Kawabata, el travesti y el pez

[Número 4 – 2004]

Hace algunos años, mientras terminaba de escribir Damas chinas, empezó a frecuentar mi casa un amigo que al mismo tiempo que estudiaba filosofía acostumbraba a travestirse en las noches. Este hallazgo, el de un filósofo transformista, me pareció lo suficientemente peculiar como para dedicar tardes enteras a escucharlo para que me contara no solo de sus peripecias nocturnas, sino de cómo aplicaba en la vida real sus conocimiento de Kant o Nietzsche, de quienes era devoto. Recuerdo que llegaba a mi casa, se preparaba un té, y comenzaba a referirse al mito del eterno retorno o criticaba las categorías kantianas. Siempre llevaba consigo un maletín con algunos libros, así como las ropas y objetos que necesitaría en sus incursiones nocturnas. Mientras hablaba iba sacando los aretes, el lápiz labial y las pelucas que se pondría más tarde. Sin ningún pudor se quitaba los pantalones y se ponía unas medias negras de rombos. De esa forma veía, teniendo como fondo las letanías sobre Kant o Nietzsche, cómo ese tímido estudiante iba transformándose en la agresiva mujer que noche tras noche corría distintos riesgos en sus pesquisas por la ciudad.

Este amigo era de disciplina férrea. Se acostara a la hora que se acostase siempre estaba de pie a las siete de la mañana para no perderse su primera clase. Con los ojos enrojecidos y tratando de ocultar con chicles o enjuagues bucales el aliento a alcohol buscaba no perderse la mínima idea expresada por sus maestros. Solo durante el cambio de hora se tomaba un descanso y salía al campo de la facultad. Se sentaba en una banca donde acostumbraba hacer un recuento de la noche anterior. Si lo recogían en auto solían llevarlo hasta la orilla del mar, donde más de una vez lo habían abandonado. A quienes más temía era a los muchachos en grupo, que muchas veces lo invitaban a pasear únicamente por el gusto de descargar sobre su cuerpo una insólita violencia. Si iba a pie era casi siempre con hombres de escasos recursos: guardianes de las empresas de los alrededores u obreros que debían llegar de madrugada a sus puestos de trabajo. Con ellos adentraba en terrenos abandonados que ya conocía o en parques que contaban con altos matorrales. Esto ocurría incluso en invierno. Al volver a su casa debía despejarse bajo una ducha helada. Era el único modo de mostrarse en buenas condiciones para las clases del día siguiente.

Yo lo escuchaba en silencio. Solo de vez en cuando hacía alguna acotación para aclarar ciertos puntos. La actitud se parecía a la de un psicoanalista en plena sesión. El travesti-filósofo hablaba sin parar, teniéndome únicamente a mí como espejo de sus palabras. A veces confundía mi presencia y me hablaba como si fuera uno de los hombres que lo frecuentaban.

De ese modo me enteré de las perversiones que se viven cada noche en la ciudad. De aspectos de la infancia de aquel travesti-filósofo, de sus primeras incursiones en el juego del cambio de identidad sexual, de su madre ―a quien abandonó sin piedad en un hospital del Estado― y, sobre todo, de su temprana pasión por los libros. Desde que era niño recorría, vestido muchas veces con ropas de mujer, las casas vecinas buscando algún ejemplar que sirviera de lectura. En su familia nadie leía, y lo único que se podía hallar en las casas vecinas eran casi siempre revistas de historietas o periódicos que daban cuenta de los crímenes ocurridos. En la escuela contó con algunos maestros que le diseñaron un plan de lecturas básicas. Cuando los demás estudiantes se enteraron de aquella afición tuvo que sobrellevar dos motivos de oprobio: haber renunciado a su condición de hombre y que encima tuviera aquella afición por los libros.

