso, informó que Andrés insistió hasta el final que no había hecho esas transacciones que hicieron perder harto dinero al banco; salió de la oficina del gerente dando un portazo, tomó sus cosas y se fue al trote sin despedirse de sus colegas. La silla que usaba quedó girando por algunos segundos. Mientras tanto, fui a preparar más agüita de manzanilla para pasar los nervios.

Seguí con mi vida tal como antes de su llegada, sintiendo que esa experiencia fue un paréntesis agridulce, la visita de un comediante que se burló de algo que me resulta doloroso y que logró sacar lo peor de mí. Luego de marcharse, lo que me importaba era evitar que se filtrase información que me relacionara con el error cometido por él; me encargué de dejar tapado cada hueco que pude detectar.

Alrededor de un mes más tarde, recibí un mail de Andrés. Comentaba que había encontrado un buen trabajo y que estaba en proceso de dejar atrás lo amargo que fue el incidente en nuestro banco; agregó que no quería pasar la oportunidad de conocernos en profundidad, así que me invitaba a compartir un café. En ese momento volví a sentir cosquillas en el estómago y al mismo tiempo un sabor amargo invadió mi boca. No pude responder de inmediato; fui al baño para despejarme gracias al chorro de agua fría. Al mirarme al espejo, observé una sombra que se parecía al juez que me visitaba en épocas pasadas, un rostro severo que dejaba claro su opinión frente a lo que hice el mes anterior.

Volví a mi puesto y le contesté en tono alegre, felicitándolo por sus avances; además, acepté su invitación. Durante el resto del día dejé de ser Gilda la eficiente: apenas contesté un par de mails. A ratos fue como estar en un ring de boxeo sin contenedor, rebotando entre dos cuerdas opuestas: sentí el vértigo de pasar desde la emoción por verle de nuevo, a la culpa por provocar su despido.

Acordamos juntarnos en un café cercano a mi oficina, uno de esos en los que aún atienden personas de la tercera edad. Llegué un poco antes y escogí una mesa junto a la ventana, con la esperanza de verle en la calle y así evitar el golpe de encontrarme con él a escasos centímetros. Mientras miraba fotos antiguas de Santiago colgadas en las paredes, apareció Andrés. Lucía traje gris, corbata celeste y zapatos brillantes – me dije que estaba guapo-; su rostro relajado esbozó una sonrisa al saludarme. Nos quedamos mirando un rato antes de sentarnos, como si retomáramos el telar que yo había destejido. Ya en la mesa conversamos de su nuevo trabajo y de mis pálidas novedades; no tocamos el tema de su despido, como si hubiese sido algo que nos avergonzara. En medio de palabras banales, me distraje pensando que sería encantador pasear juntos por la playa, hacer un pícnic o tener una cena romántica con velas. Antes de despedirse, propuso ir al cine en unos días más, lo cual repetimos un par de veces antes de comenzar el idilio que anhelaba desde nuestro primer café.

En los siguientes dos meses cumplimos todos los sueños que tuve con él, en especial hacer pícnic en parques o plazas. Recuerdo una tarde de primavera en la que retozábamos en una plaza llena de niños; cuando éstos se fueron casi en su totalidad, estuve a punto de confesarle mi venganza en su antiguo trabajo, con el objetivo de sanar esa herida que a veces me dolía como si fuese un implante metálico. Además, prefería hacer perdurar nuestra relación desde una dolorosa verdad, frente a una punzante mentira que permanece al acecho. Tomé su mano y lo miré mordiendo mi labio inferior; él puso cara de pregunta y me contagió la duda, acallando mi tardía confesión. Para salir del paso, transformé el momento en un juego de regaloneo gatuno que liberó la tensión que se había instalado.

