La noche humana no es total oscuridad, ni lo opuesto al día, sino otra forma de ver. De noche debemos caminar más lento, acentuar el oído y el tacto para recorrer la casa vuelta al bosque; los objetos se tornan distintos, cobran otros usos. Hay algo que se desplaza del orden común en la experiencia de la noche; se alteran las jerarquías, los roles y las nominaciones. La noche es inubicable, pues nunca se sabe bien al hablar de ella a qué día corresponde, ¿es la noche del domingo o ya es lunes?
La noche les hace un tratamiento a los roles diurnos. Patocka escribe que en la guerra triunfan los valores del día1 —progreso, patria, economía, paz (de la guerra)—, sin embargo, esas cosas dejan de tener sentido en el frente de batalla. La planificación de la paz de la guerra queda suspendida por caerle encima una sombra, la que hace de los soldados sujetos conmovidos por la muerte; en una libertad diferente a la del heroísmo, generan una comunidad con los contrarios, hacen una “plegaria por el enemigo”. Cualquier perspectiva solo diurna, unilateral, que pierde su referencia en la noche, será una masacre, afirmó el filósofo.
La experiencia de una noche verdadera es siempre, de algún modo, la de la solidaridad de los conmovidos. Los personajes nocturnos generan una igualdad diferente a la del programa político; es la igualdad del cigarro en el paradero que comparten quienes de manera improbable hubieran cruzado palabra de día, el que viene de fiesta, el puto, el que barre la calle, el insomne. Decir “todos son bellos en la noche” es una forma de decir que el régimen de lo sensible se ve alterado, y a la vez el orden moral, puesto que no hay una luz como centro que organice la experiencia2. Es lo que ocurre en la protesta, en algunas formas de fiesta, experiencias extáticas, pero también en momentos cotidianos que se vuelven extraordinarios: disponen un tipo de igualdad abierta a la contingencia y al azar. Caen también en esas zonas intermedias, a contraluz, los encuentros que ocurren por fuera de la familiaridad, por fuera de padre, hijo, esposa, jefe; suceden intercambios inesperados, fuera de este mundo pero que nos ponen en una relación mucho más entrañable con él, escribe Alexandra Kohan3.
No toda noche es verdadera noche. La noche planificada, cuando se sabe exactamente lo que va a ocurrir y a qué hora terminará, es la intrusión del día en la noche. Como la fila de la disco en que se sabe cómo vestir o qué credencial mostrar para ingresar a la fiesta en el sector VIP. Lo contrario es perfectamente posible: las irrupciones de la noche en el día. La vida clandestina, por ejemplo, tiene esa cualidad, pero no solo la que implica acciones que se ocultan a una ley, sino que también la vida acompañada de experiencia interior produce un vínculo íntimo con el mundo, unas formas sutiles de ver.
Para comprender hay que saber mirar de noche. Aunque no solo de noche. El romanticismo maldito de lo nocturno es también una normatividad, que luego entonces no sabe cómo inventar una vida bajo el rigor del día. La fascinación melancólica o la nostalgia por el pasado le roban a la experiencia presente. Es preciso salir de la noche.
Hay formas y formas de salir de la noche. Me acuerdo de un bar que estaba abierto las veinticuatro horas. No era exactamente un after ni un clandestino, era un lugar legal que tenía un truco: a una hora de la madrugada cerraba la cortina metálica aun con los comensales adentro, y volvía a abrir en seguida. Era un lugar pequeño, pocas mesas —unas chicas, otra colectiva—, su disposición obligaba a circular y a hacer una especie de sociedad nocturna. Pero tenía un límite, una puntuación, el amanecer era un nuevo inicio, el pestañeo de la cortina era la señal para prepararse y empezar el día. Era un límite, pero que daba tiempo para salir de la noche. Esa misma sensación es la que me produce el reclamo de los niños —a quienes siempre se los apura— en la mañana, cuando protestan para tomarse la leche en la cama antes de levantarse, cinco minutos de tiempo suspendido entre la noche y el día: la vida puede ser eterna en cinco minutos. También creo que la expresión “tomarse un café” crea una zona intermedia; encuentro al que se asiste en otra disposición, en disposición de tregua, lo que es también una forma de empezar el día. La vida vivible parece ubicarse precisamente en la dialéctica del día y la noche, no sin conflicto, puesto que no todo es dialectizable: no hay síntesis. Hay modos de existencia, formas de estar en el mundo. La intuición, la ensoñación, son ejemplos de lo que hay en las luces intermedias, modos de ver sin cegarse con el día ni con la noche.
