Temía los momentos en los que nos quedábamos sol[a]s, es decir, las noches […].
Annie Ernaux
Mamá nos plantó la semilla del miedo el año 1999. Yo tenía nueve, mi hermana cinco y mi mamá no sé. La verdad es que nunca he sabido su edad. Cada cumpleaños tengo que volver a preguntarle para volver a olvidarlo. En general no soy buena con los números. De ningún tipo. Nunca sé el precio de las cosas, la conversión de grados Fahrenheit a Celsius, ni las edades de las personas. A mí me gusta haber nacido en 1990, ese cero al final me facilita el cálculo para recordar a qué edad me sucedieron ciertas cosas. Por eso sé que tenía nueve años cuando mamá empezó a asustarnos.
La primera vez que ocurrió estábamos de vacaciones en el sur. En ese tiempo vivíamos en Santiago y nos íbamos las tres todo el verano donde nuestros primos. Papá nos dejaba el 26 de diciembre en la Estación Central y las horas en tren pasaban rápido jugando cartas con otros niños. No lo extrañaba. Entendía que solo lo veríamos un par de fines de semana durante esos dos meses y eso era suficiente. Entendía, también, que los papás tenían que trabajar durante el verano porque veía al resto hacer lo mismo. Deducía que ellos no merecían vacaciones tan largas como las mamás.
Veraneamos en diferentes casas. Nos turnábamos. Las dos primeras semanas nos quedamos donde la tía Ruth, las tres últimas semanas donde el tío Luis en el campo y entremedio nos íbamos a la casa de La Higuera. No molestábamos en ninguna de esas casas. Al contrario, siempre éramos un acontecimiento para nuestros familiares. Por lo menos así lo sentía yo. Nos podríamos haber quedado los tres meses completos donde la tía Ruth (lejos, mi casa favorita, por la piscina y la comida rica todos los días), pero a mi mamá no le gustaba molestar. A pesar de que nadie nos decía nada ni nos ponía mala cara.
En la pausa de “no molestar”, nos íbamos por un par de semanas a La Higuera. En esa casa no vivía nadie. Nunca entendí por qué y tampoco pregunté. Quizás era muy grande y no todos los hermanos de mi mamá querían venderla.
No sé si odiaba esa casa por la infraestructura o porque mamá se transformaba en algo que nadie más que nosotras podíamos ver. Las puertas crujían, al igual que el piso de madera. Mamá no cocinaba y en el refrigerador solo teníamos leche y mantequilla para el pan fresco que comprábamos cada mañana. Había más de siete piezas pero mamá nos obligaba a dormir las tres juntas en la más pequeña.
Aunque la noche no llegaba hasta las ocho y media, nos encerrábamos con un pestillo improvisado a las siete. Mamá ponía Sábado Gigante bien bajito y con mi hermana jugábamos a las barbies. Hacía calor pero mamá no abría la puerta ni la ventana. Decía que prefería sofocarnos a que alguien entrara por allí. Mi hermana gritaba y se quejaba por eso. Observaba a mi mamá cada tanto salir de la pieza, mojar unos paños en el baño y ponerlos sobre sus pequeñas mejillas rojas. Yo permanecía callada. Evitaba el conflicto a pesar de que, como ella, quería salir y correr libre por los pasillos de esa casa. Cuando mi hermana no se callaba, mamá agarraba su pelo con fuerza y ponía su cabeza sobre la almohada. Te callas —decía— que allá afuera nos escuchan. Hacía esto hasta que entre sollozos lograba quedarse dormida. Sin apagar la tele ni la lámpara del velador me decía buenas noches con una voz suave y tierna, pero yo no podía dormir. Me quedaba mirando fijo el cierre de transmisiones.
Imagen: El caos en armonía n°1 (2001), de Dominique González García, óleo sobre papel, 28,5 x 21 cm.