Taller

[Primer lugar concurso literario 2023, categoría cuento]

Me acerco cojeando con la bici al lado y apenas me ve, el pastero que estaciona los autos me pregunta qué me pasó. Le apunto hacia abajo y me subo un poco el short para mostrarle la rodilla. Un círculo entre negro y rojo, pero más negro que rojo, se asoma. La herida que tengo está tan oscura que cuesta distinguir bien qué es hasta que uno se acerca harto. De lejos es una mancha negra que bien puede ser una quemadura o un lunar grande. Un círculo espeso, igual de negro que los ojos del pastero que se acaba de pegar una fumada. Me dice:

―Chaucha, compañero, le anduvo fallando la máquina.

Le digo que sí y le muestro la cadena de la bicicleta. Se me cortó dos veces, arriba y abajo, a la misma altura. Ahora ando con dos pedazos de cadena apoyados en el marco de la bici. El pastero me pregunta si la llevo al taller del persa y yo lo agarro pal hueveo:

―No, si la saqué a pasear. Tenía que tomar aire por la rodilla.

No entiende la talla y me cambia el tema naturalmente. Como si yo fuera otra persona resetea la conversación y estira la mano. Tiene una palma sucia y callosa, toda áspera. Cualquiera podría sacar la capa de callos como si fuera cola fría seca. Y aunque la tiene toda cochina, su palma es mucho más blanca que el reverso del brazo. El codito hirviendo le tiene todas las puntas de los dedos quemadas. Me pide unas monedas y le digo que a la vuelta, si me sobran. De nuevo se resetea y se va. Le grita a un viejo que sale del estacionamiento que se quiebre.

Medio cojo entro al persa donde el pastero hacía de guardia y unos viejos que están tomando el sol se ríen un poco. Son como unas lagartijas sentadas en una banca. Frente suyo hay un local que vende tornillos y cosas para maestrear. Es una ferretería chica que tiene la vitrina donde se recibe a la gente llena de tuppers con distintos pernos, tuercas y tornillos. Me acerco a ojearlos y veo de reojo que los viejos me repasan entero. “¿Qué anda buscando?”, dice uno y entiendo que son los dueños. Le respondo:

―Nada. Ando buscando un taller de bicicletas que me dijeron que había acá.

Con el dedo me dicen que más allá y se siguen riendo. Recorro el pasillo principal mirando las galerías que lo atraviesan; todas cerradas. Las cortinas metálicas están abajo tapadas en polvo. Pienso que la capa de tierra es como otra puerta más, que hay doble protección. De repente escucho el ruido de una radio; un aparato viejo transmite un partido con estática. Me paro un rato a distinguir si es la retransmisión de un partido antiguo y la radio escupe un “pase para Haaland” clarito. No me acordaba que hoy jugaba el City. Unos ruidos pisan el relato del partido y ya no puedo armar la jugada. Escucho que hablan fuerte. No es una discusión, pero no alcanzo a distinguir qué dicen las voces. Parece que son haitianos porque los sonidos me suenan redondos y hacen las mismas pausas que hacen cuando mandan audios en la micro. De repente retumba loza que se choca con el piso.

Llego al último corredor y veo que el taller ocupa tres cortinas de largo. El partido se vuelve a aclarar. La radio adorna el local, pero no encuentro a los haitianos ni la loza quebrada.

Hay un montón de hombres esperando con sus bicicletas. Es como la sala de espera de un consultorio. Traen a sus bicicletas enfermas y me doy cuenta que les hacen cariño. Uno le pasa la punta de los dedos de un extremo del manubrio a otro; la acaricia y creo que le murmura algo, pero no me quedo viendo. Paso con la cabeza gacha para que no me vean con la sonrisa. Más allá están los doctores operando.

Me quedo tonto y los miro sin disimulo. Los dos trabajan en una misma bicicleta, pero se mueven como una sola máquina. Mientras el más viejo martillea, el otro sigue los golpes con la cabeza y le recibe los fierros finos y largos. Están cambiando los rayos medio oxidados de una llanta trasera. Son unos cincuenta, pero van tan rápido que en cinco minutos ya están en la rueda de adelante. La dejan al lado como reposando y llaman al siguiente. Así van despachando a todos los que están antes que yo. Incluso cuando hablan lo hacen como si fueran un solo robot: se completan las frases, hacen los diagnósticos juntos y repiten dos veces las soluciones, una para ellos y la otra para el dueño de la bicicleta. Sigo con cara de hueón cuando dicen que me toca.