El 24/7 y la luz blanca y continua son guerras a la noche. Si bien las luces artificiales —una lámpara en el dormitorio o en el bosque, las luces de fiesta— pueden hacer noche en la oscuridad, no todas tienen la misma naturaleza. La luz blanca artificial es para Foessel el régimen estético del Estado securitario y del capitalismo neoliberal. Su cualidad principal es que se trata de una luz sin sombra. Es lo que pasa en un centro comercial: puede ser cualquier hora y ninguna, se realiza un no tiempo que borra la diferencia entre el día y la noche. La luz sin sombra obliga a ver y vuelve todo idéntico, pero además obliga a ser visto; es la luz representante del ideal de transparencia y a la vez de vigilancia. No hay forma de escapar: “la blancura es un universal abstracto que anula las singularidades”. Es quizá la experiencia adentro de un ascensor, donde las personas quedan tan expuestas en una caja iluminada, que no saben hacia dónde mirar.
La luz blanca es la luz del fascismo. “No entregaremos la noche”, dijo el general Leigh tras el golpe de Estado de 1973. Pero la luz blanca no es solo la luz de ese tipo de fascismo, también rige para otras formas de represión, fascismos sutiles en la vida corriente: formas de vida sin resistencia, sin lugar a la opacidad, sin diferencias ni vergüenza.
Necesito aquí de una pequeña digresión. En el mito, Epimeteo tenía el encargo de darle algún atributo a los animales para defenderse: garras, plumas, caparazón. Al terminar su misión ve con horror que no dejó nada al ser humano. Para resolver este lío, su hermano Prometeo roba a los dioses el fuego, decidiendo así que la potencia técnica será el atributo humano. Pero todo sale mal, el fuego fascina, pero no salva. Sin sentido de vida en común, hay autodestrucción. Zeus, entre celoso y compasivo, dio a la humanidad dos facultades para sobrevivir: aidós (la vergüenza) y diké (el sentimiento de justicia). Curiosa criatura, cuyas púas son, paradójicamente, la dependencia y la fragilidad. Pero tanto la vergüenza como el sentido de justicia pueden perderse. Si bien creo que aún somos conscientes de requerir de la justicia, no estoy segura de que la vergüenza tenga algún prestigio. Lo sinvergüenza es quizá un síntoma de la época. La psicoanalista Silvia Ons dice que estamos en el imperio del culo, no solo por el interés en lo que hay atrás (todo el afán por las cámaras), sino por la aceptación de lo des-carado. “La era del culo” es la impresión de que todo es posible: estafar, ofender, escribir sin pensar en lo que se dice, bajo la extraña idea de que no hay que pagar los costos de los actos. Lo sin-vergüenza como síntoma implica una curiosa relación entre exhibición y anonimato, puesto que implica mostrar todo, salvo dar la cara: justo lo que nos singulariza y nos hace responsables. Un modo de existencia que articula una alta desinhibición y una baja responsabilidad: luz blanca de un exhibicionismo que genera indiferenciación.
Así como se le puede hacer la guerra a la noche con la excusa de alcanzar un mundo nuevo ideal, existe otra vía de existencia: la de hacer un mundo aún en las ruinas. Una de las escenas más conmovedoras de Una mujer en Berlín, libro testimonial de una mujer anónima a fines de la Segunda Guerra Mundial, es aquella en la que relata que tras ser violadas reiteradamente por los soldados rusos, ella y sus compañeras de refugio parten a limpiar el desastre que había dejado la explosión de una caldera. “El diablo sabe por qué nos matamos trabajando así”, dice, seguramente porque mientras haya cosas que hacer, entonces habrá también mundo4. Cuando los soldados alemanes vuelven humillados, ellas barren los escombros; mientras ellos están paralizados en la venganza, ellas aseguran la continuidad de un mundo: “Somos razonables, prácticas, oportunistas. Estamos a favor de los hombres vivos”, escribe ante la pregunta acerca de qué lado están en la guerra.
