El cuerpo en cuestión

[Mención honrosa concurso literario 2023, categoría cuento]

Los niños no habían nacido todavía cuando se quemó el Emporio de Cecinas La Rosa, pero vaya que disfrutaban el terreno infértil que dejó cuando sus ruinas fueron finalmente retiradas. De lunes a viernes, después del colegio y los fines de semana, interrumpidos solo por el llamado a comer, el espacio que para algunos no era más que un pedazo de tierra abandonada se convertía en su cancha de juegos personalizada. Se ubicaba entre medio de un conjunto habitacional sin nombre, solo reconocible por el número de su fachada, y de la panadería Lila, que desde el incendio de su aliada comercial solo vendía pan frío y alfajores añejos. Al fondo limitaba con la quebrada del cerro, una bajada rocosa donde crecían matorrales llenos de púas y hierbas ásperas, inhabitable para cualquier criatura salvo los cuerpos secos de algunos insectos. Vista desde fuera se podría decir que aquel pedazo de tierra representaba la decadencia de la calle, el barrio y hasta la ciudad misma, pero si alguien alguna vez hizo esa asociación no lo manifestó públicamente.

Era principalmente un espacio inclusivo, porque ningún niño estaba todavía en edad de diferenciar demasiado entre orígenes y gustos, y la transversalidad del sector permitía que todos fueran recibidos a la hora de divertirse. Entre sus juegos predilectos se encontraban: el paco-paquito-ladrón, donde aleatoriamente cada participante sería posicionado en el rol de agente de la ley o de delincuente dado a la fuga y los primeros tenían la misión de encontrar a los segundos; el santiago-santiago, donde dos equipos, agrupados en cadenas humanas una frente a la otra, disputarían por la filiación de algún miembro adversario, el cual debía correr y romper la cadena que formaba el grupo demandante o de lo contrario pasaba a ser de su propiedad; el soooo, donde una persona gritaría “sooo” mientras se desplaza por la cancha, alargando la “o” hasta que su cuerpo se lo permitiera, pegando patadas ilimitadas al resto de los jugadores al hacerlo y recibiendo las mismas o más patadas una vez su garganta fuera incapaz de seguir reproduciendo la O. A decir verdad, la mayoría de estos juegos terminaban en (o tenían como finalidad) las patadas, por ninguna otra razón que la de una inocente diversión y rara vez salía alguien lastimado por ello. Si llegaba un vecino nuevo podía presentarles un juego que tal vez ellos no conocieran o diferentes versiones de los que ya jugaban, generando un debate sobre qué reglas eran mejores. Pero lo importante es que siempre era bienvenido a sumarse a la diversión de la mayoría. Aunque como en toda explanada baldía, el fútbol era la estrella del lugar.

Ese sábado el juego elegido era el favorito del momento: el 25, una especie de fútbol limitado a un solo arco, donde la cantidad de goles definía cuántas patadas (¡vaya novedad!) le llegarían al arquero. Era el turno de Peter de patear la pelota. Peter, inusualmente alto y torpe para su edad, para sorpresa de nadie la disparó hacia un lugar que no estaba ni siquiera en dirección al arco. Todos la vieron caer a la quebrada, pero nadie pudo distinguir el punto de su aterrizaje. La búsqueda de la pelota fue, como todo, una actividad colaborativa. Entre matorrales rojos, verdes y marrones no encontraron un solo rastro de ella, pero sí el cuerpo sin vida de una mujer.

Era una mujer joven, ese fue el consenso general. Como una hermana o prima mayor. Podría ir en la media, dijeron algunos. Podría estar en la universidad, dijeron otros. Su cabello, convertido en un nido de ramas y pequeños pedazos de vidrio roto, se mimetizaba con la tierra volviendo difícil dilucidar dónde empezaba uno y terminaba el otro. La expresión de su rostro estaba congelada en el tiempo, víctima de un instante de violencia, los ojos fijos en un punto invisible, los labios entreabiertos con una pregunta. Su piel estaba cubierta de moretones y rasguños. En contacto con la luz de la mañana, era tal su palidez que cegaba al joven público. Y estaba completamente desnuda.