Durante esas tardes yo acababa de terminar una relectura de La casa de las bellas durmientes del escritor japonés Yasunari Kawabata. Si bien es cierto había leído la novela años antes, esta segunda incursión me dejó perplejo. Como muchos deben saber, en el libro se describe una exclusiva casa de citas que únicamente da servicio a ancianos de cierto prestigio social. Estos clientes duermen al lado de jóvenes que han sido narcotizadas previamente para ignorar con quién pasaron la noche. Los ancianos no pueden, entre otras restricciones, ni siquiera intentar tener relaciones sexuales con las durmientes. Solamente se les da la oportunidad de dormir junto a la belleza que estas jóvenes representan. Toda la novela, en realidad un tratado sobre los tristes lazos que existen entre la juventud y la vejez, transcurre durante cinco noches. El narrador no necesita más que una discreta casa en los suburbios y un discurso monocorde para construir una metáfora de la existencia. A través de las impresiones de un cliente que está en el punto previo a la vejez se abren en el infinito inmensas y misteriosas preguntas.

Puede parecer curioso lo que señalaré a continuación, pero me he dado cuenta de que para escribir en condiciones óptimas necesito rodearme de uno o varios animales. Muchas veces observando sus conductas he hallado soluciones a algunos de los comportamientos humanos que se me presentan en los manuscritos como difíciles de comprender. En más de una ocasión la actitud de una gata celosa o el proceso de aprendizaje de un pequeño cachorro me ha permitido percibir una serie de elementos universales, atávicos, en las reacciones de las personas. Me interesa mucho el hecho de que los animales son lo que son. Su ser animal se presenta de una manera transparente, sin opacidades capaces de empeñar la contundencia que debe tener un personaje o una situación literaria.

En aquel tiempo una amiga escritora me obsequió un acuario de medianas proporciones, ya que los peces que trató de criar murieron unos detrás de otros. Nunca antes había experimentado vivir con peceras a mi lado, sin embargo me pareció interesante indagar las posibilidades narrativas que podían derivarse de aquella superficial observación del mundo acuático. Fui a una tienda de mascotas de donde ―luego de cansar al vendedor con una serie de preguntas sobre las costumbres de peces de agua dulce― salí llevando una bolsa de plástico transparente con los de más fácil crianza en su interior. Coloqué el acuario al costado de mi máquina de escribir mientras terminaba el libro que estaba redactando pude ver cómo empezaban a desarrollarse unas vidas tan asombrosas para alguien que nunca antes había tenido ningún contacto con aquel universo. Aunque cumplí con los requerimientos necesarios para que la crianza se desarrollara con normalidad, aquella experiencia terminó en un verdadero desastre. Había metido los peces, dos hembras y un macho, dentro del acuario según las especificaciones que me dieron en la tienda de mascotas. Al día siguiente el pez macho amaneció muerto. Apenas lo noté advertí también que las dos hembras buscaban comerse su carne. Saqué al macho de inmediato. Experimenté cierta aversión al tocarlo. Utilicé por eso unos guantes de hule para realizar la operación. Dos mañanas más tarde descubrí la presencia de pequeños pececillos en el acuario. Una de las hembras había estado preñada y acababa de parir. Una hora después me acerqué nuevamente a la pecera y pude apenas notar la presencia de los recién nacidos. Miré con detenimiento y solo quedaban unos cuantos. Entre las hembras se los habían estado comiendo. En la tarde quedaban solitarias como si nada anormal hubiera ocurrido. No quedaba rastro de ningún pececillo. Al día siguiente la hembra que acababa de parir se quedó estática en el fondo del acuario. Nunca más volvió a elevarse. Murió al poco tiempo. En la pecera solo quedó el otro pez, a quien por si fuera poco le comenzó a aparecer, posiblemente por el efecto de ciertos hongos, una especie de nube blanca en el lomo lo que me obligó, siguiendo fielmente las instrucciones del vendedor al cual regresé para consultarle, a darle muerte de manera contundente.

En esos días, en que estaba a punto de terminar una novela, parece que comenzaron a mezclarse en mi cabeza las situaciones de mi amigo el filósofo-travesti, la lectura de La coso de las bellas durmientes y mi experiencia con los peces muertos. Creo que fue entonces cuando comenzó a tomar forma un proyecto de escritura que finalmente se convirtió en el Salón de belleza.