El heroísmo es un tipo de riesgo al que después se le hacen monumentos, pero quizá el mayor riesgo que se toma en la vida es, en primer lugar, no morir5. Y responder a la vida.
Como Una mujer en Berlín, hay mitos sobre la espera, específicamente la espera femenina, cuyo signo es la astucia6. Penélope teje y desteje para alejar a los pretendientes que la acosan y así dar tiempo a Ulises, pero en el fondo el (des)tejido es una forma de hacer tiempo para vivir. También Scherezade narraba para postergar un día más la muerte, y en esa creación de tiempo y de la noche, aconteció una historia y el amor. No es casual que en estos mitos quienes esperan son las mujeres; mientras lo masculino ha sido ligado a la acción, lo femenino se ha vinculado a la espera: de sus ciclos menstruales, el embarazo, la espera de la llegada de los que fueron a la guerra, de la llegada de los barcos. En la película Aquelarre de Pablo Agüero, unas chicas jóvenes acusadas de brujería fingían, pero sobre todo seducían, dándole en el gusto al inquisidor, contando historias de brujas y aquelarres. Todo para dar tiempo a sus hombres, cuyos barcos debían arribar pronto. Estas historias tuercen la idea de heroísmo y de acción, puesto que estas mujeres, quienes están a la espera de ser salvadas por los guerreros, hacen otra cosa de la espera: salvan algo para sí y para el mundo.
Hay una solidaridad entre la espera y el pensar: “Labor penelopiana de tejer el pensar”, escribió Benjamin. Pensar es una forma de suspender el tiempo lineal, es la esperanza de que no somos solamente un ser para la muerte. Narrar, pensar, crear, son formas de tiempo suspendido: suspensión momentánea de la muerte. Son un hacer algo distinto a comerse las uñas, hacer una transacción financiera, dar un discurso predecible para quien lo emite. Son cosas que no aceleran el tiempo, sino que tienen la cualidad de hacer espacio, formar una luz intermedia: velan. Son como la artesanía, cuyo hacer forja también al artesano.
Hay cosas que no son, ni aspiran a ser, una proclamación ni una promesa de la gran liberación de las ataduras humanas, sino que son una salida. A la derecha, a la izquierda, lo que sea, un movimiento que salve; tal como dice Pedro el Rojo, el mono humano creado por Kafka en Informe para una academia. Tras ser capturado en la selva se le abre de pronto la oportunidad de hablar, decide hacerlo, no para encontrar la libertad, sino para encontrar una salida: no ser torturado y encerrado. El lenguaje humaniza, pero el protagonista de esa historia sabe perfectamente que eso no significa libertad —le bastaba ver las conductas de sus captores—. La posibilidad del “movimiento soberano” existía cuando era un mono en la selva, y en sus noches con una chimpancé —lo único que mantuvo de mono—; ahora humano, obligado a definir(se) entraba en otra esclavitud, en su caso al menos, mejor que la del zoológico. Comprende rápidamente que ser humano implica una conciencia que expropia de la continuidad con la naturaleza; desarraigados, debemos inventar el mundo humano, y eso no siempre es fácil de soportar. Como dice Paul B. Preciado sobre este cuento: Kafka intuye que no se puede vivir sin alcohol. Si bien aturdirse es una forma de velar la realidad, agregaría que dado que no es posible vivir mirando de frente al sol y a la muerte, por eso hacemos relatos. Le debemos a la metáfora la posibilidad de encontrar sentido.
