[Primer lugar Concurso Literario Escolar 2025, categoría cuento]
Un sueño repetido en una mente antigua. El momento se repetía una y otra vez en su mente, desde que lograba cerrar los párpados hasta que se abrían nuevamente con el sonido de la alarma que emitía el reloj, al lado opuesto de donde Santiago dormía. No podía evitar rememorar ese fatídico accidente que cobró la vida de una persona.
Cada detalle de ese momento permanecía grabado en su mente de una forma anormalmente nítida: el grito de la goma de los neumáticos contra el asfalto, el sonido de la bocina… Una… Dos… Tres… Cuatro… Cinco veces, acompañadas de gritos, antes del impacto, luego un silencio sepulcral que no lograba romperse ni siquiera por el eco de la entrecortada respiración de Santiago, ni por la leve y agotada respiración de Lucía, la mujer que lo había acompañado por más de 45 años de matrimonio. Esa cantidad de tiempo sí la tenía clara en su mente, pero no lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde aquel día. Y, aun así, el peso de la culpa seguía oprimiendo su pecho como una mano invisible.
Había intentado olvidarlo, pensar que no podría haber hecho nada de forma diferente para evitarlo, convencerse de que no fue su culpa, sino del joven que iba como piloto en el vehículo. Al menos, eso era lo que decía el veredicto después de ese juicio que se sintió eterno. Sin embargo, las noches eran implacables, y el sueño, siempre igual, lo arrastraba nuevamente a ese momento como un cruel recordatorio de que lo había perdido todo y no pudo hacer nada para evitarlo.
Esa mañana, al apagar la alarma e incorporarse con lentitud, sintió que algo había cambiado: un detalle apenas perceptible en el aire, como si algo más estuviera haciéndole compañía desde algún rincón de su habitación.
El día transcurrió como un río lento y denso, arrastrándolo a través de una rutina que, a su parecer, ya no tenía sentido. Santiago preparó su desayuno, pero la comida no tenía sabor, y el café se enfriaba en la taza mientras miraba por la ventana de la cocina. Afuera, el mundo seguía adelante, indiferente al peso que sentía, que lo aplastaba cada vez más.
A lo largo del día, la sensación de compañía se volvía más y más intensa. A veces era un murmullo suave, como el roce de una brisa en la piel. Otras, un olor familiar: el leve perfume de frutos rojos que Lucía solía usar hasta su último de sus días y más todavía, Santiago giraba la cabeza en busca del origen de esas pequeñas muestras de presencia, pero daba igual hacia dónde mirase: se encontraba solo.
Por la tarde, el cansancio lo venció. Se recostó en el sillón donde solía sentarse con Lucía para hablar de todo y de nada. Cerró los ojos y sintió un calor tenue en su mano, como si alguien entrelazara sus dedos con los suyos.
Esa noche, al acostarse, por primera vez en varios días, tal vez incluso semanas, el sueño llegó rápido y sin resistencia. En sus sueños, volvió al día del accidente, pero esta vez algo era distinto. Lucía estaba allí, mirándolo con una sonrisa afable, como si quisiera decirle algo que él no podía comprender del todo.
Cuando el reloj marcó las 1:37 a. m., su batería llegó a su fin y se detuvo para siempre. En la cama, Santiago se encontraba inmóvil, con el rostro en calma. Finalmente, había encontrado la paz que tanto buscó desde ese día que le arrebataron mucho más que a su esposa. Y en algún lugar de la habitación, quizá el rincón más silencioso o tal vez en el lado de la cama más cercano al reloj, un tenue susurro se desvanecía: “Ya estoy aquí, amor”.