Viejo amigo

La semana pasada me enteré de que un viejo amigo que tuve en la infancia había muerto. Me lo contó el Arturo, con quien intercambiaba palabras un par de veces al año y que no veía desde que entré a la universidad. Con el Arturo fuimos íntimos amigos en su momento. Se murió el Diego, decía el mensaje que me mandó. ¿Qué Diego?, le escribí de vuelta. Riveros po, cuál más. Su respuesta evocó en mí, inmediatamente, una imagen: el Diego, el Arturo, yo y los demás del grupo de aquel curso de sexto básico, jugando futbol en el patio del colegio con una pelota de plástico ―de esas de cien pesos que cuando las pateabas con fuerza salían disparadas con curvas impresionantes―; camisas sudadas, corbatas en el suelo, pantalones sucios y rotos en las rodillas. El Diego solía tomarse esos partidos con seriedad, dejaba la vida en la cancha y lo molestábamos por eso. Si su equipo ganaba, andaba alegre durante el resto del día, incluso regalaba su colación ―que siempre era una hallulla con manjar― y los demás nos peleábamos por pedírsela, pero cuando perdía actuaba como si le hubiesen detectado una enfermedad terminal, deprimido, derrotado. A veces nos ignoraba por un par de días pero después se le pasaba y volvía con su gran sonrisa morena. La noticia me dejó perplejo. Me imagine al Diego en su ataúd, pero en su cuerpo de niño, ese Diego de hace quince años que permanecía en un rincón reducido de mi memoria.

Después de que el Diego se cambiara de colegio al terminar sexto básico, perdimos el contacto. La relación que yo tenía con mis pocos amigos se limitaba a lo escolar. Él vivía en Quilicura y yo en Recoleta, y ninguno de los dos tenía celular o la suficiente plata como para andar gastándola en un cibercafé y así poder hablar de manera frecuente. Inevitablemente el paso del tiempo hizo que le quitáramos importancia al asunto, hasta el punto de no darnos cuenta cuando la comunicación se acabó por completo. En cambio, con el Arturo eran casi vecinos, por lo que se mantuvieron cercanos a lo largo de los años.  A mí no me gustaba ir a Quilicura. Una vez, en séptimo básico, el Arturo me invitó a su casa. Es muy fácil, solo tienes que tomar la 307 y bajarte en el Líder de Lo Cruzat. Para cuando me bajé de la micro, no pasaron ni dos segundos y ya tenía a alguien en mi espalda con una cortapluma en mi cuello, amenazándome para que le pasara todo lo que llevaba. Me devolví a mi casa, humillado, llorando muerto de vergüenza por ser un inútil a la hora de defenderme. Al otro día, en el colegio, cuando el Arturo me preguntó porque no llegué a su casa, le conté que me habían asaltado después de tomar la micro, pero que el flaite no se la llevó gratis porque le rompí la nariz antes de que escapara. Sí claro, te apuesto a que te cagaste entero, me dijo.

Me sentí mal por el Arturo. Era de pocos amigos, y él y el Diego eran unidos. Pensé que si me había contado la noticia era porque se sentía solo, necesitaba alguien que lo escuchara. Yo tenía curiosidad por saber cómo el Diego había muerto, quería saber cómo fueron sus últimos años, su aspecto cuando grande, quería ver fotos. ¿Habrá tenido pareja? ¿Sus papás seguirán vivos y tuvieron que soportar la muerte de su hijo? Ahora que había muerto quería saber todo de su vida. Incluso intenté buscar su cuenta de Facebook, pero al parecer la había cerrado. No podía simplemente hacerle esas preguntas al Arturo por el celular, así que se me ocurrió proponerle que nos juntáramos para conversar y recordar a nuestro amigo, pero antes de escribírselo, me llegó un mensaje de él, pidiéndome que por favor nos viéramos esa misma noche, a lo que inmediatamente respondí que sí.

