Cordera (segundo lugar concurso literario 2021, categoría narrativa)

El Padre Manuel siempre fue un guía para el pueblo. A pesar de ser severo, la gente lo respetaba por ser el norte de las buenas costumbres.

Nunca sentí mucho apego por él. Me miraba de reojo cuando trataba con las otras niñas. No necesitaba de su atención, para eso tenía a mi Nani, pero siempre me picó esa actitud. 

Un día de marzo, la comuna se preparaba para festejar la fiesta de la Virgen. Sin esa festividad, la Santa Patrona -como decía mi Nani- nos dejaría desamparados, al igual como lo hizo con Santiago.

En medio de los preparativos, el Padre Manuel hablaba a viva a voz, sobre cómo la Virgen había velado por nosotras cuando nos azotó la hambruna, la violencia y el clima. Las niñas soñaban con vestirse con sus hermosos ropajes. Cuando yo mencioné mis ganas de imbuirme como la Madre Santa, la cara del Padre se desfiguró. Aunque trató de disimularlo, me percaté del asco que invadió su rostro.

El mal sabor quedó impregnado en mi estómago, cada mañana que me levantaba, en cada segundo que pisaba la capilla. No le conté a nadie. El Padre Manuel nunca más me miró de esa forma, pero eso lo hacia peor, como si me mintiera y se mintiese a si mismo al negar ese asco. Su mirada en forma de cuchilla rajó algo dentro mío.

No se llevó a cabo la fiesta. Llegó un virus, la gente se encerró y cientos morían, mientras que en la tele decían que todo estaba bien.

Soñaba con el Padre Manuel tocando a cada cordero de su rebaño y los convertía en oro. Cuando llegaba mi turno, hacía ojos ciegos y me quitaba de la fila. Iba a dar a los lejos del campo, sola, lejos de las mías, sólo porque el pastor le daba asco mi presencia.

Una mañana lo entendí con sólo mirarme al espejo. ¿Qué era diferente a las otras niñas, a pesar de hacer exactamente lo mismo en la capilla? 

Mi tez. La tonalidad de mi piel siempre fue distinta de las otras niñas. No era de la Virgen. No era mi Virgen, porque ella era una figura que habían traído de una tierra extraña y lejana, cargada de Padres como Manuel.

Esperé meses, hasta que pudimos volver a salir a las calles. Mi refugio fueron los libros y de ahí nació la idea.

Mientras preparaban la marcha de la figura de yeso, me colé a la capilla y pinté a la Virgen, de mi piel, de la piel que representaba a mi familia y a cuantas más del pueblo. Cuando abrieron las puertas, la cara de Manuel volvió a desfigurarse como aquella vez. Antes que pudiera pronunciar alguna palabra o gritar, salí disparada entre la multitud.

Corriendo por las calles que verían a mi Virgen, mi obra de arte, esquivando a los vecinos furiosos, esbocé una sonrisa de satisfacción sabiendo que la herida había cerrado y era mi medalla. 

Esta cordera nunca más pisó el rebaño.