Conversación con César Aira: Retrato del artista Imperfecto

[Número 2 – 2003]

“Yo mismo me asombro de que con lo freak que soy ahora me consideren un escritor casi importante. Cómo puede ser, si todo lo mío fue el típico juedo del niño caprichoso que quería llamar la atención, uno más de esos niños insoportables”, dice ―muy en serio y medio en broma― el narrador argentino César Aira, un escritor que, a estas alturas, resulta casi imposible presentar sin caer en los lugares comunes que cualquier reseña periodística considera: que ha publicado más de cincuenta libros, la mayoría de ellos novelas o “novelitas”, como entre displicente y cariñoso prefiere llamarlas; que su obra ha tenido el saludable efecto de desordenar el naipe de la literatura latinoamericana, tan saturada de realismos mágicos y/o sucios; que escribe una página diaria, o sea 365 páginas (100 páginas por día = 3 novelas al año); que publica lo mismo en editoriales prestigiosas que en sellos independientes; etcétera, etcétera, etcétera.

Una fugaz visita a Chile pudo ser la oportunidad para que abundáramos en estos temas, pero la conversación discurrió con tal naturalidad que ha sido difícil de armar, ahora, con esa materia dispersa, algo así como un texto coherente; hay que decir, entonces, que no hablamos demasiado de Aira y sí mucho de Chile, del Paseo Ahumada, de las librerías de viejo, de nuestra renuncia a usar los códigos postales y de nuestra literatura, la que Aira ―vaya uno a saber cómo― conoce al dedillo: desde Blest Gana a Manuel Rojas, pasando por Braulio Arenas (“Los esclavos de sus pasiones es una de las obras maestras más extrañas que se hayan escrito en la lengua española”), Enrique Lihn, Violeta Quevedo, Adolfo Couve, Bruno Vidal, Marcel Matthei y el Dr. Grigurina (la lista es extensa y desordenada, pero se ajusta a un criterio: lejos de interesarse mucho por nuestro laureado canon, Aira anda detrás de los más extravagantes, de los más aireanos). Como digo, hablamos poco de sus libros, pero hablamos. Aquí va algunos fragmentos.

ARTURITO Y YO

Me llama la atención, por esa dimensión experimental que tiene tu obra, que nunca hayas escrito poesía, o al menos nunca hayas publicado. 
Eso viene de un hecho biográfico muy particular. Tengo un amigo de la infancia, de la primerísima infancia, que es Arturo Carreta, Arturito. Nosotros nos hicimos escritores juntos, a los 14, 15 años y nos dividimos los campos. Él se quedó con la poesía y yo con la prosa. Yo nunca escribí poesía y él nunca prosa. Ese fue nuestro pacto, un pacto de honor. 

Tienen algunos temas recurrentes, o coincidentes.
Sí, puede ser, tiene que haberlos porque somos como hermanos. En la Argentina había una costumbre cuando nací, las familias tenían un “álbum del bebé”. En ese álbum mi madre anotó la primera salida mía que fue de mi casa a la casa de mi abuela, que vivía muy cerca. En el camino se encontró con la abuelita de Arturito que lo llevaba en brazos. Arturito tenía un año porque es un año mayor que yo y estuvieron charlando un momento y después la abuela de Arturito le dijo “dale un besito al nene”, entonces lo inclinaron a Arturito sobre mí y él con sus dientitos recién salidos me mordió la nariz. Ese fue mi primer contacto con Arturito, a los 4 o 5 días de nacer y fue un contacto agresivo. Cosa rara que ahora, 55 años después, seguimos siendo nuestros respectivos mejores amigos…

Leí por ahí que él se enorgullece de ser el súper lector de Aira, de haber leído tus cincuenta y tantas novelitas.
Sí, tiene todos mis libros. Arturito es muy sociable y la casa de él siempre está llena de gente, entonces mis libros los tiene todos bien ordenaditos y los tiene puestos no con el tomo para afuera si no que el lomo para adentro para que nadie se los pida prestados. Es muy raro, la última vez que estuve en Cuba en un encuentro de escritores disidentes se me acercó un joven y me dijo “nosotros a los argentinos que más leemos son Aira y Carrera” y yo pensé los dos amigos del pueblo han hecho carrera, que gracioso…

