Pequeños destellos de urgencia de una madre en la madrugada

La escritura demanda su tiempo como una cría que pide su leche. Pero a la escritura le digo: no, ahora no, ahora tampoco. A la escritura le pido: conformate con lo que te doy.

¿Cuánto es suficiente para la escritura?

Nunca es suficiente. Se necesita una vida para escribir lo que se quiere escribir, una vida de otra vida de otra vida. Una casa. Un trabajo. Una herencia. Un tiempo que se estire como chicle en la boca abierta de comer silencio.

¡Dónde quedan las correcciones! ¡El dar con la estructura! ¡La fantasía de otras formas!

Pero el animalito que crece de mí pide leche de mí. 

Las voces, las tramas, el ritmo cruel que repito en los sueños.

Y la escritura mía se echa a dormir, perro rabioso en el parque de los días.

Guau guau guau, dice la escritura atada a mi tiempo, atada a mi cansancio. Cortan el pasto, otros perros se acercan, babean, muerden su cola. En mi escritura perro se activa el ruido mental y perro exige escribir. Con ruido se escribe, sin ruido se escribe igual.

Las madres con perro le dan de comer primero a la cría después al perro, le digo a la escritura que saca la lengua y repite repite repite: guau. 

Nunca no hay ruido.

Le prometo todo mi futuro como a una novia, pero todo mi futuro no existe. 

Voy a tener que decir, decir es decirme: lo poco que puedas escribir está bien. Si lo poco no es suficiente, no importa. Qué lindo día, mirá, salió el sol. Lo poco es. 

Suficiente para quién.

Para mí. 

Las madres le dan de comer primero a la cría, después a ellas, responde la escritura. A veces responde, pero la mayoría de las veces incrusta preguntas grandes como todo el océano. Y yo madre pez perdida, qué supe de este error de vivir sino pura emoción y miedo.

Una pregunta es una respuesta con otro tono.

Una pregunta es un perro con hambre.

Una pregunta es una cría que pide leche y una escritura atada que quiere correr con los perros.

La tormenta de la primavera desata en las flores su espíritu de locura: florecer, florecer, florecer. En la madrugada, una chica va al baño y hace pis. Un líquido se distancia intruso y dice: esto no es pis. La chica mira el líquido y como un perro que olfatea a su dueño, su corazón se hace tambor: toc toc toc toc. Sostiene el gesto en el espejo. Qué hacer: se pregunta el espejo en su gesto. Será la hora de habitar el no saber con la precisión de un hada. La panza enorme anuncia el comienzo de una nueva vida, qué entusiasmo y qué miedo, desprender la piel, imitar la creación de una serpiente, de la cola a la cabeza,

mudar de piel mudar de casa mudar de país mudar de voz de raíz 

(pero la historia no muda. La historia abraza hasta dejarnos sin aire). Dejarse hacer. Dejarse desatar dentro una tormenta y que el espíritu de la locura avance como los espíritus avanzan en la noche, a las corridas. A las corridas que el espíritu de la locura te traiga de mí a mí, Animalito. De mí al mundo, de vos a vos.

No, mejor despacio. 

Que vengas a este mundo tan despacio y te vayas de mí tan despacio que por un momento vamos a ser ese signo de pregunta echado para siempre sobre nosotras como un rayo que atraviesa todo. La casa, la vida, el cuerpo, el paisaje, el trabajo, las amigas, la certeza, el cielo. Un libro, un vínculo, una infancia. Y como un rayo alrededor la historia el destino su desvío se electrifica. Materia opaca de energía de pronto luz, de pronto sombra que recuerda. Recordarás, dice el rayo, este momento y no será suficiente la nostalgia no será suficiente el lenguaje. 

A ver, Animalito, vamos a inventar un nuevo lenguaje. Donde las hormigas nos acompañen a la tierra de las palabras. Donde las ramas sean sostén y movimiento. Y los colores prometan amistad y noviazgo y juren maternidad y lealtad al pensamiento.

No, que nadie jure nada, Animalito. 

Vamos a inventar esta intimidad que ya es un lenguaje hecho de latidos: te voy a conocer a vos y vos me vas a conocer a mí. Un lenguaje hecho antes del lenguaje.

