La sombra negra

Desde que se decretó la cuarentena total en el país, Ángela emprendió una serie de pasatiempos para no terminar en un aburrimiento fatal. Compró juegos, pinturas, audífonos; una cámara; algunas croqueras y lápices; hilo para bordar, entre otras cosas. Tenía miedo de aburrirse, ya que vivía sola y sus amigos se encontraban muy lejos de su ciudad. Se arrepentía tanto de no haber adoptado al perro que vio una vez en la plaza, porque, mirando la tele con tristeza, pensaba en que estaría sola y aislada y no estaba segura de si sus amigos estarían con ella para apoyarla. Todos estaban siempre tan ocupados que en esos momentos la soledad parecía una futura pesadilla. A pesar de estas quejas e incertidumbres, las primeras semanas de cuarentena no resultaron tan malas. Tenía mucho tiempo para ella y no le desagradaba la idea de estar así un par de semanas más. Pero estas pasaban y el aburrimiento era como un zancudo molesto que despierta en la noche, uno que hace que prendas la luz y desaparece, pero al apagarla insiste hasta conseguir picarte. 

Después de un tiempo sin haber salido de la casa, Ángela decidió que quería tomar algo de aire. Sacó el permiso y emprendió camino hacia un local de comida china para comprar algo de cenar. Era tan extraño para ella sentir de nuevo el frío del otoño y visualizar las nubes. Se sorprendió de que los árboles ya se encontraban casi desnudos y que las veredas estaban adornadas por una multitud de hojas doradas. Al llegar al local, compró arroz chaufa y rollitos primavera. No pidió salsa de soya, pues no le gustaba. Regresó a la casa con paso lento para poder visualizar los detalles de su entorno. Estaba atenta a ver si encontraba algo distinto. Luego se rió, sintiéndose casi una extranjera en su propio barrio, «¡si no ha pasado tanto tiempo desde el encierro!» pensó. Se sentía en calma después de comprar la comida, pero a su vez, muy incómoda por la mascarilla que le empañaba los lentes. Estas preocupaciones eran tan triviales que sonrió. 

Su tranquilidad se vio truncada cuando frente a ella pasó una carroza adornada con globos blancos. Una decena de autos tocaban sus bocinas en memoria del difunto. Ángela caminó despacio y dirigió sus curiosos ojos hacia donde estaba el ataúd. Agudizó la vista, aunque sabía que no vería nada más que el cajón. Solo quería ver los detalles de las flores que adornaban su puerta. «¡Qué triste partida!» pensó, «¿será esta persona una más de las que no respetan la cuarentena?» se preguntó. De pronto sintió un desprecio enorme, sin siquiera saber que ella albergaba tales sentimientos; maldijo para sus adentros que por personas así estábamos encerrados. «¡Qué miseria humana!» se decía Ángela. Pensó eso tan fuertemente que quería decirlo, preguntar a la gente de la caravana el por qué había muerto esa persona y, peor aún, qué pecado mortal habría que atribuírsele.

Los globos resplandecían gracias al sol otoñal, se movían en un vaivén tranquilo, pero ella sentía como si de pronto estos fuesen a volar para llevarse consigo al difunto entre los hilos que lo conectaba al coche fúnebre. La desesperación se adueñó de sí misma y casi bota su bolsa de comida para ir a golpear las ventanas de los autos para, a gritos, pedirle a la gente que no salieran de sus casas, que se queden allí, que hay que detener el virus sea como sea. Una corriente eléctrica recorrió su espalda, sintiendo que no debería estar en la calle, tan desprotegida y a merced de cualquier infección, por lo mismo, salió corriendo para no volver a salir más de su casa. Notó cómo a su paso todo se tornaba blanco al igual que una pulcra tela llamando a la muerte, tan vecina, inevitable e invencible.

No se había dado cuenta del miedo que guardaba hasta ese momento. Podría decirse miedo y también cólera hacia los demás que no hacían caso a la cuarentena. Además, fue extraño para ella ver tanta gente junta, extrañaba a sus amigos, pero a la vez crecía un desprecio hacia ellos antes inusitado. Algo cambiaba en su visión del mundo y no se podía detener. Esa tarde Ángela se encerró en su casa y se prometió varias veces que no saldría de allí hasta que la pandemia se acabara. No importaba cuánto tiempo estuviera aislada, temía horriblemente yacer tan joven en una carroza. No sabía cuánto iba a repercutir esta decisión en ella, negarse a salir las veces permitidas por las autoridades.

