La luz del refrigerador

[Tercer lugar concurso literario 2023, categoría cuento]

Cuando chica me fascinaba la luz, podía pasar horas jugando con los interruptores de la casa, observando cómo se prendían y se apagaban las luces, intentando descifrar cuánto se demoraba la corriente en llegar de un punto a otro, cuánto iba a tardar en prenderse el foco desde que mi dedo apretaba el interruptor. Podía imaginarme la luz viajando por los cablecitos a través del techo, pequeños destellos saltarines corriendo apresurados para poder descansar en las ampolletas. Pero el efecto parecía ser instantáneo y siempre me lo perdía, pestañeaba o dudaba y de repente la luz ya estaba prendida y a través del vidrio del foco los destellos saltarines se burlaban de mí. Mi papá se enojaba y me gritaba que parara, que lo único que hacía era desperdiciar electricidad y que la cuenta a fin de mes le iba a salir un ojo de la cara; no era capaz de entender que una persona pudiera entretenerse solo mirando una ampolleta.

Recuerdo el día que descubrí la luz del refrigerador: pequeña, inalcanzable, perfecta, quería poder abarcarla toda. Ese día comenzó mi obsesión. Cuando abría la puerta del refri, la luz estaba prendida y, cuando la cerraba, se apagaba como por arte de magia, y ya no podía saber cuándo pasaba lo uno o pasaba lo otro. Solía escaparme en las noches, cuando todos dormían y la casa estaba oscura, a ver la luz del refrigerador. Abría la puerta y la cerraba despacito, intentando desentrañar el momento preciso en que el foco se apagaría. No sé si alguna vez lo logré, creo que no, pero una noche bajé y la puerta del refri estaba cerrada con un candado más grande que mi propia mano.

Al crecer, en el colegio aprendí que la luz era eso: efímera, casi instantánea (o algo así). Una onda que también se comporta como partícula o una partícula que también se comporta como onda, intangible y a la vez palpable, energía, radiación electromagnética, color, ausencia de oscuridad. Por eso no podía ver el momento exacto en el que el foco se prendía después de apretar el interruptor, simplemente era algo que escapaba de la vista humana.

La primera vez que intenté matarme fue así, una idea efímera, casi instantánea, a plena luz. Un impulso. No sé bien cómo fue, recuerdo el frasco de pastillas desparramado sobre la cama y el techo amarillento sobre mi cara. Recuerdo la luz prendida, la ampolleta iluminando la habitación y los destellos saltarines burlones que golpeaban el cristal con risas y aplausos. Cuando desperté me recibió un techo distinto, blanco y helado, con un foco pálido sin destellos ni golpes que cubría todo de una blancura absoluta. A mi lado, sentados en un duro sillón, mi papá ya no gritaba y mi mamá se cubría la cabeza con los brazos apoyados en las rodillas, sin entender qué había pasado.

Con el tiempo el impulso decreció. Todavía estaba ahí, no había desaparecido, pero cada vez era más fácil ignorarlo, intangible y a la vez palpable. Dejé de mirar ampolletas, hacerlo me quemaba la vista y hacía llorar mis ojos. De vez en cuando sentía la necesidad de volver a prender un interruptor, de detectar el momento exacto en que la electricidad llegaba a la ampolleta para iluminarlo todo. Pero no lo hacía, nunca lo hacía, y permanecía en la casa a oscuras, temerosa de lo que pudiera mostrarme la luz.

La verdad es que el impulso nunca fue un impulso. O, si lo fue, fue un impulso que carecía completamente de impulsividad. Fue un impulso construido, controlado y practicado, o al menos un impulso que resultó de la suma de pequeños impulsos anteriores. Partió en el neón de la cocina, el día después de que apareciera el gran candado. Me moví automáticamente, como hipnotizada, sin ninguna sola idea en la cabeza. Recuerdo haber llenado un vaso con cosas que encontré por la casa: un ibuprofeno, jugo de limón, una tableta efervescente para la acidez y alguna otra cosa más, y me lo tomé de un solo sorbo, convencida de que, si no acababa conmigo, al menos me haría sentirme mal por un par de días. Desperté la mañana siguiente como cualquier otra y después de un tiempo olvidé siquiera que había pasado.