Antes estamos reunidas en la casa de mi madre y yo guardo un secreto. Durante el almuerzo, miro con distancia a esa familia que es la mía e intento no involucrarme. Soy una extranjera que está aprendiendo el idioma de nuevo. Me toco la panza, sé que crece y respira tibio, es calma secreta que promete imágenes. En la televisión anuncian que las escuelas van a cerrar por un virus. Con mi abuela hablamos de los ingredientes de la torta y esa va a ser la última vez que estemos juntas sin miedo a morir.

No puedo no puedo no voy a poder. No, no puedo, por favor no puedo. 

Como un charco dejo que vengas a mí y busco encabritada que esa fuerza me dé un pedacito de donde agarrarme. Pero agarrarme de nada va a ser lo único que consiga y ahí va a empezar esto que llamamos nuestras vidas. 

Mirarte. Mirarnos.

Antes, ¿hubo un antes acaso? 

Todo el pasado mío lo voy a hacer, de espaldas, un manojo de piedras y voy a ignorarlo como si pudiera ignorarse la erupción de un volcán. Volcán va a decir: volvé, te extraño, dónde está tu personalidad, tu convicción, soñá, soñá, exigí tu material onírico, enjuágate los gestos en la lava de la juventud. 

Pero vos, animalito que crece de mí, cachorro al que le doy de comer de mi sangre, vas a estar y a ser el presente.

La carga mental de una madre es una bolsa en el pecho que nadie ve. Es la basura que una casa desprende sin amarre. Es una idea preciosa desechada en un día de sol. Es un ritmo que marca la frontera entre un corazón y las palabras.

Repito la canción que escuché cantar a mi mamá, de chica, acunando a mis hermanes. No escucho mi voz, es la voz de mi mamá que se hace eco en mi cuerpo años después. Durante mis primeros meses de crianza, voy a ir oyendo voces como si mi cuerpo fuese un instrumento que hace sonar los ritmos de otras historias. Yo estoy en otro lado, no en mi voz, ¿pero dónde? 

Por ahora soy una nube que sube y se desarma como un algodón o un fantasma, una nube que sostiene una nube más pequeña.

Un copo de nieve o el fruto de un plátano que la ventisca lleva y trae y va directo a los ojos.

Dejo que las voces suenen en mí con delicadeza. Es una música que todavía desconoce la fuerza de sus miedos, el bicho al que despierta en el otro cuarto y dice: recuerda el rayo.

Las voces irrumpen y otra voz se construye con mi observación: una voz que libera. De a poco, habla. Con otras. Arma relato, roto. Dice sí y no. Dice no sé. Confío en su pequeñez y en su asombro, en su forma de estar cuando puede. Noto que es la voz que el bebé despierta en mí: gracias.

La palabra madre se parece al encierro, dice un año después la chica entre sueños sin soñar. 

Qué entusiasmo y qué miedo.

Encerradas las percepciones se distorsionan. 

Los objetos cambian de lugar o son familiares que mueren.

Un sentimiento se vuelve duro, roca.

Y las rocas golpean en la laguna del pensamiento.

¿Y las amigas?

Las amigas son esa pregunta que cambió de tono. O una respuesta que se fue: una cara que se da vuelta a mirar para otro lado. En otro lado hay más luces y la música está fuerte y el entusiasmo responde a las palabras. 

La falta de contacto una visión de otro contacto con una misma. 

Aprender la textura del cuerpo, el ruido, su opacidad.

Insistir en que donde hay miedo hay posibilidad.

La maternidad: dos puertas que hay que abrir. 

Y dejar abiertas.

Los pósters de los ángeles tiemblan con la correntada, pero las cajitas siguen cerradas como antes: minúsculos templos por donde el aire se sacraliza y, como todo, sacramento exige. Que tapiemos las ventanas interiores que dan al corazón, pequeña planta de mucho riego, y no dejemos salir lo que hay que dejar salir. Una señora habla por teléfono y le cuenta a sus amigas sobre una película que vio, donde podía sentir, gracias a las escenas de paisajes, que estaba en otro lugar. Otro país. Gracias, películas. 

En el país de las madres, los paisajes son un desorden que hay que ordenar.

Voy a ordenar este desorden, sin guardar sin guardar.

En el país de las madres se hacen esfuerzos por nombrar y romper lo sagrado, pero sin dañar al animal. Nombrar mientras se ríe a carcajadas.

¿Cómo se rompe con el menor daño posible?, se pregunta una madre. 

