Zona de encuentro

Tomé asiento en una de las tantas butacas ubicadas en la platea baja. Tuve la suerte de quedar justo al medio de la fila, y de que la persona sentada frente a mí no era lo suficientemente alta como para taparme el escenario, cosa extraña ya que,con mi metro sesenta y cinco de altura, era bastante fácil obstaculizarme la vista.

A decir verdad, no tenía muy claro porque me había decidido ir a semejante espectáculo, nunca en mi vida había escuchado una orquesta sinfónica, ni siquiera sabía quiénes eran los artistas –o maestros como algunos prefieren decir– a los cuales rendirían homenaje los distintos músicos que afinaban sus instrumentos en el escenario. Quizás simplemente fui por escapar de la cotidianeidad; tal vez solo quería olvidarme, por un minuto, de mis responsabilidades o, tal vez, solo quería tomar una foto para llamar la atención de una persona en especial, una foto que al ser subida a alguna de mis redes sociales le hiciera pensar que soy un tipo culto, que gusta de las bellas artes y que, a pesar de no tener un conocimiento excelso de estas, es capaz de disfrutarlas; que no se preocupa de saber que era el barroco o el renacimiento,sino que solo busca una conexión con la música, demostrando un alma noble y sensible –cosa que realmente no dista de la realidad–, pero que en ese momento,sabía que no era el motivo por el cual estaba en esa presentación.

A los minutos de haber tomado posición en mi poco cómodo asiento, hizo ingreso el sujeto encargado de guiar a los diferentes sonidos provenientes del conjunto de violines, trompetas, contrabajos, y quien sabe que otros instrumentos, creando de lo que parece un caos inminente, una bella melodía. Se ubicó en la mitad del escenario, hizo una reverencia, y comenzó su danza estrambótica, pero con la cual la amalgama de sonidos encontraba la coordinación precisa para que todos esos diversos tonos se fusionaran de tal forma que pareciera como sí solo hubiese una persona en el escenario con un solo instrumento capaz de producir un abanico de sonidos con la sola intervención de la voluntad del músico, sin la necesidad de soplar, golpear, o hacer vibrar nada.

Terminó la primera canción –¿o se dice sinfonía?–, y el público, que no debía superar alas 50 personas, comenzó a aplaudir con una frecuencia y fuerza suficiente para dar a entender su conformidad con el acto, pero haciendo tácitas sus esperanzas de aún no haber escuchado lo mejor. Antes de que comenzara la segunda tonada el maestro de ceremonias se retiró del escenario para volver acompañado de una mujer que, ante mis ojos, era hermosa, pero no hermosa como las mujeres que ves en la calle y te roban unos instantes de pensamiento, sino hermosa como el cielo estrellado, como el sonido del mar en la madrugada, de esa belleza que no esperas ni buscas, pero que al momento de encontrar, abarca todo tu pensamiento haciéndote dudar sobre ti mismo, cuestionando tus aspiraciones, tus actitudes, tus sueños. Era de esa hermosura que no te hace pensar en la autora de la misma, ni en tu opinión sobre ella, era la hermosura que te hace simplemente decirle gracias a la vida.

La música comenzó a sonar a la señal de su guía. Yo cerré los ojos para interiorizarme en la nube invisible de sonidos que me rodeaba. En un momento me olvidé que estaba en el teatro y creo que empecé a mover la cabeza hacia los lados, como si la música fuese una suave brisa y yo fuese un grano de arena que se mueve a voluntad del viento, pero mi ensimismamiento se vio interrumpido cuando la brisa se volvió un vendaval. La mujer que hacía poco había ingresado comenzó a cantar y mi mundo se volvió, por los minutos que duró su voz en el aire, más soportable. Me fue imposible cerrar los ojos nuevamente, tenía que verla, necesitaba verla, y así lo hice. La miré fijamente a los ojos, con una intensidad que me sorprendió poder alcanzar, era como si la llamara con la mirada. En más de una ocasión creo que nuestras miradas se encontraron, cuando tenía la impresión de que así era yo le sonreía, era un acto de coquetería bastante infantil, pero lo cierto es que hacerlo o no hacerlo era algo que no decidía mi voluntad, simplemente mis labios se curvaban de forma autónoma.Quizás fueron imaginaciones mías, pero creo que ella también me sonreía, es decir, obviamente tenía que sonreír, después de todo, estaba en una presentación y debía mostrarse feliz a su público, pero creo que la sonrisa queme dedicaba a mí era diferente, más personal. Luego de una serie de piezas musicales –cuyo número exacto no podría indicar, pues me había sumergido en la voz cantante–, la mujer se retiró del escenario dando por finalizada su participación. Para mí el concierto terminó en ese momento, sabía que no tenía sentido seguir sentado haciendo como que escuchaba algo. Me puse de pie y salí;inmediatamente leí un cartel que decía: “zona de encuentro”. Apoyado en el poste donde estaba el cartel prendí un cigarro y esperé… la esperé.

Eduardo Vergara