CRÓNICA DE PRUNUS PERSICA

Sin darse cuenta, siempre tenía algo a su lado, algo constante que miraba desde pequeña por la ventana de su habitación. Aquel árbol durazno que su madre había plantado sin querer hace muchos años atrás, como último recuerdo de su vida en el campo, se transformó con el tiempo en la memoria perenne, pero al mismo tiempo imperceptible para Paula. 

Hasta ahora. 

El día en que llegó el primer caso confirmado a Chile, de ese virus que saltaba país a país como pulga en un perro, fue el último día en que cosecharon tantos duraznos. Su madre los metió pelados en una olla y los coció para luego comerlos helados en esos últimos días de verano. ¿Quién diría que ese día se transformaría en el inicio de una relación? 

Pocos días después le avisaron a Paula que no habría clases presenciales y que serían online. Por un momento se sintió aliviada. En el fondo no quería volver a clases y pensaba que lo pasaría mejor en casa sin tener que levantarse a las 6 de la mañana. Además, podría escuchar las clases acostada y haría todas las cosas que realmente quería hacer y no hacía en tiempos normales.  

Spoiler: nunca las hizo. 

En un comienzo no fue tan extraño. Se conectaba a las clases, escuchaba con atención, cosa que nunca hacía de manera presencial porque a los diez minutos sus párpados se cerraban mientras que ahora, al terminar, se daba el tiempo hasta de hacer ejercicio. ¿Paula haciendo ejercicio? Era un hecho extraordinario en la línea de vida de esta mujer. Tanto que su madre y padre se sorprendieron. Incluso le regalaron un par de buzos para no ocupar el sagrado buzo pandémico, porque sí, ahora ese virus era una pandemia. Sin embargo, no se sorprendieron por el hecho de que hiciese ejercicio, eso lo puede hacer cualquiera, se sorprendieron de la disciplina y constancia. Si un día no hacía, al siguiente la veían hacer el doble. 

Hasta ese momento la relación con el árbol, que ya empezaba a llenar el patio con sus hojas, no era intensa, pero a ojos de Paula cambió a ser algo. Sentada en el escritorio, cuando ya en este punto la atención a las clases viajaba a distintos sueños, creaciones y mundos, sus ojos se posaban en las delgadas ramas del árbol, dueñas temporales de esas hojas amarillas y secas. Ahí se transformó en el modelo de distintas historias de Instagram con música de fondo: Mecano, Morrissey o Los Valentina. En realidad, cualquier canción, porque ese fue el año del descubrimiento musical.  

Ya en mayo sentía que tenía todo controlado. Los dolores de cabeza, espalda y ojos por estar frente al computador. Hasta pensó que esta forma de vida, estar encerrada y sin tener mucho contacto social, debería ser la suya. ¿Pero cómo no se le iba a pasar por la cabeza esa idea si Paula era una persona introvertida, tímida, con pocas habilidades sociales y salía muy poco de la casa si es que no era necesario? A pesar de que esas ideas se cruzaban por su mente no era lo que realmente quería. Ella quería probarse a sí misma, mostrarse al mundo como realmente era y aceptarse como en una película de Estados Unidos. Quería vivir la escena de la película en la cual, rápidamente, en dos minutos todo se soluciona y la protagonista se empodera, casi sin ningún desarrollo, sin explicar cómo ni en cuánto tiempo. Obviamente nuestra protagonista no era tan ingenua como para pensar que eso pasaría, aunque fuese su deseo. Ya llevaba con terapia más de un año para lograr que esa escena ocurriese en la vida real. ¿Pero cómo iba a lograrlo si estaba obligada a quedarse encerrada en casa? Pues la vida, como siempre, no coopera mucho. 

Cuando el durazno ya no tenía hojas y vivía bajo un cielo gris pálido escuchó mientras estaba en una clase durante la mañana que su padre entraba a la casa. Paula sabía por qué llegaba tan temprano y ese árbol también. En este punto, Paula y ese árbol se habían vuelto íntimos. Al final solo él veía cómo se reía de los chistes de sus compañeros en una videollamada, lloraba al tener pensamientos fatalistas sobre el futuro, escuchaba sus sentimientos verbalizados a su psicóloga y vio su cara de frustración cuando su padre llegó desempleado a la casa. 

Este hecho era algo que de alguna forma veía venir. Al final era un milagro que aún tuviese trabajo. La vida pandémica con su padre en casa no era tan diferente a como la estaba llevando hasta ese momento, porque se hablaban poco. Pero lo que sí, empezaron los problemas domésticos. Si su madre trabajaba, ¿por qué tenía que hacer el aseo ella? Si su padre estaba cesante, ¿por qué no hacía el aseo él? En fin, fue un loop eterno. 

