La proyección del desastre

[Revista 12 – 2008]

Sus ojos, en rigor, no estaban en eje. Eran apenas una anarquía de lo simétrico. Pero ése no era el único desgobierno de su rostro; contribuían a sus señas particulares una nariz de convexidad filosa, y unos pómulos prominentes y esquivos a toda redondez que se pretende como primer golpe en una joven de su edad. Pero era hermosa. Tocando el piano, era hermosa. Marcos la miraba girar en el taburete, sus pies flotaban en círculos, con una velocidad que amenazaba con arrancarla del suelo, levantarla como si sus pies de un momento a otro se fuesen a convertir en hélices.

―Joaquín ―dijo ella, deteniendo en un capricho los giros, y lo miró fijo. Sus ojos perdidos no en los de Marcos, sino en el espacio de pared que estaba justo detrás de los ojos de Marcos.
―Basta, Julia.
―Qué, ¿no te gusta? ―dijo, acomodándose el pelo detrás de la oreja.
―No. Joaquín se llamaba un tío que murió en un accidente. Me hace pensar en una tragedia.
―¿Y Julieta?
―Tragedia, tragedia de nuevo ―respondió, meneando la cabeza.
―¿Hombre o mujer?
―Nena o nene, en todo caso ―retrucó Marcos.
―En todo caso, no hay caso ―dijo ella, y se ubicó frente a las teclas.

Clavó sus diez dedos a la vez ejecutando un infierno de acordes. La música comenzó a desligarse del piano, del objeto piano, a ser aire. A personificarse en una concatenación álgida de colores. Marcos le miro los brazos, los ríos azules que se diluían en su palidez, la ferocidad de sus músculos, arremeter con inercia sobre el teclado, lo oscuro de la madera. Su cabello de hebras finas, terminando en gemidos minúsculos sobre los hombros, como si clamase por ser trenzado. La recordó aquella tarde, la primera vez que le hizo el amor.

Pudo verse junto a ella, bajando por la avenida, cargando aún con los sudores, las humedades, las manos entrelazadas como si el universo fuera acaso un cambio en la dirección del viento. Pensar en sus piernas, desgranándose como montañas, abrirle paso a la carne, ser carne también, sus piernas magras, el sangrado dulce. La noche en que la conoció llevaba puestos los mismos zapatos que ahora.

Ella tocaba en un café, apostada en la esquina, y todo lo que tenía entre dientes ers su espalda de mástil, estoicamente erecta, el vaivén sobre las teclas que la alejaba y la ceñía al instrumento, como en una danza. La esperó fumando en la puerta, afuera llovía y no había nada más imperioso que esa espalda, un margen sin cuerpo. Luego, fue llegar al hotel entre risas, empapados de vino los pulmones, la cama ofrecerse como un enigma, la habitación un cabo perfecto, comprendiendo en la escueta porción de universo que delimitaba todos los gestos. Descalzarla como si llevase zapatos de cristal, como si en verdad esos pies se hubiesen detenido por los dos, confluyendo de una vez y para siempre, enredándose al final de la cama, ya luego del sexo, las plantas heladas, los dedos inútiles, laxos, efímeros. Antes, retazos de su cuerpo, desparramados en ese levitar inhóspito, un reconocimiento ciego de manos y tactos, las bocas como aves de rapiña, planeando sobre la piel, mordiendo lo que hallaran de carne. Los salivales destilando miasmas, flujos, los sabores ser lengua y luego gusto, y no a la inversa; la capacidad de bracear olas de marfil, de navegarla como si su cuerpecito y su espalda fueran un barco.

¿Desde qué momento la vida? ¿Con qué exactitud se corrompen los cuerpos, con qué decretos, contra qué leves? ¿Hasta cuándo la putrefacción?

―¡Sara! ―gritó, todavía tocando el piano, todavía de espaldas.
―¡Virginia! ―respondió él, también gritando.
―¡Virginia como mi madre! ―y sonreían, no se veían pero sonreían, de espaldas se sonreían como si pudieran verse las bocas estirarse en un paréntesis

Afuera los autos, las apatías. Las cuentas, los desarmaderos, la ciudad como un complejo de alturas, los taconeos, los verdugos. El día en que llegó el piano y tuvieron que subirlo hasta el quinto piso con correas, el gesto de muerte que ella tenia entre cejas, hasta que por fin vio la ventana del balcón devorarse a aquél monstruo dentado. Tomarla de la mano y ubicar la llave en la cerradura, tornear el picaporte con un cuarteto de huellas, entrar al departamento vacío, imaginar un sillón en la esquina, el mismo en el que ahora se sentaba. Plagar las bibliotecas, con un orden alfabético que proponía infectar de lógicas el embrujo. Las palabras, evanescentes, explicando el cielorraso, la ventana abierta, la humedad de las paredes. Elegir para las cortinas una tela liviana, que deje entrar la luz, ensordecedora.