BARBARIDADES

¿Hiciste crítica literaria formal alguna vez? 
Sí, de muy joven lo hice, provocativamente. Cuando empecé a escribir y a publicar no tenía compromisos ni amistades en el mundo literario y podía permitirme cualquier cosa, decir hasta las mayores barbaridades. Había autores a los que se les respetaba de un modo casi supersticioso como Piglia, por ejemplo, todo el mundo hablaba bien de Piglia. Entonces me lancé a escribir barbaridades sobre Piglia, que él no me habrá perdonado ni me perdonará nunca. Eran críticas un poco exageradas, injustas, pero eran por eso mismo, por provocar. 

Con tus libros pasa que la recepción crítica es muy entretenida: sale un crítico y dice no, este no es el Aira de Cómo me hice monja y llega otro y dice menos mal que este no es el Aira de Cómo me hice monja.
En general he tenido demasiadas buenas críticas. Ha habido apenas un par de críticos que me han pegado como me lo merezco. Lo lamento, tanto lo lamento que ahora ese es uno de los motivos que me llevan a seguir escribiendo y a renovarme, escribir contra de la gente que me elogia, ver qué es lo que les gusta a ellos y hacer lo contrario. Afortunadamente hay gente a la que no le gusta nada de lo que yo hago. 

En ese riesgo hay también una simpatía por la imperfección.
Eso es lo que me gusta de la novela, género cuanto en general tiende a que sea todo bueno, a una unidad perfecta. La novela admite la sinuosidad, los altos y bajos, retomar impulsos, volver a perderlos, volver a retomarlos… se adapta más a mi manera de escribir, todos los días, casi como un diario último, un poco impredecible hasta para mí mismo, yo no sé bien qué camino va a ir tomando.

EL MITO DE CHILE

“Si Chile se hundiera en el Pacífico producto de un cataclismo y después apareciera todo vacío”, dice Cesar Aira, “sería posible reconstruirlo con la obra de Manuel Rojas y con la de Alberto Blest Gana. Ahí me parece que está todo Chile. Ahí está el sabor, Chile no como la realidad que es si no como el mito, la leyenda, el mito Chile”. 

Por ahí decías que añorabas el tiempo en que se podía escribir novelas como las de Manuel Rojas.
Claro, Manuel Rojas tiene algo de anticuado, de hermosamente anticuado, de nostálgicamente anticuado. Roland Barthes dice que Voltaire es el último escritor feliz. Uno siempre piensa en esos escritores que hicieron lo suyo antes de que entrara esa duda crítica que nos afectó y que ya es irreversible.

¿Y si las placas se movieran mucho más y el cataclismo alcanzara a la Argentina?
Para la Argentina es Borges. Hay que elegir al escritor cuya obra sea un documento, un registro de lo que fue el alma de ese país. Y para la Argentina ese escritor es Borges. 

HACIA LA DISGREGACIÓN

Tu hallazgo más reciente parece ser Adolfo Couve.
Descubrí tarde sus libros, cuando ya se había muerto. Para mí fue una sorpresa. Siento una gran afinidad con ese intento de lograr esa especie de neoclasicismo, esa frialdad, esa distancia, que me parece que es la receta perfecta para la pasión. Crear una superficie de hielo para que se vea mejor: que el hielo haga de lupa para las pasiones que están atrás. O para las escenas, para las fantasías… él es un maestro. Yo soy medio su discípulo. Él fue avanzando hacia ese clasicismo, ese despojamiento y después, en sus últimos años, empezó a desintegrarse. Esa especie de locura… yo veo que voy en esa misma dirección.

