Barata germánica

Es fácil perder la noción del tiempo cuando no te mueves, cuando pasas tanto tiempo contigo en encierro, con las mismas cosas, las mismas personas, los mismos sucesos, la misma mismedad repetida, estancada como las manecillas que, lenta y tediosamente, avanzan sin avanzar. Los pensamientos no se detienen y se atrofian en la búsqueda de un lugar por el cual salir, cualquier grieta pequeña que permita un escape momentáneo, soñado, añorado con encanto, con amor, quizá la última gota de amor que queda después del desastre, capaz de proyectarse en un ensueño de todas las posibilidades muertas que yacen allá afuera, ese eterno afuera, inalcanzable, hoy más que nunca, más que siempre. Mirar por las ventanas, por los celulares y sus pantallas, por los cuadros y sus marcos, por los paisajes de cuatro lados, las puertas, esas que parecen estar abiertas, y aún más las cerradas, ejercitar la mirada constantemente en un rectángulo o un cuadrado, en escenarios que parecen canchas o rings, se vuelve la principal actividad y mecanismo de sobrevivencia. Más allá (mira con atención y cuidado) se encuentra el jardín, también cercado, un poco seco. Nos gusta regarlo porque es como hacernos cariño, un cariño tímido, quizá tonto, inútil, que descansa en el verde, agotado. Pero lo tonto e inútil es nuestra mejor herramienta, y en ella se va esa gota -que ahora es más una gotita- de afecto pálido, color mejilla avergonzada de sí misma, de sus ideas, de sus imposibles.

He construido monumentos al fracaso que agolpo en mi pecho. A lo largo y a lo ancho se amontonan, lo colman todo, hasta que terminan montándose uno encima de otro. Su peso me hace sentir como el cimiento de una construcción épica que se alza hacia lo imposible. Transformo el ahogo claustrofóbico en potencia de todo eso que no me atrevo aún a soñar siquiera, pero que palpita en algún lado de mi desconectado cerebro, el cual emite ruido al intentar aferrarse a alguna señal, por débil que esta sea. Mis pupilas transmiten la nieve del televisor que falla y grita sus hormigas batallando. Mi boca calla, incapaz de entonar la estática, porque la estática es algo demasiado sagrado y grandioso como para ser alcanzado por mis débiles y gastadas cuerdas vocales, que ya no pueden más después de tanto llanto y pataleo, golpes a la nada, puños que se arrojan como cuerpos al vacío; como mi cuerpo al vacío, cayendo, cayendo continuamente, intentando en vano abrazar el abismo o lo que fuese, cualquier cosa, lo que sea, porque necesito algo y lo busco, lo encuentro y lo desecho. Y ahora necesito otra cosa, algo nuevo o con apariencia de nuevo, es igual. La búsqueda es todo lo que me queda y paso a revelarlo todo, con los ojos y con las manos, con cualquier extremidad que me alcance, actuando de pirata, de animal, de payaso, de auxiliar de aseo. Porque una vez que quienes actúan se retiran del escenario, podemos empezar a develar uno a uno todos los trucos. Siempre hemos estado en un gran circo, pero solo en los últimos meses he empezado a sentir los nauseabundos efectos de la magia, el dulce y el estiércol. Los detalles destacan como joyas que ya no son capaces de permanecer ocultas entre el vómito de la mañana.

Respuestas erráticas, vagabundas, que no llevan a ningún sitio en específico, pero que no por ello detienen su motor, porque hay que transportar, mover, desplazar, cruzar líneas, fronteras y cualquier otra idiotez de la imaginación que procedemos con cada acto a desimaginar las veces que sea necesario, son todo lo que me forman. No sé de quién fue la idea, pero me parecía bien mala y algo debía hacer, tenía que hacer, quería hacer, porque solo con el hacer ya sentía algo en mi interior un poquito de agencia, de control. Borrón y cuenta nueva, ctrl+z, lo que quieras, lo que puedas, ya todo vale en esto de andar chocando con muros, ventanas, pantallas y puertas, todas siempre cerradas, las muy engañosas, y arañadas por nuestras manos que, como gatos, esperan respuesta de alguien que las abra, aunque no haya nadie en casa. Porque nunca hay alguien en casa, aunque vea una luz encendida allá al fondo, torpe, vacilante, de un amarillo opaco y tristísimo como el de mi cabellera desteñida que se cae a pesar de las cremas y tratamientos y vitaminas y frutas y verduras que nada pueden contra nervios y angustias, dueñas absolutas del patético reino del cuerpo, esa tierra de la violencia que festeja a pesar de ser un espectáculo sin asistente alguna. Así no hay mucho final posible, me cuesta vislumbrar algo tras la frontera; se me escapa, juega conmigo escondiéndose. Travieso de mierda. He estado durmiendo menos, cansándome más, soñando nada, acumulando quejas y creo que se me ha olvidado un poco cómo jugar.