El camino de Bella

Entonces el pueblo se sentía un mundo. Seguíamos reglas, mujeres y hombres.
Todo se resumía al qué dirán para evitar que se hablara a nuestras espaldas.
Recuerdo a mis amigas, tenía muchas. Sin romper las reglas es fácil no estar
sola, aunque de todos modos lo estaba.

Todas nos cuidábamos de pies a cabeza, desde las puntas feas del pelo, para
que no se nos erizaran, hasta las estupideces de la cara; los vellos feos, las
marquitas rojas por la pubertad, pagando jabones caros como locas, pagando
aceites, comprando planchas. No sé por qué debíamos ser muñecas, monas
chinas. La verdad es que ahora lo sé y me gustaría haberlo sabido antes.

Como jóvenes de doce años no nos podían ver besándonos con alguien que no
fuera un pololo, nadie quería ser tachada de suelta, no podíamos
desarreglarnos. Nadie quería ser la fea… ellos lo sabían e hicieron una lista y
yo estaba en el número uno o el dos, eso me dijeron los que creía que eran mis
amigos. Nos categorizaron por cara, tetas y poto.

Recuerdo el día en que me tacharon; el pueblo se volvió un mundo del que no
había salida. Creo que desde ese entonces salgo a la calle con lentes de sol.

Había un cabro de mi curso que había llegado un año después que yo al
instituto. Era del “B” y yo del “A”. Nos hicimos muy amigos. En ese tiempo
todas mis amigas empezaron a pololear. Teníamos doce y a mí no me gustaba
nadie, me empecé a quedar atrás de una manera muy sutil.

Realmente no recuerdo bien si fue a los trece o catorce, pero llegó el día en
que, como dije, me tacharon. El cabro del “B” se había separado de su polola,
creí que me gustaba, es más, creí que lo amaba. En la fiesta del colegio me
invitó a bailar. Dijo que siempre le había gustado, me puse nerviosa, nunca
había dado un beso, pensé que ya tenía la edad, pensé en las películas de
Disney, nada podía salir mal.

Después del beso me sentí mal. Entonces, no sabía que era epiléptica y las
luces negras y blancas del carrete estuvieron durante todo mi primer beso. No
sentí nada, pero pensé que era normal. Una amiga vio cómo se me
descolocaba la mirada y me llevó al baño. Como pasa en todo pueblo, el
secreto no duró nada y ya para el lunes todos lo sabían. Pensé que quizás
ahora tendría que pololear, acercarme a él y hablar de ello. Se supone que nos
queríamos. Antes de esto algunos de sus amigos me habían dicho lo mismo
que él, me gustas. Nunca supe qué decir más que la verdad, no estoy
interesada, lo siento. Esa verdad les dolió y al saber del beso sacaron el enojo.
¿Cómo que un beso no más? Así empezó el tachado, me marcaron como a las
vacas. Entendí que entre amigos hay que adjudicarse más que un beso para
resaltar. Si puedes decir más cosas, aunque sean falsas, mejor quedas. Entendí
que no era diferente a cualquier Barbie que usas para el juego que quieres ese
día. Yo era la maraca, nada más.

Por mucho tiempo no tuve nombre ni apellido. Las amigas corrieron, los
amigos miraban al techo. Lo malo de llegar a un pedestal es que ante cualquier
cosa te puedes caer, sin importar cómo llegaste a él, todo eso se olvida si un
saco de hueas dice cosas de ti.

Entonces no podía cambiar mi marca, no podía sanar mi pena, no podía
cambiar mis rasgos por cirugía y sentirme más linda y menos puta. No podía
hacer nada. Eso pensé, al menos durante un mes. Recién había empezado el
boom de las redes sociales, lo que se hablaba en el colegio también se
posteaba, cerré mi cuenta. Veía páginas en internet de cómo ser más linda y
todas las soluciones me remitían a mejorar mi apariencia. Si me veo rica
quizás los rumores cesarían y recuperaría mi nombre. Necesitaba poder sobre
algo y podía tenerlo si controlaba mi cuerpo. Apareció el blog de Ana y Mia.
Aprendí que comer era malo, que una taza de arroz de las que sirven en el
almuerzo tenía como 100 calorías, y yo debía comer máximo 400. Aprendí
que vomitar era sano. Éramos muchas, algunas subían fotos, otras,
testimonios. De un momento a otro no estaba sola y tenía una forma de subir a
la torre. Las Anas y Mias se parecían cada vez más a las modelos de las
revistas. La cuenta regresiva. De un momento a otro solo comía manzanas
verdes y un café por las mañanas. Mi ciclovía se volvió un círculo vicioso,
cien vueltas al día era mi meta. Mi vecina me miraba preocupada, antes
íbamos al mismo colegio, recuerdo no decirle nada.