Mientras pasaba la tarde, me dediqué a hurgar dentro de mis cajas de zapatos en donde guardo fotos antiguas ―herencia de mi madre―. Recordaba hace algunos años haber visto un álbum de fotos de un paseo de curso. Cuando finalmente encontré el álbum, comencé a mirar las fotos con nostalgia. Fue un paseo de curso a una piscina. Sentí curiosidad por saber dónde quedaba ese lugar, pero era difícil averiguarlo con las fotos que tenía. Me imaginé revisitando ese lugar, contemplándolo toda una tarde, como si con el hecho de hacerlo pudiera reconstruir los fragmentos de mi memoria de aquella infancia que permanecían dispersos en mi cabeza. Encontré una foto en donde aparecíamos los tres juntos, parados al frente de la piscina, con nuestros trajes de baños, batallando con unos flotadores que utilizábamos como si fueran espadas. Era una buena foto. La guardé en mi billetera. Me pareció buena idea regalársela al Arturo; aquí debajo de mi cama, estos recuerdos no hacían más que acumular polvo.

Nos encontramos en el bar en donde habíamos acordado. En un punto medio para ambos. El bar estaba lleno, había poca luz, y en el fondo sonaba una canción de rock que me prometí averiguar cuál era. Él estaba sentado en una mesa que se encontraba en un rincón. Para cuando lo reconocí, él ya me estaba mirando y haciéndome señas para que me acercara. Se levantó y nos dimos un abrazo. Su cara había cambiado muy poco. Sus ojos estaban rojos y vidriosos, tenía un aspecto descuidado. Cualquier persona que lo viera pensaría que era un drogadicto. Luego de saludarnos nos sentamos. Llegó el camarero y me preguntó qué quería ―el Arturo ya estaba bebiendo una cerveza cuando llegué―. Pedí una cerveza y el Arturo aprovechó de pedir otra. Seguimos con las frases típicas protocolares de un reencuentro. El camarero nos trajo los vasos de cerveza, di un gran trago para entrar en calor y saboreé la espuma que quedó en mis bigotes. El Arturo me preguntó si había terminado los estudios en la universidad. Aún no, contesté, me ha costado, me atrasé un año. Él dijo que siempre todo se me había hecho tan difícil, no supe qué responder a eso, así que solo sacudí mi cabeza. Se veía inquieto. Esperé a que él iniciara la conversación sobre el Diego, no quería presionarlo ya que se trataba de un tema delicado, pero pasaba el tiempo y no abría la boca, así que para intentar algo di un salud por el Diego, a lo cual el Arturo respondió tomándose la cerveza en un par de grandes tragos. Me acabé el vaso y dije que tenía que ir al baño. Me tomé mi tiempo. El baño estaba vacío, por lo que se me antojó sacar un pito que andaba trayendo para encenderlo y darle un par de quemadas, pero me terminé por arrepentir y volví a guardarlo. Cuando volví a la mesa, había ya otros dos vasos de cerveza. Yo te invito esta, dijo el Arturo.

Por decir algo, le pregunté si tenía pareja. Nunca nos preguntábamos esas cosas. Noté un cambio inmediato en su cara a una expresión de dolor, por lo que intuí que era un terreno sensible. Quizás tuvo problemas con ella últimamente o lo habían rechazado; ignoró mi pregunta. Tomamos en silencio durante un rato. La cerveza ya se me estaba subiendo a la cabeza, así que después de un momento, con mi personalidad ya un poco desinhibida, simplemente pregunté: ¿De qué murió el Diego? No me contestó y le dio un vistazo al techo. Seguimos tomando.

Decidí quedarme callado y disfrutar de la música y vista que ofrecía el bar hasta que él tocara el tema. Terminamos nuestras cervezas y pedimos otra ronda. Él inspeccionaba cada rincón del bar, cada mesa, cada persona, pero evitaba el contacto visual conmigo. Finalmente, luego de dudarlo un par de minutos, le pregunté: ¿Para qué me pediste que nos juntáramos si no vas a hablar nada? Mantuvo su mirada en mí, fijamente, con sus ojos trastornados. Ándate po weón, dijo irritado, no sabía que era obligación hablar todo el tiempo. Ya, tranquilo, le dije. Perdóname, dijo, e inmediatamente se derrumbó en la mesa y comenzó a sollozar. Le di unas palmadas en la espalda mientras de manera incómoda y sin saber lo que pasaba, miraba a mi alrededor preocupado de lo que pensara la gente.

