Oda a la incivil vida retirada

[Número 44 – 2022]

Un día de verano, al visitar mi natal San Fernando, me encuentro con un vecino del barrio en el que viven mis padres. Un hombre de conversaciones largas en plena calle, anecdotario a punta de lengua y uno que otro chisme local incluido. Normalmente, me recibe con un fervoroso abrazo y recita con su vozarrón de locutor: “¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido (…)”, versos de Fray Luis de León en Oda a la vida retirada, que lo hacen jactarse de la pacífica, envidiable y bucólica vida provinciana. “No sé cómo puedes vivir en Santiago”, me repite cada vez, para luego contarme que gusta de comprar tres o cuatro corderos anualmente en la zona del secano costero, los cuales pide trozados para distribuirlos en las casas de amistades y familiares en caso de antojarse un asado.

Lo veo alejarse con su andar cansino, sombrero y moviendo de lado a lado una panza descabellada. Pienso que cada día este hombre ejerce como profesor de básica en una escuela rural. Ahí me ha contado que, desde el segundo piso, domina bellos paisajes en el sector de Tinguiririca, hermosas vistas a la cordillera. Le encanta sentir el viento frío que baja desde la montaña. Allí realiza una labor formativa ejemplar en beneficio de muchachos que, con seguridad, seguirán el camino de sus padres en el futuro, trabajando en los cultivos: “pero aplicando tecnología”, me explica. 

La vida provinciana tiene ese halo familiar donde aún, con la pandemia y estallido social mediante, es posible encontrar y conversar al paso, saludar o hacer un ademán. Así, por ejemplo, solo en una ida a la feria encontrarse con un ilustre abogado, un exalcalde, un exconcejal vendiendo paltas; al Don King local compitiendo con aceitunas, a gente que uno creía ya muerta y tras una que otra mascarilla, ojos aún reconocibles.

Sugiero, por ejemplo, si usted desea insuflarse de ese aire puro y fresco, sentir el sol tibio y dejarse mecer por un paseo de mediodía, comenzar por la Plaza de Armas, el punto de partida y nacimiento administrativo de cualquier urbe de este tipo en la zona central. Según el escritor Antonio Gil, “la ciudad nace alrededor del cadalso, de la horca, el lugar adonde iban los campesinos a ver cómo se ejercía justicia y donde se realizaban artesanías indispensables para el trabajo agrícola”. Comenzando ese paseo —de preferencia en primavera— podrá darse cuenta de que en los últimos años las ciudades provincianas próximas a la capital se han ido convirtiendo en apéndices de esta. Adoptan costumbres cívicas y arquitectónicas, tales como: el arrojo de basura —con malentendida viveza— en una ventana que da a la calle, en los agujeros de los postes, entre los fierros de las rejas o en las puertas cancel de las casas de fachada continua; la red de cables aéreos que trazan otra ciudad de poste a poste, diseccionan el paisaje, ponen en riesgo las vidas de peatones y generan una densa contaminación visual; el derrumbe y demolición de casas patrimoniales, que dan paso a locales revestidos de cerámica y, cómo no, a edificios de departamentos. Y ojalá, finalmente, en el centro de la ciudad, la construcción de un enorme y desproporcionado centro comercial que termina por reventarlo todo, incluyendo la red de alcantarillado y corrupción, las calles circundantes y el más allá. De esta forma, la Oda a la vida licenciosa se transforma en las localidades de regiones, siguen así el fiel ejemplo de la capital creciendo como manchas, con periferias y circunvalaciones en todos los sentidos, teniendo a inciviles constructores y arquitectos urbanizando a destajo —“lo más baratito posible”— hasta los bordes mismos de los cerros y, cuando no, subiendo por ellos. 

Las modas conceptuales y teórico político o sociológicas traen el uso de términos como “territorio” o “territorialidad”, vistos como la posibilidad de los ciudadanos de empoderarse (otra expresión de moda) subjetivamente de un espacio amplio en beneficio del desarrollo sociocultural, estableciendo límites de comarca, área o región. De modo que, dichas fronteras terminan siendo, al final, las propias limitantes de lo que debería llamarse “desterritorialización”. Así, nos hemos cargado de pueblos en el olvido, ignorados por el poder central, y que sólo hacen noticia cuando un socavón gigantesco amenaza con devorárselos, algún tarado o tarada comete un crimen horrendo, un alcalde se pasa de rosca con los dineros de la caja chica o un terremoto los pone en el mapa como epicentro de lo telúrico. 

Pienso en los muchos Chile existentes y en un país que tiene capas de profundidad, territorialmente hablando, para llegar al llamado Chile profundo. Uno que tendría que ver más o menos con el país provinciano o pastoril, relativamente remoto respecto de la capital, y que en la actualidad tiene como una de sus medidas de desarrollo y lejanía la existencia o no de la señal para teléfonos móviles, o el camino de tierra por el que transitan “haciendo patria” y desternillándose macabramente de la risa algunos rostros de la televisión.