Corta las uñas de su bebé cuando duerme. Manda cartas donde incrusta imágenes de las enciclopedias. Practica nuevos peinados, ninguno es suficiente. Un día se deja de preguntar y observa con ojos de niña prestados, bebé conduce de ahora en más: una flor violeta, la tapa de un frasco, el canto de un pájaro, un poco de arena seca que se deshace de las manos como lluvia, un poco de agua que cae en la arena seca y se vuelve mojada, textura en la boca, la luna, hola luna, hola estrellas, el corazón y la panza.

Me pierdo en la escritura como me pierdo en los hechos como me pierdo en el género como me pierdo en mi vida. Una imagen reclama su mirada y eso hago: miro una rama pequeña parada como una bandera en una montaña de arena. 

¿Como una bandera? 

Mis asociaciones están colonizadas por la búsqueda de sentido.

Un pensamiento es una imagen que hierve en el borde del resto de las imágenes. Imágenes de una vida.

Una imagen puede hacer temblar una vida.

Te miro y te miro y soy la obsesión de mirarte y tiemblo.

Animalito, cachorra, mi pequeña bolita que llegó con la tormenta, miro la rama, busco en la rama solo la rama, eso te prometo: que la rama sea rama y esa otra cosa venga con vos.

Susurrar es una fuerza. 

Una madre se acerca a un niño en el arenero y le dice: en un ratito nos tenemos que ir. El niño empuja la arena enojado. Los pájaros pasan por el cielo optimistas de dirección precisa. Perros acostados en el pasto buscan sus límites en las marcas que salpica el sol entre los árboles. Una madre susurra y la ventisca mueve los frutos de los plátanos. La fuerza es un fruto que llega a los ojos y enloquece al cuerpo que busca un lugar donde descansar. Los ojos lloran, la garganta pica, la cara roja. 

Escribir es un fruto, una madre, un susurro que acompaña el corazón de otra fuerza.

Una señora abre la ventana para que el viento le despierte la última capa de la piel. Los árboles sonríen en dirección a los rayos del sol y ella imita la sonrisa como le enseñó su madre: sonreír es un llamado a la esperanza, es signo de sostén. Algo pincha y mejor mirar para otro lado, distraerse adivinando el clima de hoy: qué pasará en el cielo, hacia dónde van las nubes. Todavía distraerse es posible, todavía lo monótono es un ritmo nuevo, un entusiasmo por recuperar. Recuperar lo propio, el corazón del hogar, su calor. Café y regar las plantas, la pequeña huerta que tiene en el balcón: tomates cherrys y pimientos. Los toca para ver cómo están, aprendizaje de su infancia en el campo. Un chorro de agua para la tierra seca. Poco ha quedado de esa niña que escupía leche de vaca en el banco del establo por asco y a escondidas de su mamá, pero cuando cuenta las anécdotas, algo pícaro dispara de su voz lo que se vuelve refugio: la infancia es un lugar en el cuerpo, un gesto que queda. 

Habrá que hurgar en los gestos de la cara, probar movimientos a solas, insistir en eso extraño que es mirarse en el espejo, en las fotos. 

Ir a parar al mundo interior, ese reservorio de fuerzas inventadas.

Más tarde, el miedo a respirar.

A que el aire entre en los pulmones.

Confinarse. Agarrarse de lo propio y hacerse bicho bolita. Sostener el espacio íntimo y compartido y defenderlo a capa y espada. Cerrar las ventanas. Cerrar las puertas. Entrar a las corridas como si el afuera fuese lava hirviendo y echar las bolsas del supermercado en la mesada, que queman, ay ay ay. Lavar todo con lavandina y ponerse alcohol antes y después y por las dudas entre medio. Vivir de la cocina al baño y del baño al cuarto y agradecer un rayo de sol. Prender la computadora y mirar como se miraba a los perros, con la nostalgia de no tener otro cuerpo, con el deseo de escupir baba por diversión. Cae la noche y el silencio es una lanza que esquivamos con suerte: mirar ofertas, comprar almohadas, leer recetas.

Qué voy a hacer con el miedo, qué voy a hacer con todo esto, qué vamos a hacer.

Mirar cómo las personas se mueven y levantan cosas y dejan cosas y se ponen cosas.

Una persona es alguien que hace con las cosas un vínculo.

A veces una persona se acerca a hablarnos en un idioma que da asco. 

Voy a intentar hurgar en los hechos como una ardilla hambrienta.

Los hechos, un fruto seco que descascarar con los dientes.

Dientes afilados son disponibilidad para perder el miedo.

El miedo, por favor, ese extraño que se para en las puertas y pide pasar.

