Sobre las ideas performáticas en las que me gasto el tiempo

Me pongo a caminar y cada vez voy más rápido y los ojos se me van en lo evidente. Y hablo de lo evidente no como lo hace el Principito, sino como lo que se ve, se toca, se huele. A veces pienso en la pregunta por la vida interior y me río de mí misma por sacarla a colación en una calle llena de gente, en una esquina pasada a mierda. Ante un indigente que me pide plata y yo me niego con la sonrisa más tierna y exquisita que tengo. Una vez estaba en Presidente Errázuriz y le dije a una amiga que el continente está condenado, que pasamos de la esperanza a la desesperanza y así sigue y estamos encerrados en un bucle y la única opción es irse y ser un migrante, un extraño en otra parte, tal como otros lo son aquí. Desde entonces nos distanciamos y poco a poco dejamos de hablar y ya ni siquiera sé dónde vive pero cuando pienso en ella estoy segura de que fue por eso, por el comentario de la desesperanza, por la cara de pena y vergüenza ajena que me puso. Vuelvo a lo de la vida interior. Específicamente: ¿Me son relevantes las reflexiones del que está al lado mío? O peor —y esto sí me parece sintomático y paranoico y sinceramente tan pobre weón de mi parte—. ¿Qué pensaría si supiera? Si supiera todo lo que se me está pasando por la cabeza. ¿Me he convertido en una mala persona? No quiero decir que las circunstancias me han obligado porque no estoy tan loca. No puedo sacar a los gringos de mi cabeza. Bajo mi lógica autonegacionista —esto es, renegar del propio fascismo, tal como Pedro renegó tres veces de Jesús; no me estoy tildando de mesiánica, solo de honesta— todo se remite a la culpa de los gringos. Su patrón cultural nos sepulta como el patio trasero que somos. Incluso nosotros, en la punta de todo, no vendríamos siendo más que la zanja que limita con la casa de al lado, de la que alguien rara vez se acuerda. Pienso en el debate de junio y de Biden mirando el infinito con aire de senil. Pienso en la Kamala y Trump hablando de “fracking fracking” solo para comprarse al mísero Carolina del Norte. Me acuerdo de Trump retando a la Kamala a cerrar las puertas. ¿Tenemos puertas nosotros? No realmente. Conozco una gringa que siempre me habla de los “americans”. Me dan ganas de agarrarla del cuello y explicarle que no es suyo, que no pueden robarse el nombre ni los gentilicios. Los pobres gentilicios son lo único que podemos disputar. Lo peor es que vamos perdiendo en el propio idioma y cuando alguien habla de americanos todos piensan en los gringos y nadie en nosotros. Y seguimos aquí sin ser recordados más que en un burdo estereotipo de sangre caliente y crimen a la orden del día. ¿Eso somos? Chile, para los entendidos, no es ninguna de las anteriores, aunque tampoco es que sea mejor. Odiamos lo que llega pero no nos vamos a ninguna parte. Nadie se va. Nos quedamos. Nos atrincheramos aquí y vemos el Mega todo el día y nos llamamos para contarnos los crímenes y los asesinatos y las corrupciones y si alguien lo viera desde afuera y no nos conociera casi podría pensar que en el fondo nos gusta. Que hemos llegado a disfrutarlo. Me acuerdo de los días en que quise ser monja y por fin le dije a mi hermana que la odiaba y que Dios la iba a castigar por ser tan puta. Me acuerdo del olor en Nueva de Lyon cuando encontré mierda detrás de mi escultura preferida y mi perro se la comió y se la tuve que sacar con las manos y hasta el día de hoy me huelo las manos y me da miedo encontrar algo. Me acuerdo de Joe Brainard y que escribo esto solo por copiarle, solo por decir que me acuerdo de mi cocina y de los cuatro canales nacionales y de mi mamá y mi tía sentadas en la mesa comiendo pan pita. Y de las noticias todo el día, y vuelvo a ellas y a la radio, porque me han acompañado, porque en este país a las casas les da miedo estar en silencio y creo que por una vez no tiene nada que ver con el peligro, es una cuestión de productividad. Más ruido, más trabajo. Cuando