Valeriana

Un portazo me sacó del sueño. La habitación estaba oscura, solo se infiltraban unos tenues rayos de luz provenientes del único poste de luz bueno del pasaje Los Naranjos. Miré el reloj y eran las dos de la mañana. ¿Quién más iba a ser, si el toque de queda partía a las once y todo empezaba a morir a las seis de la tarde cuando el último rayo de sol era absorbido por el cerro que marcaba el inicio de la ciudad? ¿Quién más iba a ser, aparte del Richard?

Posterior al golpe, se escuchó otro golpe y unos lamentos. El sillón. Se había tropezado con el sillón como todas las noches en que llegaba borracho, apenas caminando y con la billetera vacía.

*

Tenía la tele prendida cuando una mujer de camisa verde con tigres, mirada cansada y cabello corto, anunció que la ciudad pasaba a cuarentena el jueves. «Tienen que quedarse en casa» recalcó la mujer. Sentada en el sillón solo atiné a taparme la cara mientras digería la noticia. Tendría que quedarme encerrada con él, justo cuando me habían ofrecido una buena pega. 

Como nunca, las agujas del reloj avanzaron rápidamente. La tarde se pasó en minutos, ya eran las siete y estábamos tomando once. Mientras untaba la mantequilla en la hallulla tostada, el Richard cambiaba la tele reclamando que todos hablaban lo mismo y Antonio terminaba las tareas en el borde de la mesa, dejando migas de pan entre las páginas del libro de matemáticas. El Richard decía que del packing le habían dicho que iban a salir más temprano, que ya se estaba terminando la fruta y que unas semanas después lo volverían a llamar, cuando empezaran con los limones, nueces y pasas. Al menos el trabajo le mantenía la cabeza ocupada, pero esas semanas sin hacer nada eran aviso previo de lo de siempre. 

El primer día de cuarentena transcurrió tranquilo. El Richard salió en bici cuando faltaban quince minutos para las ocho y media, mientras que Antonio estaba sentado en el comedor en clases. Solo a ratos se escuchaba su voz: «se escucha», «gracias, profesor» y «presente» era lo que más  repetía, junto con algunos monosílabos. Sin nada que hacer, me acosté en un sillón del patio y me quedé dormida. 

Con Antonio en el computador y el Richard trabajando todo el día, era como tener la casa sola para mí. Los primeros días hacía aseo temprano, inventaba recetas nuevas y veía tele en la tarde. A veces encendía la radio, escuchaba cómo llamaban mujeres parecidas a mí y contaban sus problemas. «Tengo tanta suerte», pensaba a veces. No pasábamos hambre, teníamos casa propia y, aunque cada vez tenía que gastar menos en verduras, el no poder salir se transformó en una comodidad. El estar sola en casa me resultaba tranquilizador. 

A veces venían vecinas y nos quedábamos conversando un rato en la reja de la casa. Al principio algunas iban sin mascarilla y otras fumaban, pero después de ver el número total de casos de ese día, todas empezamos a usar las mascarillas. Hacía trabajos de costura y, como todas llevábamos años en la misma población, nos teníamos confianza. A la hora de juntarnos era cuando entregaba algunos trabajos y aprovechábamos de conversar. Marta, la de la casa esquina, traía su propia silla y se sentaba al sol, echando miradas hacia su casa a ratos. 

Con el paso de los días, el patio de la casa se transformó en mi lugar favorito. Era chico, pero en verano se podía armar una piscina pequeña y bajo un toldo teníamos unos sillones viejos y una mesa en la que almorzábamos cuando hacíamos asado. En el living había una foto de cuando nos entregaron la casa y plantamos el primer árbol. Ahora el árbol tenía el triple de tamaño y estaba acompañado por diversas plantas con flores, antes todo era tierra suelta.

Durante la compra semanal que hacía en la feria me encontré con Sandra, una exvecina. Ahora vendía plantas, hierbas y semillas. Después de separarse, había instalado un pequeño invernadero en la casa de sus papás en el campo. Con el tiempo y la libertad se le había ocurrido. Conversamos un rato, me contó que su papá había fallecido hace unos meses y que las hierbas le habían servido para sobrellevar el proceso. Dijo que su mamá, ahora viuda, tenía ataques de pánico y le costaba conciliar el sueño, pero que, gracias a ella, ahora dormía toda la noche y se sentía más tranquila. La miré un tanto incrédula, pero ella aseguraba que era verdad. Me dio su número nuevo y me regaló unas bolsitas de té de manzanilla; yo le compré dos plantas que me recomendó: jazmín y valeriana. 