En resumidas cuentas el libro parece tratar de un salón de belleza que se transforma en un lugar preparado para ir a morir. La voz de un estilista busca narrar cómo ha sido posible que el salón se hubiese convertido en un moridero de uso público. El personaje describe los buenos tiempos del establecimiento, cuando uno de los factores importantes de su decoración era la crianza de peces de colores. En otros narra la presencia de huéspedes enfermos y cómo las aguas de sus peceras comienzan a enturbiarse. Parecen abrirse en el relato dos vías principales. La descripción de una serie de personajes que acompañan al estilista desde los tiempos de prosperidad a los de decadencia del establecimiento, y la historia de unos peces que poco a poco se dirigen como la parte visible de aquel deterioro.

En un primer momento la idea fue redactar un texto donde solamente fueran mencionados los peces ausentes, de cuya falta se queja el narrador al comenzar el relato. Esta voz haría recaer el drama en el añorado esplendor de las peceras, símbolo de los tiempos de prosperidad. El asunto del moridero y sus víctimas sería soslayado. El lector sospecharía que una verdad terrible se encuentra oculta detrás de las palabras que lee. Sin embargo nunca llegará a tener una certeza plena de qué es lo que realmente se esconde. Ensayé esta forma de escritura pero el resultado no estaba de acuerdo con el modo como están planteados mis libros anteriores. El Salón de belleza debía constituirse como un relato cerrado en sí mismo. La descripción no podría escapar a las cuatro paredes representadas, a un vetusto salón de belleza decorado con dudoso gusto. Los elementos aleatorios debían remitirse igualmente a un encierro sin escapatoria. Aparecieron entonces los acuarios, la enfermedad como prisión del cuerpo, las ventanas sin abrir y el ambiente recargado con miasmas más propias de un hospital o de una morgue que de un salón de belleza.

Mientras surgía la representación de este mundo se me ocurrió transformar el texto en un relato que de alguna manera respondiera a la exigencia bíblica presente en mis otros libros. Ya había nombrado el pecado de la carne en Efecto invernadero, la guerra y lo político en Canon perpetuo. Para Salón de belleza se me ocurrió señalara la peste y sus consecuencias, Las constantes bíblicas parecían cobrar un orden que no se limitaba a un par de de libros, sino que podía continuar siendo la guía de mis siguientes obras. Es por eso que a esa etapa de mi trabajo la denomino Trilogía bíblica, y cuando aparecieron publicadas las tres novelas en un mismo volumen advertí una suerte de unidad que me hace pensar que todos mis libros no son más que uno solo.

Algunas personas han creído percibir la presencia de una enfermedad particular mientras leían Salón de belleza. Otros han encontrado similitudes con los morideros que en la Edad Media servían como lugar de muerte para los apestados. Algunos más han hallado una serie de metáforas entre los peces y los personajes que aparecen en la novela. Todas estas lecturas las considero válidas. Cuando alguien le halla al texto un tiempo y un espacio definidos ―cuando en el libro no se especifica ni tiempo ni lugar―, siento que funciona la propuesta planteada de hacer que cada uno reconstruya un universo propio a partir de su experiencia frente a Salón de belleza. Pero mi íntimo interés, vuelvo a mencionar, quizá esté centrado solo en la repetitiva pregunta que me formulo acerca de las relaciones que pueden existir entre la belleza y la muerte, en las constantes bíblicas que parecen sostener parte de mi obra, o en el reto que se impuso Yasunari Kawabata de hacer una alegoría de la vida con únicamente dos o tres elementos. O tal vez mi búsqueda se base en tratar de entender una existencia dirigida por la ambigüedad sexual, o de qué manera los supuestos excesos o desviaciones morales son capaces de aclarar de una forma más radical la esencia de los seres humanos. Por último es posible que el Salón de belleza esté motivado por darle sentido a aquellas tarde, que actualmente me producen extraña nostalgia, donde veía la transformación física que experimentaba mi amigo el filósofo-travesti mientras iba colocándose con cuidado las medias y los zapatos de tacón. Como un homenaje a ese muchacho que después de hablar de aspectos de la Crítica a la razón pura me narraba, con una sonrisa desdeñosa, las humillaciones que había soportado la noche anterior. En este libro, además, creo haber vislumbrado algo de la conducta de los animales, de la misma forma cómo el escritor Yasunari Kawabata se refiere a ellos en muchos de sus relatos. Sin embargo, lo que me produce mayor satisfacción al contemplar este libro es que en cada experiencia individual de lectura, incluyendo la mía propia, aparezca un nuevo Salón de belleza