pienso en el peligro pienso en la forma de los gatos —odio, odio, odio los gatos, me dan una repulsión que no sé expresar— y en cómo vivimos así, con el lomo erizado. Vamos a todas partes con la mochila abrazada, con el celular en la manga, con los audífonos a todo volumen, tanto que me duelen los tímpanos y a veces me los saco solo para escuchar a la gente toser y moverse en el calor del vagón. Una vez conocí a un danés en un matrimonio y le dije que era tonto y que no tenía motricidad fina. Él me respondió que era nórdico. Un gringo me contó que Kentucky y Richmond eran lo mismo, que las fraternidades seguían existiendo, que la gente construía sus casas en familia y los tornados las botaban. Entonces pedían plata y en los servicios sociales solo había mexicanos. Le pregunté a un mexicano y me dijo que más de 30 millones de sus compatriotas viven en Estados Unidos. Lo googlié y es verdad. Son el 10% de la población. ¿Podríamos decir que los mexicanos han triunfado? ¿Que han terminado por convertirse en un grupo demográfico, pero sobre todo, electoral? ¿Por qué, si no, Trump habría apelado al voto hispano? A mí no me parece una aberración eso de ser mexicano y facho. No me fascina López Obrador y tampoco la Sheinbaum que no es más que una extensión de él. Tengo una amiga brasileña que tiene una amiga mexicana que trabajó en su campaña y que lloró cuando ganó la primera vuelta. Yo estaba ahí, yo lo vi. Un par de meses después, cuando le negaron la invitación al rey Felipe por las desgracias de la conquista y todos pensamos: qué vergüenza, me dije a mí misma, a la mesa vacía en la que comía a las diez de la noche: ya no me gusta este tipo de política. Y no sé qué proponen ni a dónde van ni qué será de México, pero lo decidí y me cuesta moverme y quizás eso es lo que me pasa con la migración. Un día me empezó a incomodar y entonces empecé a mentir. ¿Me avergüenzo de mi incomodidad porque sé que está mal o porque no me puedo dar el lujo de perder más amigos? ¿Estamos bien? ¿No hay algo podrido aquí? Y no me refiero a los que llegan si no a los que se quedan, a los que estamos amarrados y en el fondo nos cuesta creer que allá, muy lejos, hayan otros que están peor. Y ahora pienso en Maduro como mi enemigo personal. Como un personaje en el tablero que me afecta directamente. A un amigo lo asaltaron unos venezolanos y me dijo que tenía a Maduro como responsable directo. Es una idea curiosa. Pero hace dos semanas Venezuela cortó los vuelos de Santiago a Caracas. No recuerdo la excusa pero las repercusiones son obvias. No sé qué hacer. Esto se ha convertido en un problema de identidad. Si tuviera plata me pasaría horas en terapia explicando por qué no soy fascista. Como alternativa, lleno los espacios de las notas de mi celular hasta que alcanzo el límite de caracteres. Aunque opine cada vez más parecido. Aunque nada me ofenda ni me trastoque y piense para mí: bueno, todo es una ironía. ¿Y si no lo es? ¿Y si soy la última que se viene a dar cuenta? ¿Y si la exasperación que me produce Boric no es más que la frustración de vivir en un espectro político limitante? Me acuerdo de los disturbios en Londres y de los neonazis que surgieron en Berlín este verano. Siempre discuto eso: si prohibirlo o no prohibirlo. Como en la película francesa de la autarquía. Cómo me gustaría ser dictadora. Me gusta pedirle a mi hermano un vaso de agua. Él siempre asiente con la cabeza y no dice nada y me lo trae, y me dan ganas de decirle que me diga “sí, señor”, pero sé que entonces no me traería el agua y yo seguiría con sed, porque tengo sed todo el rato, tomo y tomo agua y leí en internet que tal vez sea resistencia a la insulina y puede ser porque como pura mierda y fumo y tengo un esguince y a veces me quejo y el resto del tiempo me lo paso comentando hechos sobre los que nadie me preguntó. Otras veces pienso: esto del bien y el mal es tan escolar. Y los jeans pitillos de retail tan ordinarios. Y los pelos alisados y quemados. Y