*
El niño mira fascinado las luces anaranjadas
y el humo que lo recibe en Antofagasta,
vino casi durmiendo, despertando
con los golpes repentinos que su tío le daba
al panel del camión
esas eran sus vacaciones, supongo
lo dejaron conducir:
agarraba el volante sentado en las rodillas
y el tío leía el diario
siempre con el pie puesto en el acelerador.
*
¿Serán este metal vivo, rojo, chorreado, negro? Encontrarse en el aire porque
si uno no es rastro, ¿qué es?,
¿es maraña acaso,
es mar-su-piel,
es espumilla o hilo que recorre la madera,
o grito;
isla de agua jugando a tratar de hablar en las olas,
pregunta de fantasma atrapada en la cañería?
Una burla, trozo de fraude que te atrasa a la escuela:
la basta deshecha del pantalón otra vez.
Soplón ausente y traidor horrible
que conversa y mira desde afuera.
No piensa en tus manos,
creyendo que fueron y siempre serán
fierro candente, fierro bonito,
figurita revuelta
cobijando arañas
en la orilla de la reja.
*
Encaramarse: me encaramaba hasta el último palo de la malla negra para arbitrar partidos o alcanzar una visión astral mediada por hormigueos.
Me desarmaba: cuando le hice la zancadilla al perseguidor de los gemelos y este decidió desquitarse conmigo a golpes solo amplificados por mi entrega.
O, al contrario, suponer que la libertad es un brazo hundido en un balde lleno de agua y en cambio descubrir el horror de bajar escalón a escalón por el Pacífico, a la altura imposible de los brazos de tu padre.
Preferir quedarse en la orilla y el barro de mar o la pregunta por si las pulgas marinas se ahogan o a condición de qué me mandan esas burbujas y hoyos.
Acampar a la orilla de la playa y obligarse a creer en dios, porque ¿qué otra cosa te puede decir que el retumbar de las olas no va a quebrar el mundo?
Así las nubes son ese pedazo de océano en medio de un viaje astral.
Y piensa en la anguila babosa que agarraste con la caña de pescar hechiza. Piensa cómo se retorcía en el anzuelo que terminaba atravesándola.
*
Adiós a los árboles.
Adiós a los árboles:
el placer que eran sus hojas delineadas
en mis ojos cansados
anunciaba un apocalipsis subjetivo,
la clase de cosas que te quedan dando vueltas.
Después del mundo:
perros orbitando un basurero,
perdidos de alguna casa
que pudo ser
cualquier pieza oxidada.
Las mismas hojas, desde arriba
sostenidas.
*
Adiós a los árboles.
Ya no pensamos en el viento
ni sabemos de qué lugar baja
o por qué desaparece.
No estoy con nostalgia
de un pasado mamífero, peluda intemperie,
granos de tierra tejiendo
un chaleco de vellos.
Al final de la escalera
las hojas redondas bailaron
una danza corta, quizás un saludo secreto
largamente entrenado con los amigos.
A mí la transparencia que se me asoma
en su fuerza de último peldaño
y frío rumor,
me devuelve a noviembre.
*
1. Al medio del libro hay tres personas paradas en un río: su piel oscura mientras hacen no entiendo qué. El gusano blanco penetra la pierna del que tiene la cara más triste. Ya en la página siguiente el gusano creció y ahora todos tienen piernas monstruosas o manos monstruosas. Agigantadas, imposibles. Corro, horrorizado, a preguntarle a mi mamá por los bichos. Ella saca sus ojos del microscopio y me dice, como si los cuentos existieran, que eso solo puede pasar allá.
2. Cuando mi padre encontró la tribu de las ratas, agarró sus larvas rosadas y de dos vueltas les enseñó a volar hasta el techo de la casa del vecino.
3. La luz que me despierta en la pieza no es pura mañana para ir a arreglarse los frenillos, sino la orilla por la que entraron los ladrones a la casa que él arrendaba.
4. Le digo que no sea de repente uno muy profesional, que un libro de dinosaurios que yo pueda entender. Y él me habla de los distintos tipos de libros que ha visto en Santiago. Me digo que es una ciudad hecha de rayas negras y rayas grises y su voz se hunde en el teléfono. El libro habla de cinceles, fósiles de caracol y mastodontes, pero nada dice de andar casi muerto.