La reacción común fue de confusión. Se escucharon entre algunas cabezas gritos ahogados o chirridos nerviosos. La extrañeza de la situación, que contenía para la joven audiencia un atisbo de novedad, intriga y sobre todo, terror, generaba que ninguno supiera cómo responder a lo que enfrentaban sus ojos y, aunque presas del sopor colectivo que los convertía en uno solo, era como si cada uno de los niños que presenciaba este cuadro comenzara finalmente a separarse de la masa que los había aprisionado y a la vez cuidado por tanto tiempo.

Bárbara, que tenía 13 años y era la mayor del grupo, trató de guardar compostura. Siempre había sido la racional del grupo, la que insistía en la creación de reglas y se preocupaba de que se siguieran. Ante la imagen su primera orden fue que le taparan los ojos a los más pequeños y los llevaran a sus casas. Pero para sus adentros un pensamiento la acechaba, y no podía librarse él por más fuerte que gritara las instrucciones, por más que se moviera entre el resto de los niños. Se preguntaba por qué su cuerpo no se veía como el que tenía delante de ella, por qué sus pechos no eran grandes ni redondos (Bárbara no tenía pechos pese a que sus compañeras del liceo casi todas estaban ya en pleno desarrollo), pensaba en su piel blanca, como las muñecas de porcelana que coleccionaba en su repisa y cómo distaba tanto de la suya propia, morena como su mamá y su abuela.

JP recordaba a su padre diciéndole que nunca nada se compararía como la primera vez que viera a una mujer desnuda. Estaba un poco borracho cuando lo había dicho, lo sabía por su  aliento y porque su madre lo retaba cada vez que le escuchaba hablarle de sexo a su hijo, pero él recordaba la seriedad de sus ojos, inyectados hacia él, como si ese fuera el único consejo que pudiera entregarle que valia la pena. Que nunca olvidaría cómo era, que viviría por ese momento para siempre.

Maite, la hermana menor de Bárbara, pensó en su mamá pidiéndoles que tuvieran cuidado en la calle, que no confiaran en extraños, por amables que parecieran, en especial si estos extraños resultaban ser hombres. Los hombres no son buenos con las mujeres, decía, mucho menos con las niñas. Pensaba en su mamá aterrada, con las noticias encendidas, viendo historias de niñas desaparecidas de las que nunca más se supo, enterradas en el desierto por un hombre común y corriente.

Peter pensó que el cuerpo era solo un poco más grande que las palomas que atrapaba en el patio de su casa, criaturas ruidosas y sucias que disfrutaba escuchar crujir cuando las agarraba con ambas manos en el cuello y que muchas veces también tiró por la quebrada para ver si llegaban hasta abajo o se quedaban atrapadas entre los matorrales.

Lucas pensó que le gustaría tener un cuerpo como el de ella, con caderas anchas y pechos y nada que lo molestara entre las piernas. Quiso sentirse ligero como ella parecía serlo y no tener la presión de un cuerpo duro con el que no podía cargar.

De a poco, el ruido de los más pequeños llorando llamó la atención de los vecinos quienes comenzaron a asomarse al terreno. Entre gritos de espanto, la dueña de la panadería Lila pedía ayuda mientras los del camión de la basura se aprontaron para apartar a los niños de la zona. Nadie se dio cuenta cuando llegaron los carabineros y nadie preguntó tampoco si podían jugar paco-paquito-ladrón (aunque a más de alguno le hubiera gustado agarrarlos a patadas). Los niños fueron finalmente retirados por las madres y el terreno cerrado por cintas amarillas para no volver a ser abierto nunca más a la comunidad. Al tiempo instalarían un edificio estrecho que nunca terminaron de pintar y del cuerpo encontrado nunca supieron demasiado, porque nunca salió en las noticias.

Según la dueña de la panadería nadie reclamó el cuerpo y la enterraron en una fosa común arriba en Playa Ancha, casi como si su verdadero funeral hubiera tenido lugar frente al grupo de niños inquietos que le dedicaron un último pensamiento sin conocerla y quienes tampoco se volvieron a juntar ni a pegarse patadas, porque todo empezó a volverse demasiado peligroso, y la verdad es que ya estaban demasiado grandes para esos juegos.