Habita en Laurides —o Laurides habita en ella

[Número 45 – 2023]

El paisaje se inscribe en la piel, en las manchas blancas de arsénico en mis piernas, el dorado eterno del Atacama en las mejillas. Se inscribe, se anota y se habita, se lleva como una medalla y condecoración. Y así vamos creando territorios imaginarios, países donde solo cabe una, porque la experiencia es siempre particular, no es compartible. ¿Qué significa ser antofagastina de nacimiento, pampina de corazón? ¿Santiaguina de paso, texana por adopción? Qué nación se construye con los pedacitos de las tierras que me han acogido, con las lenguas que pueblan mi cabeza: los vocablos húngaros, ucranianos, el serbio, el modo y acento tico, el inglés.

Los territorios son mucho más que poblaciones de pedruscos, conjuntos de árboles, cuerpos de agua.

Los territorios son la suma de lo vivido, aquello que vimos y también lo que quisimos —quisiéramos— olvidar.

Ahí mismo levanto puertas. Hay recuerdos grises que hablan con voz gruesa, subterránea, una voz golpeada de la que es necesario escapar. Puerta número uno.

Otros son murmullos con la cadencia de las fiestas en el desierto, en el Hoyo, fiestas de besos y fantasmas entre jóvenes pampinos. O el rugir del Club Hípico en los raves. Las micros, los piropos, los agarrones. Tapiar puertas, la dos, la tres.

Abro ventanas. Al extranjero amable, el que sonríe celeste y enamora. El que me invita y al que dejo ingresar a la urbe escurridiza que antes fui. Entonces abro la puerta de Texas.

* * *

Y entre todo aquello, escribo y vivo.

* * *

Los territorios del interior se llaman Laurides, una comarca donde se cruza el Atacama, el Pacífico, el Danubio y la planicie texana. Cactus y bluebonnets. El calor seco y el frío que rompe huesos, mientras la lluvia cae sobre los bosques tropicales, de dos nubes, de agua, de páramo, húmedos y muy húmedos, a nivel del mar o en la montaña. Y todo aquello cabe en Laurides.

Cabe también la escritura porfiada de una niña que era muy flaca y ahora es una vieja panzona. A veces irreverente, a ratos insegura. Una mujer que escribe sobre mujeres, una mujer en ciudad, en país de hombres, sin contactos más allá de su gran parentela minera. ¿Qué hacer con pala y picota?, no sirven para publicar.

Escribe desde el centro del territorio propio: desde ser mujer, ser madre, esposa, gringa, chilena, con múltiples apellidos y todavía más nombres y sobrenombres, porque la identidad se la forja ella misma.

* * *

En los recorridos hay puntos de partida, es lo único fijo y real. El destino es móvil, cambiante, fuera del alcance y en la escritura es posible ir buscando, acercándose aunque sea a aquel blanco —aquel negro— al que deseamos llegar.

En la escritura salgo de Laurides y habito el Atacama, visto otras ropas, observo las épocas pasadas. Están todas escritas en la piel, ya lo dije, y en la memoria.

* * *

Escribir no es cosa fácil. Tampoco vivir.

* * *

Hay que discurrir como tinta en papel ajado.

* * *

Con todo aquello, hay historias en bibliotecas que alegan ser mías, que atribuyen sus existencias a mi trabajo. Supongo que es sano aceptar que así ha sido. Que las letras que he ido hilvanando a lo largo de más de veinte años son superficie añadida a mi ciudad, enmarcan el desvarío, sujetan el desorden, o lo ordenan o hacen que el desorden sea posible. No lo sé. Y eso, el no saber, es parte de mi terruño de letras.

* * *

Las tramas literarias también son superpuestas. En las mías, las del Gabo, el Julio, el Jorge Luis, la de tanto hombre escritor. Y en la falta, las tramas que las mujeres escribieron, pero a las que no tuve acceso. Sí, escribir es difícil y declararse mujer, ¿escritora?, todavía más.

Pero el mapa se actualiza y ahora también hay avenidas portentosas: Gabriela Mistral, Isabel Allende, Rosa Montero, Julia Álvarez. Por suerte, qué dicha, pura vida, el mapa se actualiza.

Entonces mis escritos han nacido de la ausencia y desde la abundancia. Han germinado entre la sequedad del Atacama, han flotado en la espuma furiosa del Pacífico, espolvoreadas de paprika y aliñadas con ranch. Han porfiado allí donde no había espacio para una antofagastina, una chilena con acento peruano o mexicano, queriendo escribir de mujeres y de norte y de patria y de matria.

Han porfiado las letras cuando me piden producir en inglés; eso es otro tejido, respondo yo, mis agujas solo hablan castellano.

Porfían cuando la crítica no acepta, cuando la academia desprecia, cuando los piratas reconocen y reproducen un libro con una mujer de cabellos de fuego en la portada. Cuando la gente lee y dice: a esta niña, a esta autora, yo no la conocía.

* * *

(Por años fui “la niña que escribe” entre los chilenos de Dallas).

* * *

¿Y por qué escribe? Si no gana plata, si es tan duro, si toma tanto tiempo.