la gente que desayuna completos. Y los hombres que tiran el humo de sus tabacos secos en la mañana y toman café de vainilla y cuando hablan a gritos quedan con aliento de pedófilo. ¿Y en qué estaba? En que estamos condenados. El problema no son los migrantes ni las prostitutas de masajes eróticos en las fachadas de peluquería venezolana en  Independencia. Ni los edificios que huelen a zorra y a humedad frente a Plaza de Armas. Ni las poblaciones en Peñalolén que antes eran “buen barrio”. Ni las lindas calles de Pedro de Valdivia a las que siempre se les cae un farol. Ni las mujeres que usan tacos y entran en las librerías a comprar libros de John Gray y a convencerse de que la incomodidad y la base de alta cobertura son la solución. Siempre hemos estado mal. La pregunta, ¿Estábamos antes, un poco menos mal? ¿Es culpa de ellos? Me convenzo a mí misma de que la delincuencia es un fenómeno complejo. Aunque tal vez no lo sea tanto. Hace dos semanas me intentaron asaltar y salí corriendo y me puse a gritar mis contraseñas porque no podía pensar en otra cosa más que en lo simple y fácil que era y que tal vez yo también si fuera más pobre, más alta, más negra y rica, debería salir por ahí con pistolas, cuchillos y mucha personalidad. Entonces empecé a hacer Uber y vivo pensando en cómo me voy a bajar en la curva de Vespucio Norte donde siempre hacen encerronas. Voy a levantar las manos y a abrir la boca y voy a decir: no hago nada, me porto bien. Y si voy con mi perro: déjame sacarlo, déjame sacarlo. Déjame sacarlo o me mato. El AK-47 es un fusil soviético de los años cuarenta. En la tele lo evalúan porque constituye gran parte del armamento de Irán. Sirve su cometido, dice alguien, y a mí me parece que es un escándalo hablar así como así de la guerra. Nadie me cree. Todos se ríen. Me pienso a mí misma bailando en una disco que se repite en mi memoria. Con la camiseta blanca de hoyos en los brazos con la que me siento tan promiscua. Haciendo contactos visuales, tantos que me cuesta llevar la cuenta, pero no tantos como para dejar de pensar: no, no me puedo comer a un venezolano con pitillos de jeans y chaqueta de jeans y de nuevo me pregunto qué pasaría si todos aquí supieran lo mala persona que soy. En Albania no hay mujeres. Las tienen escondidas. No atienden los cafés, no caminan por las calles, no manejan los autos, no te miran a la cara. Un hombre de anteojos polarizados me dijo que les gustaba estar en la casa. Yo le dije que me parecía que estaban muertas, que al igual que en Chile, algo en Albania estaba podrido. En mi país la podredumbre se extiende como el mal olor y aquí no hay ningún niño bien intencionado para tapar la filtración con el pulgar. Todos roban, yo también. Y si todo Medio Oriente se va a guerra, qué pena. No voy a mover un dedo. Porque estoy al final del mundo. Porque el derecho internacional no existe y aquí cada uno se rasca con las uñas que logra afilar. Porque cuando sea nuestro turno nadie va a venir. Hoy en día nadie hace más que escandalizarse, o peor: todo es progresismo hasta que alguien osa opinar distinto. Porque una cosa es hacer declaraciones no vinculantes, otra muy distinta es poner plata. Muy lejos de aquí, en unos audífonos prestados escuché “This Must Be The Place” y descubrí que no quería volver. Descubrí que en Santiago no se puede ser feliz. Los círculos son estrechos, asfixiantes. Y ese pañuelo de mundo del que tanto hablan se convierte aquí en la ley sin excepción. Y sin embargo, mas, pero, debo decir. Solo aquí soy de aquí. Este es el único lugar del mundo al que pertenezco. Solo aquí hablo el idioma, solo aquí sé leer, solo aquí sé cómo reír y llorar y ganar plata. Solo aquí soy todo menos una extraña. Qué Disney me suena ese mundo sin fronteras. Qué aburrido es pensar que ese es el resultado inevitable de la globalización. Me fui de viaje y descubrí qué era la patria. Que una cosa es tirarle mierda yo, otra muy distinta es que lo haga un argentino. Que esta