Una madre

Una madre nunca debería enterrar a su propio hijo. Pero si hay que hacerlo, lo ideal es al menos tener algo que meter en el hoyo. Poder darle un último besito en su frente, que quizá esté helada y blancucha, pero que es piel de tu piel. Pasarle el dedo por esos labios que te daban besos de buenas noches y te decían ‘mami’. Abrazar su cuerpo tieso y frío hasta calentarlo a puras lágrimas.

Una no debiese salir nunca de noche, gritando su nombre. Tocando puertas y marcando números sin saber qué esperar. Pasar días sin poder llorar porque hay que seguir buscando, hasta que todos creen saber una verdad triste e irremediable. Todos menos tú, que todavía piensas que lo vas a encontrar acurrucado bajo unos arbustos o en una zanja para pasar el frío y el hambre, porque no supo volver a la casa.

Pero en vez de encontrarlo a él, llega un hombrecito que uno ve siempre pero nadie conoce. Que no habla mucho, pero escucha todo. Una madre nunca debería oír lo que ese hombre tiene que decir. “El camino de los perros perdidos”.

Y el corazón a mí se me achicó. Porque a ese lugar no va nadie. Tiene olor a muerto; ahí solo corre sangre y baba y dientes y mierda. Por eso hay una reja grandota que pusieron los vecinos hace tantos años, que ni siquiera tiene puerta. Los únicos que pasan son los animales que tiran por arriba, que están enfermos o enrabiados.

Pensé que era imposible. Le dije que no, que mi niño no se iría a meter nunca a esos lugares. Que es inteligente y además asustadizo. Y la mirada del hombre me lo dijo. Él sabía que mi cabro no se fue a meter. Él sabía, y yo lo supe ahí mismo, que no se perdió. Que alguien lo hizo perderse.

Nadie nunca debiera dudar de una mujer desesperada. Decirle que se calme. Que respire. Nadie debería quedarse sentado mientras una madre grita que a su hijo se lo llevaron, que alguien lo obligó a entrar a ese lugar que algunos dicen que no existe, que quizás antes sí, pero ya no. Igual nadie entra.

Aunque todos dudaron, una sigue siendo madre y hubo que ir. Sola. Y no era nada mentira. Animales que quizás fueron perros o gatos o personas, pero que ya no son. No gruñen ni hablan, pero dicen cosas. Uno los escucha y se le paran los pelos y se le hiela la sangre. Pero cuando me miraron directo a los ojos, vieron el dolor. Vieron la ira. Y desaparecieron entre las plantas que de tan viejas ya no son verdes, sino negras.

Algunos susurraban, con la voz de mi niño, para atraerme. Pero la voz es la voz. Una madre conoce la respiración de su hijo. Y esos bichos no respiran, porque no tienen nada adentro que no esté podrido. Los sonidos vienen de sus dientes, no de sus pulmones ni sus estómagos.

¿Saben lo que es la desesperación? Es estar rodeada de monstruos, de bestias salidas del peor de los purgatorios, y que ya no le quede a una la posibilidad de estar asustada, que ya no le quede razón ni pensamiento que la haga oprimir el instinto. Y por eso yo no me quedé quieta ni callada entre las plantas. Corrí y grité. Grité más fuerte que ellos. Más endemoniada. Y grité tanto que al final respondieron. No con violencia ni con brutalidad. Respondieron de manera generosa, porque entendieron mi dolor.

Fue uno que era más perro que humano, pero más persona que bestia. Me lo trajo. Lo que quedaba, que era bien poco, pero que yo sabía que era de él. Agarré los pedacitos de género, unos poquitos huesos y un mechón que todavía tenía algo de carne y hueso pegados. Me los llevé al pecho con una mano, y con la otra me apoyé en el hocico de la bestia, que estaba húmedo y frío. Lloramos juntos. Todos ellos y yo.

Algunos de ustedes pueden recordar mis gritos, mi piel despedazada por mis propias uñas, la desesperación en mis ojos. Todos recuerdan a la madre que perdió a su hijo. Que no lo cuidó lo suficiente y luego aullaba como una perra con la pata rota. Recuerden también a esa madre cuando les pidió su ayuda. Cuando se quedaron sentados. Cuando dijeron “cálmese”, y ella solo quería recuperar a su niño.

Recuerden todo lo que quieran, porque su pasado los define, y da lo mismo lo que hagan ahora. Traten de pensar que hicieron lo posible, que alguien más tiene la culpa. Busquen en sus recuerdos, pero no intenten hacer nada. Porque lo único que van a encontrar son los dientes negros y afilados que vienen corriendo hacia ustedes. Alguno de ustedes, hijos de puta, me quitó a mi niño. Y yo les quité su reja.

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Sobre el autor:

Martín Sepúlveda, 1993. Licenciado en Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. Co-creador y editor de Fanzinombre. Puedes apreciar más de su trabajo en @msepulvedab y @martinsebra.