Cerca del ocaso de un sábado, Andrés quiso que nos sentáramos en una banca de plaza. Comenzó a hablar en un tono serio que me hizo levantar el pecho y enderezar la espalda. Dijo que no era común para él fingir sentimientos, pero que este caso lo ameritaba, pues supo gracias a la ayuda de un amigo informático que fui yo quien lo perjudicó en el trabajo anterior. Luego de conocer la verdad, la mejor opción que le quedaba era vengarse con lo que más me doliera: retomar nuestro coqueteo, dejar que se transformase en romance y luego dejarlo caer de un empujón en un oscuro precipicio. Había algo de insolencia en su expresión y al mismo tiempo sus palabras sonaban a un funcionario público que estuviese explicando cómo hacer un trámite. Permanecí muda, con las manos aferradas a las tablas de la banca; sentí que la brisa se había tornado helada y se colaba por mi blusa. Extrañé con el alma el calor del sol, esa energía que impulsa a actuar. Lo último que escuché de él fue “no podría estar con alguien con ese nombre”, dicho en tono cínico. Con el corazón desfallecido, tomé mi cartera y eché a correr por las calles cuyas farolas estaban recién iluminadas. Cuando ya no pude continuar avanzando, apoyé mi ser en ruinas contra una muralla; sentí muy adentro algo más fuerte que las lágrimas que no pudieron brotar. Con lentitud me dejé caer, arrastrando la espalda por el muro; estuve ahí por largos minutos hasta que sentí cierta calma, como si antes hubiese estado en una juguera que alguien encendió y apagó de pronto.

Entonces pasó un grupo de adolescentes con botellas de cerveza y papas fritas. Reían con estrépito; imaginé que recordaban anécdotas de la junta anterior. Me vi tan lejos de su mundo alegre – fue simbólico que yo estuviese sentada en la calle y ellos casi levitando mientras avanzaban – que me incorporé estimulada por el susto de caer aún más abajo. Comencé a caminar con la vista fija en las baldosas; me relajé de a poco al observar el calce de unas y otras. Era un juego que practicaba a veces desde que era una niña, en especial cuando me cubría un velo melancólico. El juego me llevó a recorrer cuadra tras cuadra, aunque no se puede llamar avance a las vueltas en redondo que di. Llegué al extremo opuesto de la plaza en la que había estado hace poco tiempo. Vi que Andrés seguía sentado en aquella banca tal como lo dejé: el tronco inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas y el rostro vuelto hacia abajo. Me quedé plantada al suelo por un tiempo, como aquellas estatuas de sal que menciona la Biblia. Luego me dominó el impulso de volver a mi puesto junto a él. Y lo hice.

Al sentarme de nuevo, Andrés giró su cabeza para verme por un momento con ojos grises abiertos de par en par, antes de volver en silencio a su posición original. Me acomodé mirando hacia un cielo de nubes discontinuas que permitían ver algunas estrellas por aquí y por allá. Ninguno dijo algo hasta que un perro grande rozó mis piernas, provocando que emitiera un gritito y estirara todo el cuerpo. Él tomó mi mano para tranquilizarme. Nos miramos un instante con una mezcla de reproche y arrepentimiento. Soltó mi mano y volvió a su postura ensimismada. Giré mi cuerpo hacia el lado opuesto; sentí que la memoria se había abierto y comencé a recordar lo que había pasado durante el último tiempo, escuchando una voz interior que esperaba ser atendida. Transcurrió una hora indescriptible y vacía en apariencia hasta que él dijo con un tono casi de súplica “ambos la embarramos. Dejémoslo atrás, sigamos juntos. Lo del nombre lo tiré por un rencor que ya no quiero sentir”. Indagué en sus ojos para saber si era sincero, pero no pude hallar alguna pista. No soporté más el estallido de recuerdos, emociones e ideas. Tomé conciencia de un dolor de cabeza pulsante y de una molestia en el cuello; con calma, sin despedirme, me puse de pie, esta vez con destinos claros: el botiquín donde guardo el paracetamol y la cama.

Después de un domingo de descanso revitalizante, de limpieza física y mental, inicié la semana motivada a hacer algo postergado por demasiado tiempo. Hablé con mi jefe con convicción al pedirle permiso para ausentarme un rato a mediodía. Antes de salir entré al baño; dediqué más tiempo de lo habitual a darme una manito de gato; en ese momento, aquel juez que me visitaba se hallaba muy lejos del espejo. En la calle encontré un día clarísimo como una copa de cristal; respiré profundo, disfrutando del camino hacia el registro civil. Volví al trabajo esbozando una sonrisa empalagosa, con un fragante ramo de flores que compré para mi escritorio y un comprobante de mi solicitud de cambio de nombre por el de Gilda a secas, sin otro en segundo lugar. Corto queda mejor.

A última hora de la tarde recibí un mail de Andrés, repitiendo su propuesta del sábado. Sin dejar de tararear una canción, le contesté con dedos ligeros “quizá algún día nos veamos de nuevo”. Sonriente tomé mis cosas y me fui a la peluquería, sintiendo deseos de andar hacia lugares desconocidos. Sintiendo que la vida esperaba por mí.