Centímetros

Pueden pasar de 45 minutos a una hora entre que llamo y devuelven la llamada. Tiempo muerto. Espero acostado en mi cama. Me entretiene mirar la foto que tengo en el velador. Es de cuando la Elisa había cumplido recién dos meses de edad. La única que sus papás le han sacado, y fue para regalársela a los parientes como recuerdo de su bautizo. Los adultos hacen pactos raros cuando tienen hijos. Y la promesa entre mi hermana y mi cuñado de no sacarle fotos a su hija es el más extraño de todos. El teléfono vibra. Contesto.

Está corriendo por el pasillo, lo sé porque todo pasa a ritmo de temblor. Alcanzo a ver desde mi pantalla el desorden que tiene mi cuñado en la cocina, las montañas de bolsas en la entrada del departamento y las piernas chuecas de mi hermana. Ruido de tropiezo y caída libre. El sonido del azote satura mis audífonos y deja la imagen en negro. El autoenfoque me ayuda a adivinar qué es lo que veo: la parte de abajo del colchón. Estoy debajo de su cama. Me preocupa no escuchar llanto, la Eli es muy asustadiza. Espero el ascendente de susto que sé que acabará en grito. Muerdo los dientes. Silencio. —¿Elisa? —le pregunto extrañado. Sonido de serpiente para apaciguar el dolor. Siento que su mano se acerca reptando. Todo se inunda de luz. 

Ahora camina tranquila. Se mete abajo de la mesa. Está más alta, lo sé porque debe agacharse más que la última vez. La imagen se detiene. Al parecer apoyó el teléfono en alguna de las patas de la mesa. Me sorprende su astucia. La toma estática me revela el síndrome de piernas inquietas de su madre. Aquí, mientras mi hermana trabaja, la Eli juega a ser mamá. Es un espacio donde el mantel se transforma en puerta y en cortina. Muñeca rusa: la casa dentro de la casa. En ella me invita a ser testigo del cambio de look del peluche de elefante que le traje de la India el año pasado. Le cortó las orejas con un cuchillo de pan. Sonrío. Sin percatarme nuevamente nos estamos moviendo. Me muestra los lugares nuevos que ha encontrado durante estos tres meses que lleva sin salir del departamento: un hueco que hay entre el lavamanos y la bañera, que ahora habita la familia de Peppa Pig, cuyos miembros han sido retocados con lápices scripto; un espacio en el clósetde sus papás, donde ha escondido unos seres de plastilina a medio derretir; y, por último, los recovecos entre los libros de química orgánica de su mamá, que ocupa como escondite para sus dibujos. 

Su voz comienza a mezclarse con otras cosas. Me doy cuenta, como si estuviese recién despertando, de que lo que escucho son los sonidos de su casa. Aparece la voz de mi hermana. El ruido de los platos. El arrastrar de los pies de mi cuñado. Y la sonadera de cubiertos. Para mi pesar, es herencia familiar que los aparatos electrónicos no sean invitados a la mesa. Se acerca el final de la llamada. De pronto mi hermana le pide el teléfono. Mientras se lo entrega, logro ver solo por unos instantes su rostro. No distingo forma, pero sé que es ella. Son un par de frames que guardaré para siempre. La Ingrid, mi hermana, activa la cámara frontal. Le comento que la Elisa ya no llora cuando se cae. Me dice que hace tiempo no lo hace y se despide con un beso. 

La primera vez que comenzamos las videollamadas, le pedí a la Ingrid que midiera la altura de la Elisa. Desde entonces me envía esos datos al cortar. Ya llevo doce medidas escritas detrás de la foto del velador. En promedio va creciendo 2,4 centímetros por semana.