Las vacaciones de invierno, que no se sintieron como vacaciones de invierno, fueron frente al computador y a ese árbol. Cuando no hacía tanto frío Paula iba al balcón y se sentaba en un cajón que puso su madre para unas plantas. Antes, ni loca se sentaría a vista de sus vecinos por el miedo a que la molestaran y la sacaran, pero ya estaba harta de su pieza. Ahí hizo un dibujo del árbol, lo pintó al óleo y lo tiene colgado en su pieza. Tenebroso y oscuro, parecía que tenía dedos y que tomaría en su poder a cualquier ser que lo mirase con malos ojos. Ojalá hubiese agarrado a la vecina, pensaba ella. Pero luego se arrepentía.

Las pocas lluvias cesaron, su padre seguía desempleado y las clases volvieron junto con los colores en el durazno. El color rosado. Siempre había renegado del rosado por ser asociado a lo femenino. Niñas de rosado, niños de azul. Pero en ese momento, ya amaba el árbol y amaba el color rosado que brotaba día a día, a su tiempo, en las ramitas que habían sido tenebrosas unas semanas atrás. El cielo empezaba a verse más celeste y el sol se asomaba con más ganas casi como en un comercial del jugo Zuko. Y, al mismo tiempo en que los rayos del sol se asomaban, las cuarentenas empezaron a desaparecer poco a poco. Apenas su comuna salió del confinamiento, los padres de Paula decidieron viajar al campo y visitar a su abuela. Paula se quedó en casa sola, ya que debía estudiar para una prueba. Pensó que sería un pequeño entrenamiento para cuando en algún momento de su vida pudiese independizarse. 

Otro spoiler: reprobó el entrenamiento. 

Estuvo una semana sola. Sin hablar con ningún ser humano de manera normal. Era ella y sus pensamientos. Obviamente hablaba por teléfono con su mamá cuando la señal del campo lo permitía y hacía videollamadas con sus compañeros, pero no era lo mismo. Ahí fue cuando se sintió sola y todo lo luminoso del color rosa de su árbol se esfumó. 

Durante esos siete días vio todo oscuro. Volvió a pensar en la falta de esa red que debía amortiguar las caídas y que ella no había construido. Sintió que todo el dinero invertido en una psicóloga quizás no había funcionado para nada, aunque le cayese bien y le gustase hablar con ella. Luego sintió culpa porque, al fin y al cabo, ningún familiar había muerto por el virus, nadie se había enfermado y nadie había estado en algún tipo de riesgo. Estaba en un círculo vicioso. Por suerte, pudo salir. ¿Por ayuda de las sesiones de terapia que había tenido durante un año? Quizás, pero probablemente se necesite más información para responder esa pregunta. 

Al volver sus padres y al asegurarse de que al menos no murieron por un accidente automovilístico en el sur, vino otra idea a su mente. Una más luminosa quizás, más cursi, más rosa: el amor. ¿Es tiempo de encontrar el amor en otra persona?, ¿era su momento? Es un poco extraño pensar en eso cuando todos los días, al prender la televisión, aparecen cifras de fallecidos que no tendrán la oportunidad de pensar: “¿Es mi momento de encontrar el amor? Puede que sí, puede que no”, pero al final ella estaba viva y le dieron ganas de sentirse querida. 

Estaba todo el mundo con la idea de vivir el día a día porque podría ser el último. En realidad, siempre ha sido así, pero ahora lo sentían en la cara. Ahí fue cuando se le ocurrió descargar Tinder. Sí, cayó en esa aplicación quizá con la esperanza de conversar con alguien que no fuese de la universidad y quizá conocer otras realidades. No se iba a casar ni nada, pero de todas formas se sintió extraña. ¿Es esta la forma de conocer personas hoy en día? No era netamente una adulta, tampoco era una adolescente, pero había nacido análoga como una adulta y vivido la adolescencia con menos tecnología que la actual, pero tecnología, al fin y al cabo. Al sobre pensarlo se sintió en un limbo, era como si no perteneciera ahí, aunque fuese solo otra forma de conocer personas.  Entonces empezó a ver el catálogo. Se preguntó cuántas personas la habían descartado, porque al menos ella había desechado a un montón. Terminó haciendo match con dos. Uno estudiaba psicología y parecía entretenido hasta que la llenó de memes que le aburrían. El otro estaba egresando de literatura, le cayó bien y ella a él, pero después no hicieron tanto match como al principio. Al menos conoció varios títulos para leer en la posteridad.