Por cierto, Preciado hace su propio Informe para una academia (de psicoanalistas), y tal como el mono humano, explica que en su devenir trans no se trata de libertad, sino de elegir su jaula. No es poco. Quien prometa la libertad con mayúscula, es sospechoso; las utopías van cambiando de contenido, creo que ya no hay grandes paraísos sociales, pero sí aparecen promesas de devenir plantas, monos, máquinas. Soy de la idea de que justamente no somos nada de eso —aunque tampoco haya nada esencial en ser humano— porque nos duele la soledad, porque las palabras tocan el cuerpo y porque, aunque no se crea en nada, los seres humanos a veces juntan las manos o cierran los ojos y hacen plegarias. Si bien no hay “el movimiento soberano” hay prácticas de libertad, formas de encontrar una salida. Esas salidas son misteriosas, singulares. ¿Es eso salud mental? En esto concuerdo con Preciado: no es seguro que muchos de sus discursos actuales, sus categorías y tratamientos, puedan velar algo: ni para dormir ni para despertar.
Alguna vez el nombre del velo a la carne cruda fue Dios. Su muerte —que nada tiene que ver con creer o no en un ser superior— significa un cambio en la relación del ser humano consigo mismo. Dios es el nombre de una distancia. Como escribe el filósofo Sergio Rojas, su muerte implica que se acorta la distancia entre un sujeto y el cuerpo; la carne empieza a pesar. No es que solo Dios se vuelva irrelevante, sino que su muerte reduce también al ser humano a lo más absurdo de su materialidad. La muerte de Dios no es solo la caída de un significado, sino la crisis de la significación; nos deja a un paso de la caída en la simplificación y la literalidad.
El lenguaje pierde su capacidad de reparar el mundo. De ahí que las preguntas existenciales o filosóficas no pasen de ser un ejercicio latoso, así como el malestar psíquico se vuelve mudo, aunque grite. Y a pesar de no creer en un “más allá”, va creciendo una sensación de extrañamiento con el mundo; aunque cada vez sepamos más cosas, se profundiza la sensación de incertidumbre.
El silencio psíquico, tal como el silencio del espacio, aparece justo ahí donde, a través del programa del progreso, se esperaba encontrar soberanía, pero nos topamos con el horror.
Salimos de nuestros límites, incluso del planeta, aspirando a todo, pero descubrimos que la visión del espacio es aterradora; como escribe Sofía Brucco a propósito de Wild Blue Yonder de Herzog: “Está vacío, realmente vacío, hecho de cenizas, líneas y espirales. El universo se burla de nosotros con un juego ominoso: el espacio es de una geometría y precisión matemática perfectas y aun así es totalmente inaccesible […]. Hemos ido al espacio y hemos descubierto que la oscuridad es infinita y silenciosa, de una forma total y aberrante. No es el silencio de la poesía ni el del cine, sino el silencio de Dios. […] Hemos ido al espacio y hemos descubierto que la música del caos es el silencio”7. A veces creemos que nos alejamos del origen, cuando, sin advertirlo, vamos regresando a él.
El imperio del día, su luz y su lengua, destruye la vida psíquica cuando se vuelve absoluto; el mutismo existencial es una especie de recaída en la noche originaria. Su correlato de angustia y pánico vuelve imposible hacer la noche: dormir con la esperanza de que habrá otro día. Su silencio es el de la quietud más ensordecedora y maquinal. No es casual que la probabilidad de un suicidio sea mayor entre la medianoche y las cuatro de la mañana: entre una noche que no hay y la imposibilidad de un amanecer.
Notas:
- J. Patocka. Ensayos heréticos sobre la filosofía de la historia. Madrid: Ediciones Encuentro, 2016. ↩︎
- M. Foessel. La noche. La vida sin testigo. Santiago: Metales Pesados, 2020. ↩︎
- A. Kohan. Sin embargo el amor. Elogio de lo incierto. Buenos Aires: Paidós, 2020. ↩︎
- S. Alba Rico. Podemos seguir siendo de izquierdas. Barcelona: Pollen, 2015. ↩︎
- A. Dufourmantelle. Elogio del riesgo. Buenos Aires: Nocturna Editora, 2020. ↩︎
- A. Köhler. El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Barcelona: Libros del Asteroide, 2018. ↩︎
- S. Brucco: “Lecciones de caos y silencio”. http://www.polvo.com.ar/2020/09/herzogbrucco/ ↩︎