[Mención honrosa Concurso Literario Escolar 2025, categoría cuento]
Ahí me encontraba nuevamente, caminando a través de aquel desolado y decadente pasillo, mientras el eco de mis pasos resonaba en las murallas frías. Observaba mi entorno con una mirada vacía, pero lo único que encontraba eran puertas y cucarachas, junto con la pintura desprendida y seca de los muros. Estaba cansado de regresar a ese horripilante lugar una y otra vez, siempre.
Subí por la escalera del edificio, sucia y casi desmoronada. Cada peldaño que escalaba, me agotaba más y más, mientras sentía, paulatinamente, que me hundía en ella; como si quisiera tragarme vivo. A medida que ascendía, mensajes escritos con pintura roja en las paredes, decían: “Regresa”, “¡Corre, tonto!” o simplemente “No la llames, retrocede”. No obstante, los ignoré y continué con mi travesía. Finalmente, llegué hasta el último piso, y me dirigí al mismo departamento de siempre. Una vez allí, miré de reojo la puerta, gris y hecha de madera vieja. Algunas veces era diferente: a veces parecía más reciente; otras, aún más antigua. Sin embargo, eso no importaba. Solo era algo trivial una vez que ya lo has hecho un centenar de veces. Me acerqué y la toqué con mis nudillos. Luego de un rato, nadie contestó. Solo me quedé quieto, mirando al vacío. Entonces, sin previo aviso, la puerta se abrió, revelando una habitación desierta, sin ventanas, solo con paredes.
Al ver esto, entré. Una vez hecho esto, la puerta se cerró de golpe y desapareció, como un objeto tragado por un pozo profundo y lóbrego. Seguido a esto, un espejo ovalado surgió de una de las paredes, y la habitación comenzó a tomar la forma de un baño. Caminé lento en dirección al espejo y lo contemplé. Pero este no hizo lo mismo; en cambio, solo reflejó el salón, deshabitado y mugriento. Retrocedí, tambaleándome con cada paso, y caí de rodillas en el suelo. Poco a poco, las paredes de la sala empezaron a cerrarse, provocando que el espacio fuese cada vez más reducido, hasta encerrarme como un animal en una diminuta jaula. Me sentía pequeño, diminuto, tal como un insecto. Las murallas apenas estaban a un metro de distancia, y sentí cómo mi respiración se aceleraba, mientras en mi cerebro surgían gritos de angustia que, por un momento, creí que retumbaban en la jaula. Después de un rato, percibí cómo el tiempo se detenía, y las paredes dejaron de moverse. Luego, un ruido ensordecedor resonó en mi cabeza, atormentándome y causando que comenzara a dolerme. Pero, repentinamente, se calmó y desapareció. “¿Qué ha ocurrido?”, pensé. Sin embargo, antes de que pudiera volver a razonar, un objeto emergió del piso: un arma. Una pistola. Contemplé aquel objeto, con la curiosidad de un infante, mirando cada mínimo detalle, hasta que el chillido regresó, esta vez más insoportable que antes. Agarré mi pelo con mis manos y golpeé mi cabeza contra el suelo, intentando detener aquella tortura. Finalmente, dejé de escuchar el chillido. Sin embargo, algo nuevo surgió: una voz delicada y al mismo tiempo aterradora, susurró: “Ya sabes lo que tienes que hacer. Tómala, agárrala. Termina con lo que tuviste que hacer hace mucho tiempo atrás”. Entonces miré la pistola, y lo entendí todo. Me senté, y sostuve entre mis dedos el arma, para después apuntarla en mi sien. Luego, cerré los ojos y me preparé. Escuché algo romperse en la habitación, sin embargo, no sabía si era yo o el silencio.