ciudad es el único hogar que tengo. Pero también mi cárcel, mi condena, mi calvario y mi karma por pensar tan mal y ser tan chueca. Santiago empieza a parecerme un laberinto mal armado, hecho a medias, abandonado sin terminar. Hay gente que recorre el laberinto todos los días y ya se lo sabe de memoria y de repente descubre que más que laberinto es una calle muy larga que solo termina en su principio, como Vespucio, otro anillo urbano que no hace más que asfixiarnos en el poco espacio que nos queda. Encima a las calles les pusimos sol, sombra, árboles raquíticos y cemento con acero porque la construcción chilena es la mejor del mundo y yo siempre le digo eso a la gente y me siento orgullosa y no sé nada de construcción y ella no sabe nada de mí, pero me afecta porque eso pienso cuando tiembla y entonces me siento una habitante de este lindo país imaginario y desarrollado y me imagino a medio mundo cruzando el Pacífico atarantado solo por tener mi pasaporte, mi tierra, mi nacionalidad. Y que todos digan: “Hasta los indigentes son felices. Es un oasis, un pequeño milagro, ese lugar en el fin del mundo, nadie sabe cómo lo hicieron”. Quiero volver al verano en que iba a las iglesias y comulgaba dos veces en vez de bañarme y me quedaba al sol y se me salía la piel y mis amigas me la sacaban por tiras largas y la dejaban abandonada en el pasto seco de las plazas. El mismo verano en que me fui al sur, cuando Rusia invadió Ucrania y yo abrí mi carpa y miré el cielo y se me olvidó dónde estaba y pensé ver aviones volando justo sobre mi cabeza. Pero esa vez tampoco nadie se acordó de nosotros. Fue algo bueno. En general lo es, porque vemos las guerras pasar y no hacemos nada más que abrir la boca y luego cerrarla en silencio. Excepto cuando la guerra es acá en casa, entonces es al resto del mundo —excepto los gringos, siempre hay que exceptuarlos— al que le toca abrir la boca y no hacer nada y a nosotros nos corresponde asumir que en esta historia somos David pero perderemos siempre.  Me consuelo pensando que no somos los únicos. Que acá la gran mayoría pierde y nadie se echa a morir. ¿No hay en Sudán una guerra de la que nadie habla, una que nunca termina y que nadie entiende? ¿No hay niños mexicanos encerrados en los ICE de la frontera? ¿No tiene Venezuela la Navidad en octubre? ¿No hay en todas partes algunos que se van y otros que se quedan? Puede que eso sea lo terrible, la razón de las aversiones, de las mías por lo menos: la envidia. Yo también me quiero ir. Fue el semestre en el que se me secaron los ojos cuando empecé a pensar en soluciones. Fui al oftalmólogo y me pusieron lágrimas artificiales y me tuvieron cuarenta minutos mirando imágenes en un proyector y yo lloraba y en una de las imágenes me pareció ver a Dios y se me ocurrió si no sería eso lo que me faltaba, lo que me daba sed, lo que me secaba el cuerpo y me ardía en los ojos. Hay una desafección terrible en dejar de creer. Para más dramatismo: el mundo moderno se hace insoportable. Es necesario creer, incluso si para hacerlo debo de tener en cuenta esa creencia materializada que propaga Sally Rooney. Si en muchas partes hay personas creyendo en una idea, ¿qué importa la relevancia objetiva de esa idea? ¿Qué importa la verdad? —no, no quiero hablar de la verdad—. El hecho objetivo, mi hecho objetivo, es esa creencia extendida en sí misma. Busco a Dios porque no me quedan ideales. Porque ya no hay moral ni código que me sustente. Porque camino con el mundo a mis espaldas y me quejo todo el día de la incerteza de no encontrar. Es la máxima de Galeano invertida: mucho de todos en uno solo. He ahí el poder de Dios. En los buenos días me consuelo con eso. Con salir a la calle y marearme en el olor del aceite usado y pensar que en la esquina siguiente está Dios y entonces entenderé y cambiaré y me convertiré en la buena persona que un día me prometieron que sería. 

Imagen: Parte de la exposición Relatos pasajeros (2020-2024), de Valentina Améstica.