Porque no se puede vivir sin escribir.

Tampoco sin levantar puertas, ni abrir ventanas, ni crear nuevas vías de letras tozudas, y así aferrarse al ombligo recién inaugurado para reinar con derecho propio.

No ha sido nada fácil y más vale que así sea.

Si no pa qué.

Fragmento de Érase una vez Laurides (Pinar Publisher, 2016):

Notas del explorador doña Sofía de Luna y De Lirio

Laurides es una región montañosa, de ríos, de lluvia, de bosques, desierto. Y también de hielo. Limita al norte con quién sabe qué cosa y al sur, pues menos sé. A la derecha, eso sí, podemos observar un gran océano, muy bravo por lo demás. Laurides es un poblado que tiene en solsticio de verano diez habitantes, mientras que en el de invierno, más o menos mil. Otras veces, es una hermosa ciudad medieval de murallas, castillos y plazas públicas donde se exhiben las guillotinas que han muerto a los más ilustres.

En Laurides también habitan las más bellas mujeres: las pelirrojas, las calvas, las bizcas, rechonchas y de piernas peludas. Por tal razón, el gobierno de facto, dirigido por el General Calabazas, mandó a reforzar los muros y la flota de tierra firme, con tal de mantener a raya a los mercaderes que desean intercambiar damiselas para los reinos vecinos, por un par de camellos —intercambio en absoluto inequitativo, ha decretado Calabazas—; y a los mercachifles que quieren robarse a las muchachas sin pagar el apropiado impuesto.

Sobre la educación, existen dos escuelas en Laurides. La escuela de los machistas, los comerciantes, los porfiados y la de los sumisos. Solo dos. Por ello, en la puerta de entrada —que a veces está, y otras desaparece con el vapor de la camanchaca al atardecer— a usted le consultarán si es iniciado o lego. Medite usted muy bien su respuesta, ya que será de acuerdo a ella que a usted le indicarán ya sea las escaleras para subir a la cima de la comarca, o las escaleras que solo sirven para bajar y que desembocan en el desagüe, por lo cual terminará ahogado en aquel océano que ya antes le mencionaba. De esta contestación, a la vez, se deriva si accede de manera directa a la población de Laurides, gentes espejo que se duplican o dividen, dependiendo de la humedad atmosférica del aire. Basado en este punto último, que quede en acta que Laurides posee la más exquisita fauna humana que su servidora ha tenido el placer de registrar. Los hay normalitos, los hay lunáticos, los hay obsesivos, simplones, dulces, odiosos. Y los que parece que viven en un lugar regular, así como en su casa, en su barrio, en su país. Son casi, casi, como cualquier otro villorrio. Pero casi no más.

Dicho lo dicho, es necesario apuntar que Laurides tiene un clima templado, de lloviznas moderadas e invisibles. Es decir, llueve a cántaros, pero el agua jamás nunca toca el suelo. También hay ciclones tropicales que tornan el desierto colindante en una gran piscina de lodo y es cuando se inaugura por lo alto, la estación de esquionaje sobre piedras. Los lauridenses, a su vez, aman todo tipo de deporte y recreación al aire libre, como desvestirse y dejarse retratar por los turistas. Así como las mariguanzas techadas, incluyendo aquí el gran arte de irse a las mazmorras para castigarse por pensar distinto.

Otro aspecto interesante a constatar es que, dependiendo del mes, de la hora, incluso del segundo del día, usted puede ingresar a uno u otro u otro u otro Laurides, puesto que es múltiple y todavía ésta, su servidora y experimentada exploradora, no ha logrado catalogar todo lo que tan fértil provincia produce. De tal modo puede usted caer al medio de la plaza de los estudiosos, o en el elevado pino de los ricos, o en el fantástico pantano de los pobres, o en la esquina de las chicas que lavan amorosamente la ropa de los reos. Como sea, cuando usted visite Laurides, tenga en cuenta esta capacidad camaleónica, tanto de la ciudad como de sus habitantes. Y ha de ser usted bienaventurado, a llamar a los portales en día de buena fortuna, con tal de que le amen, le adulen, le besen y lo engorden hasta el colmo para luego cocinarlo al palo.

Los siguientes relatos me fueron referidos por un par de personas de Laurides. Estas personas, cuatro en total, rememoraron viejas historias gestadas en los vientres de las ballenas. Los narradores, ocho en total, además inventaron algunas de ellas, cuando veían que yo decaía por el cansancio de oírles hablar sin parar del alba al anochecer. Las escritoras, dieciséis en total, seis finalizaron su narración con bailes celebratorios y competiciones de velocidad en las opulentas escaleras marmóreas de Laurides, cuyo resultado fue en su mayoría positivo: veintidós de ellas escogieron la escalera que las llevaba a la cima de la comarca y otras siete, chapotearon en el mar al otro lado del desagüe, pero presta ayuda llegó de la mano de las abuelas, que usaron sus largas trenzas como cuerdas para que las muchachas de ahí se sujetaran.

Buena suerte en sus viajes, en sus lecturas; y lleve salvavidas, no sea que por si acaso.

Imagen: Primera página del fanzine Fisura (2019), de Cristian Toro.