¿Lo dejamos pasar esta vez?

Un pasillo largo

se abre

a la velocidad con la que el camillero nos lleva

desprovisto de todo afecto

me aferro

con la fuerza de las piernas

a la locura frágil de un relámpago.

Apago la luz. Tomás de mí. Te susurro una música. Mi mente ensaya caminos dispuesta a arrasar con toda idea de seguridad: la seguridad es un patovica que custodia y se vuelve contra una, una palabra grande que no deja pasar, que pide documentos dentro de una, que revisa la historia y el corazón y dice quién sos, quién sos. 

Yo, posesa de la supervivencia con vos, nunca supe de este miedo diseñado para las madres. Miedo que parte de los hechos y va en todas las direcciones, que nos parte de los hechos que nos parten y va del parto a todas las partes.

Una mujer de la que no conozco ni su nombre, que irrumpe en nuestras vidas por casualidad la noche de mi parto y se encamina, sin rodeos, a mi cuerpo nuestro. 

Una mujer con un título y con una posibilidad: meterme los dedos para inducirme sin pedir permiso ni dar explicaciones el parto. Medicarme, medicarnos, para que Animalito salga de mí. 

Animalito, ¿cómo estás ahí adentro? Perdón. Acá duele mucho. No quiero que te vayas de mí. No así. Esperá un poquito, por favor. Todavía no caminamos lo suficiente las dos, en este cuerpo. Todavía no te llevé a conocer el jardín japonés en este cuerpo. Todavía no nos abrazamos lo suficiente las dos al viento mortal, a la alegría de tu papá. 

Dedos con guantes transparentes y las uñas pintadas de rosa, preciosas uñas de partera que después de estar en mi útero tocan el celular para mandar mensajes.

Qué son esos mensajes. Qué dicen. Qué conversación está por encima de esta tormenta de mujeres a punto de parir.

Me animo a decir: por favor, quiero que entre mi novio, está afuera, por favor.

Alguien dice: protocolo.

Alguien dice muchos meses después: hay una ley para exigir estar acompañada.

Alguien dice muchos meses después: ¿escucharon hablar de “herida primal”?

Alguien dice dentro mío: la soledad fue un pacto por fuera de nosotras, contra nosotras y dentro de nosotras.

Una mujer que me abre a la fuerza cuando el animalito que duerme en mí se despierta y ruge por salir. Puro león, pura bravura: di de comer pura locura, pura fuerza enloquecida. Animal de mi vida, quise traerte con suavidad a este mundo, perdón. Pequeño animal de mi vida. 

Una mujer me desgarra, desgarra los hechos, la historia de mis días y de mi crianza, y luego me aparta de mi propia intimidad para que yo, para que nosotras, asistamos al resto de los hechos míos nuestros como una extranjera, extranjeras, de mi cuerpo y de mi mente y de la aguja que entra por la piel más suave y hace su trayecto como si cerrara un diario. Me cierra la herida y festeja. 

Animalito y yo en un pasillo a oscuras durante horas, solas, como dos niñas viudas en un jardín contaminado susurrando la palabra “casa”.

Hija.

Escribir duele.

Enceguece. Te agarra de imprevisto como una contracción y no hay información que te aparte del dolor presente. 

Es el cuerpo que habla, que no sabe cómo estar, cómo estarse. 

El cuerpo que derrama, hace pis, desarma y retiene, practica posturas mientras otros pasan y dicen: quedate quieta, callate, esperá. El cuerpo que desborda posibilidades mientras el mundo satura y satura y satura el cuerpo que intenta marcar límites y a la vez

desconoce todo límite y se expande y tira y grita y ruge y no sabe qué hacer con la locura

sino domesticarla y pide por favor por favor por favor yo así no puedo,

pero de pronto sí, de pronto se puede, de pronto hay algo pequeño que detenerse a decir, hay alguien ahí pidiendo susurro, palabra, mirada, sostén.

Estás vos y está la escritura, por suerte. Están las dos una para la otra y yo

que las abrazo y las envuelvo y las cuido,

como puedo. Con el tiempo que no se estira. Con los días

que no terminan. Con el azar además del deseo, esa fuerza que desarma de imprevisto.

Viene el sol y nos saluda: nosotras acostadas y por la persiana pedacitos de sol que salpican en la pared blanca. Vos abrís los ojos y sonreís. Señalás con el dedo el dibujo de luz y decís oh.