Descubrí a papá engañando a mamá. Le mentía en pequeños detalles, le mentía en grandes sucesos, “fui donde mi amigo”, no era así, “me iré esta semana a trabajar al sur”, no era así.
Antes de aprender a leer una oración, aprendí a leer muecas, miradas y movimientos. Tenía cinco años y observar era mi super poder, observar es mi super poder. Descubría pruebas como si jugara a la búsqueda del tesoro escondido con mis amigas, cada una de ellas más sucias, tácitas y torpes que las anteriores. A diario me sorprendía de mí misma y me preguntaba por qué la gente mentía, ¿acaso me mentirían a mí también cuando fuese grande?
Miraba a mamá y me compadecía, su super poder era la ignorancia pasiva y autoimpuesta. Miraba a papá y me compadecía, su súper poder era la omisión violenta y la mentira pudorosa. No quería ser así. Rezaba para no ser así.
Entre las sombras fui espectadora, la oscuridad y el silencio me sentaban bien. Lunes, mamá llora en la cocina. Martes, papá chatea con una mujer de risos naranjos y le dice “espérame, te amo”, ella le contesta con un yo también. Miércoles, papá no regresa a casa. Jueves, mamá y papá gritan en el comedor. Viernes, papá empuja a mamá. Sábado, se dan un beso extraño en la oscuridad. Domingo, comemos completos con chucrut y escuchamos Mecano.
En cada detalle busqué la estabilidad, la verdad y el amor. Las muñecas dialogaban horas a cerca de la infidelidad y debatían sobre las segundas oportunidades. Por las tardes mecía un gato de peluche en una cuna rosada y le prometía jamás dejarlo solo. En mi pequeño auto de juguete yo era una taxista que escuchaba historias de amor y aconsejaba sinceramente a la confundida pasajera. Los días eran como excursiones y mi casa una pequeña escena del crimen. Yo era el inspector Gadget y me apasionaba mi papel.
Un sábado lluvioso le pedí a papá que se mudara lejos. Sugerí serenamente que alquilara un departamento y nos dejara, ¿por qué teníamos que vivir en medio de una mentira? No me apetecía respirar ambientes tensos, no me apetecía su presencia. Al día siguiente se marchó y prometió regresar cada domingo por mí. Lo vi alejarse lentamente y no sentí tristeza, él sonreía y yo sabía que todos estaríamos mejor, pues ya no fingiríamos ser una familia.
Ese día no dejé de pensar en qué era la libertad y cuáles eran sus limitaciones. Creía que ahora mamá y papá eran libres, ella de vivir inmersa en una falsa realidad y él de crear una. ¿De qué sería libre yo?, me pregunté por horas, me pregunté por años. Ahora lo sé, fui libre de continuar observando lo que no debía observar, de coleccionar mentiras, de verlos sufrir. Ahora lo sé, habíamos desarrollado una suerte de tolerancia al sufrimiento, habíamos desnaturalizado la verdad.
Extrañé el olor a pollo asado que comíamos cada sábado, los discos de The Cure todas las noches, sus imitaciones a Miguel Bosé. Lo extrañé lejano, silencioso, reservado y arisco. Nos extrañé mirándonos frente a frente en el sillón amarillo.
Papá ya no estaba aquí y cada día se alejaba más. Mamá ya no estaba, habitaba otras dimensiones. Abuelos estaban aquí, cocinando lentejas con cebolla en escabeche y amando en cada detalle. Yo estaba ahí, descubriendo nuevas mentiras, transitando lejanías y extrañeces.
Después de ahondar en el pasado pienso: es difícil. Es difícil amar y desconfiar, mentir y obviar, ocultar y amar, creer y no creer, amar y sospechar, mentir y seguir mintiendo. Es difícil y ahora entiendo a mamá. También me mintieron y elegí permanecer en cimientos firmes pero falsos. Aún conservo mi super poder, oculta entre la oscuridad y el silencio me pregunto si existen las segundas oportunidades.
Sobre la autora:
Marcela Astudillo.
Instagram: @m.astd
