[Segundo lugar Concurso Literario Escolar 2025, categoría cuento]
Nunca me gustaron los hospitales, sin embargo, tuve que caer en uno hace mucho tiempo atrás cuando recién cumplía dieciocho años, todo esto por razones que aún me resultan extrañas. Simplemente un día mi corazón decidió detenerse, lo cual me llevó a un coma de seis días. No había tenido la voluntad ni el coraje para hablar de aquella experiencia hasta el día de hoy, es por eso que me dirijo a quien sea que se atreva a entender y creer en lo que digo, porque ahora que me expongo de esta forma, sé que muchos aprovecharán de seguirme acusando con más fuerza de los crímenes y de toda la sucia enfermedad que asocian a mi persona.
Sumido en el sueño en el que se encontraba mi conciencia, seguí percibiendo los sonidos que provenían de la vida que estaba a mi alrededor. Todo eso hasta que decidí que ya no quería escucharlos más, pero fue ahí cuando aparecieron “Ellos”. A Ellos los conocía desde que era pequeño ya que me causaban un montón de pesadillas, lo cual provocó que para ese entonces fueran mis peores enemigos. Ellos se acercaron a mi figura que era escuálida y frágil por las drogas y medicamentos que los médicos estaban ingresando en mi organismo para que despertara. Ellos me quedaron mirando, yo también aproveché ahí de observarlos para reconocer a cada uno: Eran La Señora de largas extremidades, El Hombre de los dientes podridos y El Niño del vientre cocido. Los odiaba, no podía creer que aparecieran en aquella situación. Quise moverme, pero cuando se dieron cuenta de mis intentos se acercaron para detenerme. No tenía escapatoria, comencé a llorar, no aguantaba más sentir el tacto de esas manos sobre mi carne adolorida por la fuerza de sus agarres. La Señora de largas extremidades tomó mi rostro con sus largos y fríos dedos que parecían tentáculos, mientras comenzaba a susurrarme que todo estaría bien, para luego sacar una aguja enorme que usó para apuñalar repetidas veces mis brazos, según ella, todo con el fin de desechar la tragedia que corría por mis venas. Una vez terminado su trabajo, ahora El Hombre de dientes podridos se aproximaba, diciendo que debería calmarme, que era un sacrificio necesario. No podía tolerar el fétido olor de su boca que estaba enfrente de mi nariz, ni mucho menos podía soportar la imagen de sus dientes amarillos, negros y verdes que se mezclaban con su saliva turbia que sentí caer en mi cara mientras él seguía hablando. Finalmente, El Niño del vientre cocido, con una risa histérica, se empezó a sacar los puntos y costuras que ataban la deformidad de sus órganos, llegando a sacarse sus tripas en el proceso junto a una expulsión de sangre oscura y fluidos amarillentos. El Niño cayó muerto; entonces, de repente, me di cuenta de que se parecía a mí, por lo que me pude ver pequeño y muerto por la amenaza que los agobiantes muros de mi mente me habían impuesto. Ahí lo entendí, aquello nunca había sido una tortura, y esos personajes no eran más que mis salvadores, mis ángeles guardianes, mis eternos acompañantes. Abracé el cadáver que estaba enfrente de mí para luego tomar la mano de La Mujer y El Hombre, dejando que estos me guiaran por el sendero de mi propia oscuridad.
Entonces desperté, ni las personas que esperaban mi regreso llegaron a saber algo sobre este suceso, por la simple razón de que nunca habrían llegado a comprender la dicha que significaba dejarse llevar por las sombras que nos habitan. Es una lástima que por este despertar de la conciencia ahora me castiguen, me encierren y me condenen a muerte, pero no importa, porque al final sé que mis tinieblas sabrán cómo volverme a encontrar. Espero que un día puedas encontrarlas también, y si eso sucede, no temas, porque no hay placer más grande que descubrir que en tus miedos más profundos se esconden tus deseos, y en tus deseos, la bendita libertad de ser.