El sábado le pedí prestado el computador al Antonio. «El estado de ánimo depende en gran medida de lo que percibimos a través de los cinco sentidos y el té de jazmín funciona directamente en dos de esos sentidos para elevar el estado de ánimo y aumentar la relajación» decía en una página. Sobre la valeriana, decía que es «utilizada por su acción tranquilizante, relajante e inductora del sueño, es una planta que actúa como un agente sedante». Sandra vivió en la casa pareada con la nuestra, por lo que había escuchado los gritos y peleas con el Richard, no era mera casualidad la elección de las plantas.

Mientras crecían las plantas y brotaban sus primeras flores, empecé a tomar el té de manzanilla. Mi cuerpo se sentía más relajado. En las tardes me sentaba en el sillón grande del patio, con la cara al sol, sin más ruido que el cantar de los pájaros, el ladrar de los perros vecinos y el salto del camión del gas en el lomo de toro. Dormía horas ininterrumpidas, nunca había dormido tan profunda y relajadamente.

 Las mañanas empezaron a ser diferentes, mi cuerpo tenía más energía y requería más movimiento. Las tardes cuando Antonio no ocupaba el computador, me lo prestaba y ponía clases de zumba. Las ojeras habían desaparecido y los músculos de mis piernas adquirieron forma. Antonio a veces me acompañaba, yo bailaba y él hacía abdominales. 

Las juntas entre las vecinas continuaban, pero ahora eran con mascarilla. Doña Isabel, la mayor del grupo, se había comprado una mascarilla de tela que se le caía a cada rato, pero cuando todas se estaban yendo a sus casas, le pregunté si me compraría mascarillas si yo vendiera; me respondió altiro que quería cinco.

Esa misma noche empecé a hacer los moldes. Cuando trabajaba como secretaria de una oficina, antes de quedar embarazada, me había comprado una máquina de coser con mis ahorros. Así que llamé a la mamá de un compañero de Antonio que vendía mascarillas y me dio el dato de dónde comprar género, elásticos y el forro. 

Empecé a incluir en mi rutina la máquina de coser. Me instalé en el patio y, con los pies al sol, empezaba a cortar y unir partes del género. Desde el sillón veía como crecían las plantas y el primer brote de las flores. El aroma del jazmín era exquisito. 

Una semana después ya tenía treinta mascarillas. Todas mis vecinas me compraron y pasaron el dato, tenía agendadas otras treinta más. 

Ocupaba los dos permisos semanales para ir al centro y entregar mascarillas. En uno de los paseos por la feria me reencontré con Sandra. «¿Cómo están las plantas?» me preguntó cuando me vio pasar por su puesto. Tenía otras nuevas y más grandes. Volví a comprar Valeriana y semillas de otras flores.

Con las plantas nuevas el patio estaba transformado, renovado, vitalizado. Ahora lo habitaban diferentes colores además del verde y gris de las paredes. La valeriana tenía flores rosas, otras semillas habían resultado en flores amarillas, plantas con las hojas de diferentes tonalidades verdosas y, además, había construido una huerta con las semillas de las verduras y frutas: tenía pimentones pequeños, tomates aún verdes y una mata de orégano.

Era increíble cómo había crecido la valeriana, tenía varios centímetros de largo y habían muchas ramas ya con flores nuevas en camino. Sandra me había indicado cómo hacer el té y esa tarde decidí sacar las raíces y dejarlas listas para el día siguiente.

*

«Hoy pagan, llegaré más tarde» me dijo el Richard antes de cerrar la reja y salir al trabajo. 

Después de oír esas palabras, mi corazón empezó a latir rápido. Que le pagaran significaba que el trabajo iba a terminar. El refugio de soledad y tranquilidad que había encontrado iba a acabar de un momento a otro. El Richard iba a pasar semanas en la casa y la cuarentena no terminaba nunca.

Traté de seguir la rutina que había creado lo más calmada posible, como si no fuera el último día. Corté el pasto, regué las plantas, hice zumba, cociné la comida favorita de Antonio y, por último, me hice el té de valeriana.

El Richard llegó cuando estaba calentando el agua para el té. Vino a dejar plata del pago. Habíamos acordado eso: si le pagaban tenía que pasar a dejar plata antes de irse a tomar y él lo cumplía, a regañadientes, pero lo hacía, por Antonio.

Cerró la reja fuerte y se fue caminando. 

El agua estaba hirviendo, la agregué a una olla junto con las raíces. Esperé unos minutos y colé el té. Lo serví en una de las tazas y me lo llevé a la pieza. Abrí la cama, tomé el contenido de la taza y me dormí.