Estuve compitiendo, no sabía si con los otros o conmigo. Al llegar la
primavera debía dejar los buzos holgados. Sabría entonces si subir
nuevamente era opción. Me saqué el buzo, los huesos se notaban, quizás tanto
como mis ojeras, la ropa me quedaba como saco de papas, la pesa de mi mamá
marcaba 40 kilos, medía 1,63. El jeans day del viernes lo pasé con una polera
de breteles que usaba cuando era niña, y un jeans nuevo que me compré en la
zona de cabras chicas.

Las que no me hablaban, ahora se acercaban como moscas, los marcadores de
vacas empezaban a olvidar la marca. ¡Qué hermosa que estás Fer! Por primera
vez en mucho tiempo escuché mi nombre. Me llenaban de felicitaciones. Mi
abuela me incluyó en los genes de su familia. El cabro del “A” llegó como si
nada. Sus amigos me tiraban chistes. Lo había logrado, eso creí.

Un tiempo después mis brazos eran huesos, había tapado los espejos con
bolsas de basura. Me cansé de estar contenta, me cansé de hacer como si no
recordara, me cansé de las cien vueltas, me cansé de no hablar. Llegué a
emergencias por un frasco de pastillas en la guata y, como una pluma, me
subieron a la camilla y me llenaron de mangueras. Después, tuve que ir a otro
lugar, era bonito, tenía una pieza para mí sola. No tenía internet, no conocía a
nadie, cada día era menos bonito.

Me sentaron en la mesa de “trastornos alimenticios”, yo no le veía el sentido.
Mis compañeras eran palitos que se movían, una de 18 con 38 kilos, otra de 20
con 35 kilos. Se les marcaban las ojeras, la piel del casco se les notaba. No
sabía qué hacía sentada ahí, al menos hasta que llegó la primera comida.

Un simple plato de arroz con pollo arvejado nos insultó el rostro a las tres. Las
mujeres de blanco nos miraban como a un reality del TVN. Nos poníamos a
hablar de cualquier cosa. “A” movía el arroz para un lado mientras movía la
boca y luego para otro. “M” trozaba el pollo y paseaba los pedazos por todo el
plato. Yo conocía perfectamente la técnica. Empezamos a las una de la tarde,
ya eran las cuatro y seguíamos moviendo la comida. Las mujeres de blanco
nos metían la cuchara a la fuerza. Lloré, lloramos. A lo mejor sí tenía que estar
sentada en esa mesa.

“A” me preguntó: ¿por qué no comes si estai tan flaca? Le hice la misma
pregunta. “A” decía que estaba loca, que ella estaba gordísima. Movía los
brazos como bailando para que viera grasa que realmente nunca vi. “M”, que
dibujaba hermoso, me preguntó: ¿por qué no comes si tu cara es perfecta? Me
pintó un retrato. No reconocía a la bella joven que había pintado. ¿Por qué no
te tomaste el agua, “M”? Ella me respondió que era evidente el por qué, ¡solo
tienes que mirarme, soy una chancha asquerosa! Sinceramente nunca vi ese
cuerpo. Mis amigas se quebraban. Ellas decían que yo me quebraba. Miraba el
retrato mientras mi mamá lloraba al ver que no me reconocía en la pintura.
Quizás ella ya no me reconocía entre los huesos. Me llevaba chocolates que
nunca comí. Mientras me escabullía en mi baño, esperando poder botar lo que
me habían metido a la boca, me di cuenta de que la puerta del baño tenía un
hoyo. Nos miraban y aparte medían el tiempo que pasábamos ahí. No me
dejaban seguir con mis metas. Medía mis piernas con las manos, los
centímetros se añadían a mi cuerpo. Movía la comida de un lado a otro,
masticaba el aire. Hay cárceles más grandes que un pueblo. Hay cárceles más
grandes que un baño acuario