Sin querer le acabaría costando una parte importante de su sanidad mental. 

Así, los días pasaron. Los días, semanas, meses. Tantos meses que ella ya no sabía cuánto tiempo era. Ángela trataba de convencerse de que llevaba una vida tranquila, del computador a su cama y de la cama al computador. No le importaba estar durante horas en páginas web viendo comida preparada para comprar y toda clase de artefactos para entretener su mente. En ese largo periodo de tiempo decía excusas para no hacer videollamadas con amigos y familiares y también pensaba que era inútil comenzar amistades nuevas si ni siquiera podía verlas en persona. Preferiría que la pandemia pasase para reanudar todo tipo de relación social. Ella se excusaba con que solo era una pausa y que, además, le estaba haciendo muy bien.

Le llegaban mensajes de sus más cercanos, preocupados porque ya no subía fotos a redes sociales como antes lo hacía. Ángela repetía hasta el cansancio que estaba todo excelente. «Mentira». Cerros de libros, botellas de alcohol y latas de cerveza yacían en el piso, con una apariencia de haber estado ahí meses enteros. Docena de juegos tirados, puzzles incompletos, mazos de cartas y demás estaban en mesas y sillas; ropa y artículos de aseo personal esparcidos por todos lados; el pequeño rincón en el que hacía las sesiones virtuales de su trabajo con suerte estaba despejado hasta que, un día cualquiera, decidió que no quería trabajar más. Quería la pandemia para ella sola, según su opinión era porque le ayudaba a reflexionar sobre sí misma. «Mentira». Estas eran solo excusas, porque en el fondo, su mente y su vida eran un caos. 

Durante las noches tenía pesadillas. En ellas se presentaba siempre la misma figura, una que antes era pequeña, pero con el pasar de los días crecía más y más. Tenía manos lánguidas y un cabello de sombra que llegaba hasta el piso. Ángela se asustaba con estos sueños, porque siempre pasaba algo extraño que la despertaba, pero jamás recordaba lo que había soñado. Solo sentía un deje de amargura, miedo, desesperanza y luego una soledad incómoda contaminando todo su cuerpo. Siempre después de estos sueños se despertaba entumecida; entonces procedía a sentarse en la cama y abrazar sus piernas, entre la oscuridad de la noche o el alba de la mañana. Creyó que debía decírselo a alguien, pero en su obstinación, también decía que no necesitaba de nadie, que esas personas que dijeron preocuparse por ella decían solo mentiras y que se conformaban con una simple respuesta de “estoy bien”. «Esa no es preocupación honesta», manifestaba cada vez que sentía la necesidad de hablar con alguien. 

Después de mucho tiempo encerrada, sin haber pisado una sola vez el asfalto de la calle, sin ver a una sola persona, ni siquiera a un vecino, Ángela vio la figura negra de sus pesadillas sentada a su lado. Estaba atemorizada. Por un momento pensó que no estaba distinguiendo bien si estaba en un sueño o en la realidad. Se pellizcó varias veces los brazos, tan fuerte que se sacó la piel; se mordió la lengua hasta el punto de hacerla sangrar y, tras ver que no estaba dormida, se arrinconó en su pieza, donde estaba el velador y pensó gravemente en tirarse por la ventana y huir. «¿Qué era eso?» Y pensó, luego de estar estupefacta un buen rato, que quizás esa sombra era el difunto, que era su venganza por haber pensado cosas horribles de él, por haber supuesto que era la persona que contenía el pecado del virus. Entonces esbozó una sonrisa nerviosa y dijo con voz titubeante que no pensaba esas cosas de verdad, que solo estaba enojada. Pero eran palabras deshonestas. En realidad, sí sentía que esa persona tenía la culpa y no podía pensar de otra forma. 

La sombra estaba perfectamente delineada en el borde de su cama, mientras Ángela sangraba por la boca, un fino hilo de sangre colgaba por esta, miró con detención la figura. No le interesaba el ardor que sentía. La figura era tan esbelta y alta que captó toda su atención. Parecía tan irreal como real, pero se negaba a tocarla. Esta sombra se encontraba quieta como una estatua y mostraba una posición resuelta. Ángela cerró fuertemente los ojos y empezó a llorar. Las lágrimas se agolpaban una tras otra en sus mejillas y corrían como un río desesperado a perderse. Gemía y jadeaba, sangraba y temblaba. Estaba tan asustada, pensó que había perdido la cordura, que esa persona venía a matarla y llevarse su alma al olvido. De esta forma, creía que no moriría de un virus, sino que moriría en las garras de la venganza. Estuvo tanto rato así que sentía la cara entumecida. Abrió los ojos y la sombra ya no estaba. Se miró las manos con lentitud, tenía miedo de encontrar en ellas algo que le indicara que estaba muerta, que esa figura la había matado. En ellas vio una piel enfermiza y sangrante, pero nada más. Entonces al descubrirse aún con vida, se movió ligeramente hacia la ventana, cerró las cortinas y se metió en las sábanas. Aún lloraba, pero esta vez con una resignación que parecía un peso mortal en su cuerpo. A nadie podía contarle, todos la creerían loca. No podía confiar en nadie. 