Pero has escrito mil por ciento más que él…
Pero no pinté. Llegué a cierta transparencia en el relato y ahora empiezo a disgregarme, me parece, quién sabe… espero no terminar tan mal como el pobre Couve 

¿Y cómo crees que ocurre esa disgregación en tu obra?
Lo que pasa es que cada vez voy teniéndole menos respeto al verosímil realista. La última novelita que publiqué se llama Mil gotas y cuenta la historia de mil gotas de pintura: un día la Gioconda en el Louvre se disgrega en mil gotitas y las gotitas se escapan, hacen agujeritos en ese vidrio blindado que tiene la Gioconda y se van por el mundo a vivir aventuras. Una se va a Japón y pone una fábrica de velas, otra se va a Oklahoma, la otra a Argentina y así, muchas historias de las gotitas, que tienen amores y aventuras, algunas se van a planetas lejanos… Todos mis amigos me dicen ¡bueno, ya esto es lo definitivo, te volviste loco del todo! Pero no sé, esa es la disgregación que estoy buscando, pasar la última frontera de la libertad y permitirme hacer lo que quiera realmente. De la novela se hizo una edición rarísima de ocho ejemplares.

¿…? 
Es que se la di a un poeta editor, amigo mío, Washington Cucurto ―ya con el nombre está todo dicho― que tiene una editorial en la que hacen los libros con materiales que les compran a los cartoneros. Hizo una tirada de ocho ejemplares y me regaló uno así es que no pude traerles ejemplares a mis amigos chilenos, no estoy para andar regalando. 

En “Contra la literatura infantil” hablabas de los tipos de libros, de la materialidad del libro. De pronto este que saca Cucurto-cartonero puede ser más parecido a lo que te gustaría publicar.
Sí, me gustaría un libro que tuviera tiritas y que se moviera y que cuando uno abriera la página salieran cosas… Pero esos son como fantasías que después entran en las historias de mis novelas. El argumento que yo usaba contra la literatura infantil era que los niños no se merecen esos libros tan lindos que hacen para ellos. Esos libros son los que querríamos nosotros y a nosotros no nos hacen esos libros, nos hacen unos libros todos llenos de letras. Pero no, es un argumento un poco retorcido, creo que quería decir otra cosa.

DÍAS PERDIDOS

¿Revisas los libros que se reeditan?
Nunca, creo que está bien así porque hay que dejarlos, como documentos de una época de la vida. Trato, también, de no corregir lo que voy escribiendo. Eso me sirve para avanzar. A veces cuando uno escribe se da cuenta de que no salió bien, es algo que se siente visceralmente. Hay días que uno no está inspirado o que la cosa tomó un camino un poco sospechoso. Entonces mi idea siempre a sido no volver atrás, porque eso esterilizaría un poco la cosa y se neutralizaría todo, prefiero dejar el texto así como está y justificar el lapsus después con una vuelta de tuerca, un episodio nuevo que le dé valor a eso que salió mal, a esa chapucería que hizo uno. Eso me obliga a subir la apuesta cada vez más y así he escrito siempre. 

¿Y para qué seguir escribiendo? Es una pregunta tonta, pero es una pregunta.
Claro, después de haber escrito tantos libros para qué seguir… No hay una respuesta, o la respuesta es seguir haciéndolo, uno no sabe por qué. De última uno tampoco sabe para qué sigue viviendo, para qué en general. Quizás haya la responsabilidad de dejar registro, de documentar el mundo, documentar la imaginación, lo que ha pasado, lo que está pasando. Yo lo siento así, el día que no escribo es un día perdido, no dejar una huella es como perder la vida. Pero esas son cuestiones filosóficas profundas, en general prefiero cerrar los ojos y avanzar…

Finalmente prevalece una sensación de libertad formal o de libertad a secas. 
Sí, eso es lo único que tiene de ejemplar mi obra. Si alguna lección puede sacarse es eso, que se puede seguir siendo libre, que se puede apostar a la libertad creativa sin demasiado perjuicio.