La luz que siempre fue plagio de los que eran, alguna vez, bajando por la avenida de la mano. Ubicar los espejos con ingenuidad, sin saber que empotraban infinitos abiertos en la pared, pasadizos insolentes, que iban a repetir esta tarde la tristeza, como si no bastase con la de ellos.

Pero no estaban tristes, en realidad. Estaban otra cosa. Marcos se paró a hacer café. Encendió un cigarrillo y buscó, en el desastre, un cenicero.

En la mesa ratona, entre desperdicios, se alzaba un portarretratos. Ella estaba junto a su abuela, en la fotografía. Era posible deducir, con algo de imaginación, que estaban en un parque, o en un jardín, porque la luz les manchaba con elipsis de blancos los rostros, de modo desparejo, como si sobre ellas se alzase un limonero, o un abedul, y el mediodía se estuviese escurriendo por las hojas hasta imprimirles pecas. Marcos podía ver que ambas tenían la misma nariz

¿Hasta dónde llegaba la descendencia?

Pensaba en la posibilidad de esa nariz en su hijo. Pensaba en cómo iban a molestarlo por ese pico ganchudo que ahora dibujaba su madre tocando el piano, de perfil a él. Pero también podía heredar aquellas manos, esa habilidad que desataba luces y brillantinas sobre un orden promiscuo: el de las teclas. Podía recibir la sonrisa de su padre, también, esa que tanto tenía de disculpa. Lo recordaba vagamente, despidiéndolo en la puerta de la escuela, izando un brazo como una bandera y flameando la palma abierta, hasta que el timbre lo perdía y entonces el pupitre, la señorita Lucrecia, el guardapolvo uniformándolo, diluyéndolo entre los alumnos, aura en el cielo, un águila guerrera.

Hilvanaba aquellas caras, como si la posibilidad de un bijo fuese apenas una fórmula matemática, un compendio de genéticas, devenidas en una única cadena, convergiendo en una última proyección. Las cejas de su abuela, los ojos de su hermano, la altura de su suegra, la manía de comerse las uñas, de quien fuera. Pero también su propia invención, su propio destello; quizás elaborase un gusto obsesivo por los aviones, algún día fuese piloto.

¿Pero y si era nena? ¿Y si venía un día con las palabras en la boca, armadas por un aprendizaje tácito, por una enseñanza milenaria ―la imitación―, a decirle Papá, a nombrarlo, a ponerle rótulo, a increparlo y sentarse sobre sus piernas esperando el premio? ¿Y si llegaba entonces, con una muñeca de la mano, con un capricho, incendiándolo todo, como si su risa fuera la primera música que ella (porque ella seguía atacando el teclado) hubiese germinado verdaderamente?

¿Y si le pedía un perro? Y entonces salían a pasearlo, y las ideas se armaban invierno, y le acomodaba la bufanda, justo antes de subirla al tobogán, para recibirla con terror al fin, con alegría al fin, de que no se hubiera accidentado, pero sí que había sentido ese vértigo, ese calambre en los músculos, había probado su valentía y entonces era un poco menos nena, y aquello le dolía en los talones, le dolía caminar de vuelta del parque, con el perro tironeando del collar, sabiendo que la traía de vuelta menos nena, como si todo el valor del mundo sirviese para dejarla ir, para actuar pronosticando que un día se vaya, y tenga novio, y marido, e hijos, y luego hereden a su vez la nariz parchada y el gusto por comerse las uñas.

Ella, por su parte, se había resuelto a no imaginarlo.

El piano sonaba en pequeños estruendos de agudos y graves, sílabas que conversaban en el espacio, que se deshacían como miel tibia en la boca. Un álgebra despareja, un concierto de tristezas, entumeciendo a Marcos, hundido en el sillón, terminando de fumar su cigarrillo.

―Ya es la hora. Vamos a llegar tarde al médico.
―¿Es necesario que me lo saquen? ¿No puedo quedármelo, aunque sea, unos días más? ―dijo ella.

Lloraron en silencio. Marcos tomó el abrigo y la cubrió. La abrazó y caminaron juntos hacia la puerta, con paso arrastrado, como si anduvieran descalzos y el suelo no fuesen baldosas sino muérdagos, espinas, y no les alcanzara con este horror, no era suficiente este dolor. Es que imaginaban menos terrenal el infierno.

El viento cerró la puerta por ellos, con bestialidad.

―Las llaves quedaron adentro ―dijo ella.