Me dicen que la cadena se rompió porque le faltaba aceite y que le pasa lo mismo que a los elásticos que están mucho tiempo al sol, se ponen tiesos y se rompen. También se ríen cuando les cuento que me saqué la chucha y les muestro la herida; no son tan sintéticos como se ve de lejos. Son diferentes cuando hablan con uno: el viejo es más cálido y me mira con atención, me da consejos para que la herida sane mejor, también me cuenta que hace poco se cayó de su bicicleta y estuvo yendo al hospital a que le curaran las heridas. El otro, el joven, es más duro, no es tan cercano y me habla de los repuestos más baratos para la bici. Me causa gracia que con un poco de conversa ya me hagan descuentos.

Casi sin meter bulla, aparece un pastero por el costado del corredor principal. No es el mismo que me saludó cuando llegué al persa, este tiene una bicicleta. Saluda a los mecánicos y los identifica: el León y Leíto. No me había dado cuenta de su parecido y me siento más hueón por no reconocer que eran familia. El pastero de la bicicleta les habla con cariño y les pide algo, no le entiendo porque habla mal, como si tuviera la lengua hinchada. El viejo León corre y se mete a una caja donde hay basura, le saca una soga roñosa y se la pasa. El pastero le da las gracias, se acomoda en su bicicleta mini y se va. No quiero preguntarle al viejo León para qué la querrá, pero parece que es común que se pase pidiendo cuerdas. De la nada el viejo me cuenta:

―Por acá vienen muchos pastabaseros y siempre nos piden basura. Por unas monedas les inflamos las ruedas de las bicicletas que se les pinchan. ¿Te has dado cuenta de que los pasteros siempre andan en bicis chicas, como de niñitos? Pero se las arreglan para subirse y andar bien. Su cuerpo se acomoda al porte de la bicicleta, se hace como más chico y así no tienen problemas. Intenta andar en una bici de cabro chico, vai a parecer un payaso ―sonríe―. Vienen a reparar sus vehículos antes de irse a comprar en la noche. Son bien responsables con las bicicletas. Hay que darles siempre que pidan algo poco, es mejor tenerlos de amigos y que se digan entre ellos pa que no nos cogoteen.

Lo escucho con una sonrisa. El tener a los gatos y a los pasteros de amigos lo escucho siempre.

Vuelven las voces lejanas y fuertes y los platos quebrándose.

―Estos haitianos culiaos no se callan nunca ―dice el Leíto. Al final tengo razón, eran haitianos―. Hablan más fuerte que la cresta y son súper escandalosos. No sé de dónde sacan tanta loza pa romper. Hablan y se rompe algo, es costumbre.

―¿Tienen su local acá? Los sentí cuando llegué, pero no los pude ver.

―No, si están en el peladero de atrás. No tengo idea qué harán. Un día llegaron y al otro ya se pusieron a romper platos.

Me río con más soltura y ellos siguen relajados. Mientras hablaba con el hijo, el viejo se había encargado de ir a buscar una cadena nueva y ponerla en la bicicleta. Cuando me vuelvo a verlo ya está engrasando los platos y los prueba. Ahora lo imagino como un fantasma, rápido y poco bullicioso.

Tenía miedo de que me cobraran una cantidad ridícula de plata así que salí de la casa con veinte lucas. “Serían cinco luquitas”, me dice el viejo León. Aún mantiene la sonrisa en la cara que no se le ha escapado desde que nos saludamos. Le doy la mano con gusto y me despido. También me despido del Leíto que ya se estaba comprometiendo con otra bicicleta y se olvidaba de mí. De repente me acuerdo del pastero de la salida y me vuelvo al viejo. Le paso un billete de luca y le pido si me lo puede cambiar por monedas. “No le des monedas a ese hueón. Le anda pidiendo a todo el mundo”, dice, porque captó al tiro que el pastero me había calzado. Me cambia el billete igual y con un gesto de la mano me despido. Está oscureciendo, el partido terminó hace rato y los haitianos bulliciosos ya les dieron tregua a los platos; no se escucha ni uno de los dos. A la salida del persa veo que los autos que estaban estacionados en las veredas buscan salir, todos a la vez. Nadie se pone de acuerdo y las bocinas suenan unas sobre otras. El pastero sería como un director de orquesta calmando los bocinazos, pienso, pero no hay rastro de él. A un costado de la salida del persa, donde el pastero estaba sentado un poco antes de que saliera a recibirme, veo un vaso de plástico con un montón de monedas de diez y cincuenta pesos. Me acerco al vaso y le dejo la luca en monedas de cien. Subo a la bici porque la rodilla me duele caleta y pego la mirada atrás. Ya no suena nada, ni los bocinazos ni el traqueteo de la cadena.