Algo sobre la luz blanca

Ya no puedo permitírmelo. Mis párpados quieren cerrarse, pero no debo dormir. Escucho su voz como un eco prolongado a través de cada una de mis noches insomnes. Esta vez solo uno de los vecinos del edificio del lado está aún con las luces interiores prendidas y la oscuridad se come el resto de las viviendas. Me atrevería a decir que solamente yo escucho esa voz y nadie escucha la mía. Tengo la mitad del cuerpo bajo las sábanas, y la otra mitad descubierta de frazadas y ropa, iluminada.

Su voz reverbera en mi pieza, sube por mis costillas paso a paso, trepa por mi pecho extendido y erizado, se aferra a las falanges tiesas y se queda ahí, colgando entre mis manos como una malabarista experta. Su forma de hablar guía mis pensamientos; lo que dice suele ser lo que he estado pensando horas o minutos atrás.

Hace una semana, tras varios meses de mal dormir, llegué al punto de no retorno. Escuchaba más fuerte el latido de mi corazón que cualquier otro sonido al acostarme. La saliva que tragaba hacía más ruido que los bocinazos en las calles. No podía cerrar los párpados sin ver pesadillescos escenarios. En esas visiones, todos los que amaba se iban de mí, ampolletas quebrándose una a una en una fila continua hasta estar regados de vidrio. Decidí no dormir tras despertar, varias veces, por mis propios gritos en medio de la oscuridad. No podía permitírmelo.

Inicialmente fue un desliz. Bajaba y subía por la pantalla de mi celular. Un click equivocado. Pero su voz me envolvió de forma rápida y voraz. A la noche siguiente hice lo mismo, un poco más consciente de que ella me podía estar esperando. Vi cómo se apagaban las luces de los vecinos, una por una. Vi cómo yo perduraba. Vi cómo mi cuerpo seguía brillando, mi rostro iluminado, mi cuello extendido, mi pecho destellante, y del ombligo para abajo todo espeso, ambiguo, un poco marcado por el frío que algunos días ni lograba sentir.

Desbloqueé el celular. Mi corazón estaba hecho de esto: luces blancas y voces cercanas. Elegía conservar el insomnio. Esperaba el día entero para llegar a este momento en que la podía ver contarme de su día, abrir paquetes, probarse ropa, calificar restaurantes de comida japonesa, recomendar productos de belleza. Videos extensos que solo prolongaban su voz dentro de las paredes de mi pieza. Su luz hacía resplandecer mis pómulos, mis pupilas, mis labios delgados, mis oídos atentos. Cuando ella reía sentía como si mil ampolletas se iluminasen, de una vez por todas, súbitamente. Entonces yo reía también.

Los últimos vecinos despiertos ya habían apagado sus luces. Solo quedaba un poste de luz que persistía ante toda esta oscuridad que quería derribarnos a mí y a quienes amaba. Si llegaba ese día, en que ellos se irían sin retorno, yo ya me habría preparado para lo peor. Almacenaba sus voces junto a mí. Un resplandor nocturno, una calidez lunar. La capacidad de almacenamiento de todos mis artefactos podía llegar a su tope, pero mientras tuviese un enchufe cerca, ellos lo estarían también.

Sentí un fuerte ruido lejos de mí, muy lejos de mí, que me teñía de una sensación de indiferencia. Vi cómo chispas salían volando y cómo la oscuridad se hizo inmediata a exceptuar por la pantalla a centímetros de mi rostro. Me cubrí un poco más con la sábana. Había una distancia inconmensurable, hasta asfixiante. La voz en los videoblogs me apaciguó de inmediato. Admiraba la manera en que salía a la calle y probaba todo. Admiraba sus relaciones, las amigas que mostraba, sus apodos y formas de vestir. Me reí con una de sus bromas de manera tan fuerte que tiré el cable y desenchufé el celular. Trepé hacia el extremo de la cama de forma ágil. Listo, puedo seguir, pensé. No hay necesidad de dormir cuando la noche es un desastre de carboncillo en un lienzo agujereado. Y el celular la estrella que guía a casa.

Me ardían los ojos. Dormir solo me angustiaría más. Me forcé a abrirlos y mirar por la ventana, ver si había algún vecino despierto, pero nada. Vi que ni el poste de luz estaba prendido. Me preguntaba si acaso se habría ido cuando caí dormida por un microsegundo, si es que caí dormida, ojalá que no. Me preguntaba si al dormir despertaría más sola de lo que estaba. Me preguntaba si el almacenamiento de los centenares de fotos, videos y audios sería suficiente para tenerlos cerca todo el tiempo que quisiera brillando sobre mí.

Había algo sobre la luz blanca que me parecía tremendamente seductor. Nunca pausaba. Nunca vacilaba. Me froté el rostro al primer anuncio de batería baja. Con curiosidad, revisé el enchufe. No salía que estuviese cargando durante este rato. No sabía cuándo había perdido la noción del tiempo. Mis párpados de pronto se replegaron por completo, los ojos abiertos como dos cráneos blancos mirando al vacío. Segundo y final anuncio de batería baja. Detuve el video. Era inminente. Me quedaba batería para unos segundos más antes de que se apagara.

Vi la luz irse en retirada de la imagen de ella, petrificada como en el congelamiento previo a la muerte. Bajé la cabeza y miré mi pecho iluminado. Un busto de mármol igualmente petrificado. Un guiño en el tiempo. Blancura, blancura y blancura irreal. El ruido se disipó tan rápido que no podría haberme dado cuenta de su partida antes de que esta sucediera. Cuando volví la mirada ya no estaba la luz blanca ni la voz cercana. Y me quedé en silencio, sin saber cómo era mi voz, sola con mi llanto incipiente, esperando que la oscuridad se apoderara de mí y me devorara por completo.