Después de un momento así, el Arturo levantó su cabeza y me miró con su cara cubierta de lágrimas y mocos. Le pasé una servilleta, se secó y me dijo: El Diego se mató. Yo quedé perturbado. De todas las posibles muertes, el suicidio fue la que menos consideré. Comenzó a lagrimear como con vergüenza de que lo mirara, se tocaba la frente con ambas manos y me dijo con cierta dificultad, titubeando entre cada frase: Se mató porque se enteró de que yo y su pareja nos juntábamos a sus espaldas. El día en que lo descubrió todo en el celular de ella, fue a mi casa y me encaró, estuvimos hablando mucho rato, le expliqué que fue un error, que estaba confundido y que no habíamos hecho nada. Fue un alivio darme cuenta de que el Diego parecía haber comprendido, pero antes de irse, sucedió algo extraño, me dio la mano y me dijo que no sabría si podría aguantar una traición así de mí. Y antes de que me digas nada, déjame explicarte algo. El Diego no la trataba bien, ella vivía con miedo y no podía escapar. Cuando yo iba a su casa, a veces había un ambiente tenso y yo me daba cuenta cómo ella se relajaba cuando había alguien más con ellos y no estaban solos. Así que empecé a preguntarle a escondidas. Le pedí que confiara en mí. Con el tiempo me empezó a contar todo, de lo impredecible que era el Diego, y de sus cambios de personalidad cuando estaban juntos. Nuestra relación comenzó a hacerse más íntima, yo quería ayudarlos pero entre más lo intentaba, mis sentimientos más se involucraban con ella. No paraba de pensar en ella. Pasaron así los meses, hasta que un día no me aguante y le mandé un mensaje diciéndole que la amaba y que terminara con el Diego, que le hacía mal seguir con él, y ese mensaje fue el que vio el Diego.

 Quedé desconcertado, nunca había conocido algún caso de suicidio de alguien tan cercano ―o que alguna vez lo fue―. Primero pensé que el Arturo simplemente estaba borracho, pero no; realmente se veía muy afectado y parecía hablar con seriedad. Me sentí realmente mal por el Arturo, yo sabía que era una buena persona. ¿Cómo se habrá quitado la vida el Diego? Me imaginé pequeñas partes de su cuerpo repartidas por los rieles del metro o pegándose un balazo en el sillón de su casa. Definitivamente no podía preguntar eso. Me quedé pensando un momento y llegué a la conclusión de que el Diego debe haber estado bien cagado de la cabeza. Me pareció raro que el Arturo no se diera cuenta de eso si eran tan amigos. El Arturo se me quedó mirando con ojos de culpable, esperando que le dijera lo traidor y terrible amigo que era. Le tomé de un hombro y le dije: El Diego debe haber tenido problemas serios en su cabeza para haber hecho esa estupidez y si no se mataba por eso probablemente lo haría pronto sin motivo alguno, créeme, yo estudio en la universidad esos comportamientos ―en realidad estudiaba enfermería y no sabía nada de comportamientos suicidas―. Comprendí que el Arturo solo necesitaba compañía, aún no era momento de tocar el tema a fondo, menos si habíamos pasado tanto tiempo sin vernos. Los detalles podrían esperar, de hecho, ya nada sobre el Diego tenía importancia. ¿De qué servía indagar más sobre el tema? Para mí, el Diego había muerto hace muchos años. El Arturo se volvió a secar la cara y respiro profundamente. Vas a superar esto, le dije, y también añadí algunas frases motivacionales que no valen la pena volver mencionar. El Arturo me sonrío levemente y me dijo que iría al baño. Se levantó tambaleándose. Esperé que se alejara y saqué mi billetera, tomé la foto que había encontrado esa tarde y me quedé mirándola por un par de segundos. Luego de eso, la rompí. 

Sobre el autor:

Nombre: Nicolás González Medina

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