Luego de ese suceso, la sombra se le apareció casi todos los días, siempre estática y resuelta a su lado. Ángela ya parecía acostumbrarse. De repente le hablaba e intentaba contarle de la situación en la cual se encontraba. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sola y que ni siquiera la compañía de un perro o un gato tenía. Estaba abandonada a su suerte y a nadie le parecía interesar. Y se reía a veces, contándole estas cosas y otras trivialidades como que debería cambiarse el nombre o cambiar el color de las alfombras. Reía revolcándose en su basura. Reía porque quería hacerlo y esperaba contagiarle de risa a la sombra. Pero nunca pudo sacarle ni un solo sonido y eso le daba más risa. Y lloraba de risa, entre las botellas, los papeles y la ropa; se sumergía poco a poco en una locura que ella no era capaz de visualizar. La casa se volvió más oscura. La sombra parecía que se mimetizaba con todas las sombras de los objetos de su casa. Cada centímetro de pared y suelo estaban cubiertos por las sombras alargadas de las cosas. Pero a Ángela hace tiempo que no le interesaba nada. Si esa sombra causaba la oscuridad ¡bienvenida sea! ¿qué importaba? ¡Nada! Si venía a buscarla e intentaba matarla, ¿qué importaba ya? ¡Nada!

Una noche soñó nuevamente con la sombra. Hace tiempo que solo la veía en la realidad y ya no estaba presente en sus sueños, pero esa vez vio que la asfixiaba y se estaba quedando sin aire. Por impulso se despertó de golpe en la oscuridad de la madrugada. Sintió que a su costado estaba la figura negra. Giró la cabeza y la vio. Y vio en ella algo que jamás había notado: sus ojos como dos luces blancas y fosforescentes, en cuyo fondo le parecía ver figuras de globos blancos y de flores blancas que resplandecían y brillaban, iluminando su cara. Se quedó un buen rato ahí observando los ojos de la sombra, luego el pelo, la forma del rostro, sus manos y piernas que sobresalían de la cama. Le preguntó la razón de su larga estadía en su casa, si acaso había comprendido su tristeza y su decepción. Pero la sombra no decía nada. «¿Quién eres tú?» le preguntó varias veces, pero la sombra no pronunciaba palabra alguna.

Esa noche todo parecía culminar. Las dudas y los sinsentidos. La sombra negra yacía a su lado, sujetándole fuertemente los hombros, cuando de pronto comenzó a susurrar palabras ininteligibles. Ángela, emocionada, pensó que comenzaría a hablar. «¡Al fin!», se repetía, mientras la escuchaba pronunciar y pronunciar. La sombra negra que antes era una simple figura extravagante poco a poco comenzó a tener un rostro, un semblante lleno de horror e incertidumbre y con fuerte semejanza a “El grito” de Münch, pero descolorido y grisáceo, con un poco de tonos beige acompañando sus sienes y el pelo caía largo por los hombros llegando hacia la cadera. Como largos hilos gruesos, el cabello envolvía a Ángela, creando una especie de manta sepulcral. Sentía en sus hombros un frío de lluvia. Las manos de aquella sombra eran alargadas y filosas y cada dedo parecía un largo cuchillo hecho para apuñalarla y asesinarla. Estos pensamientos mortíferos pasaban por la mente de Ángela y no sabía qué hacer más allá de mirarla. Entonces reía, reía, y reía. «¡Esa sombra de verdad está aquí y puedo tocarla!». Ya no sabía qué era correcto o no. «Quizás es el momento en que llegue mi muerte» pensaba. «Quizás actué mal, pero no estoy segura de eso», reflexionaba mientras seguía riendo desaforada en la cama. A la mañana siguiente se despertó y la sombra alargada estaba en el umbral de su pieza. Ángela estaba totalmente resignada ya a vivir con aquella sombra, que era, finalmente, la figura que encarnaba todos sus miedos.