Cuando me dieron el alta definitiva me mudé sola a un departamento y lo llené de velas de todos los tamaños. Había algo en el fuego que lo hacía distinto, menos peligroso. Una parte de mí soñaba, a veces, con quemarlo todo. Era una idea que aparecía de repente en mi cabeza y se iba tal cual como había llegado. Me encontraba de pronto con la vista fija en la llama de alguna vela, pensando en cómo sería dejarla existir, cómo sería dejar que el fuego consumiera la cera en su totalidad hasta que el recipiente de vidrio no lo soportase más, explotando en mil pedazos y dejando el camino libre para que la llama se expandiera hacia los muebles y las paredes. Pero la vela se apagaba sola eventualmente y mis pensamientos cambiaban a alguna otra cosa. En realidad, el fuego no me interesaba más allá de esos pensamientos fugaces. Su incapacidad de iluminar con propiedad lo volvía hasta insignificante, no había en esa mísera luz, débil y escuálida, nada digno de observar, estaba vacía, completamente vacía, sin vida. Una sola vez me dio por tocarlo. No se trataba ya de la luz, quería sentir el dolor, colocar mi dedo sobre una de esas pequeñas llamas y comprobar cómo y con qué fuerza abrasaba mi piel. No me dolió, ni siquiera lo sentí, y después de ese día no volví a prender más velas.

Un día, de la nada, llegó a mi cabeza la imagen del refrigerador de mi infancia, ese que resguardaba el gran candado. A la mañana siguiente estaba de vuelta en la casa de mis padres, con la esperanza vana de que todo estuviera tal cual lo había dejado el día que me fui de ahí. Descubrí que el refrigerador lo habían cambiado hace poco, pero el viejo aún andaba por ahí, abandonado en algún rincón del patio con el candado oxidado aún aferrado a su puerta. Me lo llevé a mi casa como pude, lo coloqué en el centro de la sala y lo limpié con la dedicación de quien limpia un cacharro olvidado con la esperanza de devolverle el brillo de antaño. Anochecía ya cuando lo enchufé y, con el corazón latiendo a mil, corté el candado con un napoleón que le robé a mi papá. Lentamente, como ya lo había hecho antes cientos de veces, abrí la puerta del refrigerador. Nada pasó, por un segundo. Luego una chispa, un destello agresivo que surgió casi como una explosión y se apagó antes de poder procesarlo. Ante mis ojos perplejos, el refri permaneció entonces a oscuras: la ampolleta se había quemado por los años y el uso.

Mi cuerpo se aligeró de pronto y así, como de la nada, sentí cómo un peso que cargaba hace años se desvanecía. Prendí la luz de la habitación y en el foco, quizás por primera vez, no vi más que eso: luz, una onda que también es partícula, energía, radiación electromagnética. Tal vez yo también era un poco de eso, algo que no es una sola cosa, algo que fluctúa, que se mueve como ondas, que crece, fluye, corre y muta. Energía, energía que ilumina, luz, ausencia de oscuridad. Un pequeño destello saltarín y burlón esperando a que apretaran su interruptor para salir, para moverse, para empezar a ser.

Cerré la puerta del refrigerador con cuidado, casi con cariño. Coloqué todas las velas en una gran bolsa de basura y, una a una, fui prendiendo todas las luces de la casa mientras una capa blanquecina iba cubriendo el lugar. De a poco fui viendo cómo, con cada interruptor, mi piel se iluminaba un poco más, brillando con el fulgor de la luz artificial. Se fue cubriendo de blanco junto con la habitación y de pronto ya no fue posible distinguir los límites de nada. Y entonces, allí, en el centro de la casa, junto al refrigerador cerrado por última vez, me fundí con la luz en un único destello centellante.