Su paso por Tinder duró poco y tampoco niega volver a esas tierras. Luego pensó en si, quizás, le coqueteaba a alguien de Instagram. Responder una historia, reaccionar a algo, comentar, lo que sea, pero por cosas de la vida no tuvo que hacer nada de eso. Un joven bastante atractivo le respondió una historia en donde se veía solo su árbol casi completamente rosado con una canción de Christine and The Queens sonando. Desde ese entonces hablaron por casi dos meses de manera constante, pero nada serio. Ella quería decirle que esperaba conocerlo en persona, solo para comunicarse con gente nueva. Quería que él se transformara en un primer paso. Nunca se atrevió y él tampoco avanzó más. Tampoco sabremos si le hablaba porque era amable con Paula o porque nunca se atrevió a dar el primer paso. Esa pequeña relación virtual se fue esfumando poco a poco hasta que hoy solo se siguen mutuamente pero no se hablan. 

Entonces, esta joven no logró nada con el amor. Tampoco se desilusionó. No era el momento y tampoco era fácil encontrar a alguien como si nada. Bajo ese punto, empezó a volver a enfocarse en sí misma. Siguió asistiendo a las clases virtuales, aunque con menos ganas que al comienzo de año, hacía ejercicio y empezó a escribir poemas. No funcionó. Escribió pequeños relatos. No le gustaban mucho y los desechó. Pintaba. Coloreó algunas cosas que no le terminaron de agradar, pero les daba pena botar y quedaron guardados. Hasta que dejó de hacerlo. Solo terminó viendo películas y series. 

Casi al terminar el año académico Paula experimentó de algún modo la muerte. Tuvo que viajar al campo de un día para otro por la muerte de quien había sido la imagen de un abuelo, aunque no lo fuese sanguíneamente. Pero fue raro cuando lo contó a sus amigos, porque no fue por algo relacionado con el virus. Fue la vida. Sin embargo, morir por viejo no pesó tanto para el resto. No fue un número más para las cifras, solo un “al menos no fue por el virus”, “pudo estar intubado, pero se fue tranquilo”, “no vio lo feo que está el mundo ahora”. La verdad no fueron respuestas que esperaba, aunque tuvieran un porcentaje de verdad. Aún así, terminar su año con muerte no era algo que vio venir a pesar de las circunstancias. Fue la primera muerte y eso apretó un botón: se iniciaba el deceso de la generación más vieja en su árbol genealógico, es decir, todos moriremos. No es que lo haya descubierto en ese momento, sino que lo sintió. Sintió terror. 

Al volver del funeral terminó el semestre de la universidad y se sintió consolada. Al menos había terminado una cosa. Pero también desolada. Se decía: “¿Es esto vivir la juventud?, ¿tendré que contar esto cuando sea mayor?, ¿cuáles fueron las cosas alocadas que hice en mis veintitantos?”. Quizás estaba siendo exagerada, pero no podía evitar pensarlo. 

Todos estaban haciendo un recuento de lo que había sido este año y se daban un perdón por no ser suficiente, porque si sobreviviste no fue fácil. Aun así, para Paula perdonarse era complicado. 

A fin de año al hacer limpieza del teléfono se dio cuenta que por fin tenía un recuento de su aspecto. Con las fotos que había mandado constantemente a sus compañeros haciendo muecas vio su pequeña evolución. Su pelo había crecido desde un pixie a una melena que rozaba los hombros, tuvo flequillo, se tiñó un mechón blanco, su rostro pasó eternamente con alguna espinilla en algún lugar, hubo momentos cuándo se depiló el bigote y otros no, unos días tenía ojeras enormes y otros días casi nada. En ese recorrido fue como volver atrás, incluso sabía en qué estaba al sacarse la foto. Sabía cuando había estado triste, con miedo de volver a tener una depresión, había tenido crisis de ansiedad, momentos de aburrimiento absoluto, entre un montón de otras emociones que se veían reflejadas en cada expresión fotografiada. 

Quiso hacer lo mismo para el próximo año sabiendo que no sería lo mismo. No sería espontáneo.

Las vacaciones de verano volaron como nunca y al cumplirse un año del primer contagiado en el país, los padres de Paula decidieron que era momento de cortar el árbol. Ese año casi no había dado ningún fruto, se había roto una gran rama y las hojas casi nunca alcanzaron el verde veraniego. Estaba muriendo. Todos mueren.

Sintió mucha pena al ver cómo ese árbol que había presenciado los juegos de niños en el pasaje, las caídas, las lágrimas tras la ventana, las risas en asados y las copuchas de las vecinas, ahora no iba a estar. Ese árbol que salía en el fondo de las fotos en las distintas estaciones como alguien ignorado eternamente. Y ahora, que había sentido un aprecio y lo había amado durante un año, se iba. Sentía un vacío al mirar la ventana y ver que las hojas no tapasen parte de la calle. 

Pero bueno, ya no quedaba nada más que decir ni hacer, solo seguir. Paula continuó con las clases virtuales, sin el árbol compañero y sin una esperanza real, sino que esta vez intentaba fluir. Ya el próximo año vería otra estrategia de sobrevivencia, esperando que no sea una contra los zombies.