Curepto es mi concepto

[Número 45 – 2023]

Fidel Sepúlveda Llanos, el autor que homenajeamos aquí con ese verso suyo que suena a eslogan fallido de Sernatur o a forclusión gangsta, dirigió el Instituto de Estética de la Universidad Católica y se impuso la tarea nada modesta de fundar un nuevo paradigma para el estudio del arte. La sofisticación de su trabajo epistemológico no parece coincidir con la insidia de quienes despectivamente lo tildaban de huaso, a menos que se adorne el epíteto con algún prefijo esnobista. El poema en cuestión se publicó en un libro titulado Geografías, de 1974, y en él se sintetizan algunas de las experiencias más comunes en relación con el territorio. Dice Sepúlveda: “De Curepto, / mire amigo, / yo no acepto / que diga bellaquerías. […] ¿Que ahora está arruinado? / ¡Por honrado! / ¿Que lo han envejecido? / ¡Los años y lo sufrido! […] Y por eso / yo no acepto / a ningún inepto / que diga bellaquerías / de Curepto. / Perdone lo que le digo, / amigo, / pero ese es mi concepto / de Curepto”.

Larismo

El topógeno lárico se define por una simultánea maniobra de deslocalización y relocalización. Desde aproximadamente 1950, proliferan los discursos que ponen en tela de juicio el valor nacional adjudicado a la periferia del territorio. No costará mucho ningunear a Latorre y a lo que se comienza a considerar un agotador desfile de yuntas de bueyes. En sus metatextos, Teillier desecha el sello descriptivo que había orientado la relación con el referente en el segmento previo, sustituyéndolo por un retratamiento de las materias locales en función de su verdad oculta, secreta, universal, trascendente, metafísica, profunda. Al paisaje —se dice— hay que verlo más allá de las apariencias, o como un signo que esconde otra realidad. Al territorio se accede ya no directamente sino por medio de una convención. En lugar de pueblos vistos y transcritos, se hablará de pueblos leídos y
prescritos o reescritos.

En cuanto a la identidad de los enunciadores láricos, lo más relevante es la postulación de una lateralidad o de una marginalidad que contrasta con el centralismo de los baqueanos criollistas. Este cambio tampoco se halla libre de sospechas, y así lo pondrán de manifiesto quienes ven a la buena nueva teillieriana como un colofón de la estadía en la metrópoli y no como la posición que el poeta intenta estipular, o sea, ni arriba ni en el centro, sino al lado de (los objetos referidos) y al margen de (la sociedad moderna y capitalina).

Aunque la axiología lárica no es estable, puede decirse que en ella la provincia asciende sin que le haga falta modernizarse. Aureolar un espacio renuente a su dinamización, ese tan manido “orden inmemorial de las aldeas”, desde luego que conlleva un riesgo político. A Teillier se le reprocha su afán por reforzar el estancamiento en tiempos libertarios. La contradicción se resuelve mediante un “hipérbaton histórico” —dicho a cobijo del oriolano Mijaíl Bajtín— que ubica en un mismo territorio tanto al pasado inmemorial como al futuro deseable. Sabemos, sin embargo, que sujetos como Enrique Lihn nunca se tragarían del todo esta monserga, y que no son pocos los que aún repelen al lar como una poética repetitiva y hasta majadera. Según recuerda Luis Oyarzún, algún crítico de la época retomaría la célebre frase de González Martínez para recomendarle a Teillier que le torciera el cuello al ganso, en alusión procaz a esas “jocundas aves que croan más de una vez en sus versos”.

Con diferencias evidentes, la obra de Teillier, la de Efraín Barquero y la de Rolando Cárdenas comparten, por un lado, un vaivén entre diversos grados de referencialidad y, por el otro, la
exposición de un contorno que excede a la nación. En el larismo disminuyen las nomenclaturas endémicas, las loicas y los peumos mimados por los héroes y heroínas del criollismo, aunque las remisiones a toponimias concretas siguen constituyendo un punto crucial, de forma que el pueblo fantasma o el país de nunca jamás se relocalizan en espacios ejemplares como Lautaro, La Frontera o Magallanes.

Regionalismo

Sugerimos como fecha de arranque a 1973, cuando las botas militares —a decir de René Jara— han hecho que la modernidad empantane ya definitivamente las aguas de Lautaro. Es una fecha, sirva aclararlo, que marca no tanto un comienzo absoluto como una intensificación. De lo que llamaremos regionalismo hay antecedentes al menos desde 1908, año en que Carlos Soto Ayala edita su Literatura coquimbana, el parnaso regional más antiguo del que se guarden registros. ¿Cuáles son los rasgos del tercer topógeno? El empleo de paratextos que en vez de nacionalizar materiales varios —como sería usual a inicios de siglo— se empeñan ahora en “nortinizarlos” o “ensurecerlos”; el sello ponderativo, la exaltación de una comunidad subnacional con ayuda de la literatura allí localizable; el aumento de las enunciaciones proferidas desde las regiones, esto es, un nuevo cambio deíctico; y, por último, la relación histórica con el proyecto regionalizador impuesto por la dictadura pinochetista.

El retoño dilecto de este período es el parnaso regional, que podría ser descrito como un catálogo voluminoso, generalmente una antología o un diccionario, en el que se celebra el territorio propio valiéndose de los poetas y narradores que en esa región han nacido, o de los que allí se han avecindado, o de los que sobre ese lugar han escrito o garrapateado. Los parnasos a veces rayan en la magnificación, como lo demuestran los trescientos veinte autores que Matías Rafide une a la literatura del Maule, o los quinientos que Matías Cardal afilia a la del Biobío, o la cifra similar de reseñas que Ernesto Livacic agrega a su Historia de la literatura de Magallanes. Si un excelentísimo poeta escribió que de la virginidad prolongada a la prostitución hay apenas unos pasos, el regionalismo parece oscilar en cosa de segundos entre la pérdida radical de autoestima y el pseudotriunfo o el autobombo, entre el fracaso humillante y las fantasías de un narcisismo de las pequeñas diferencias.

Sea a través de mamotretos o breves notas de prensa, los y las regionalistas fluctúan entre la percepción quejumbrosa o enfurruñada de su desmedro frente a la hegemonía del centro, y la ostentación hiperbólica de los méritos literarios (temáticos o biográficos) de cada zona. El orgullo por nuestros paisajes, nuestros libros o nuestros poetas, desemboca casi siempre en un gesto de canonización compensatoria, que permite a los fabricantes de adefesios líricos —por el solo mérito de su oriundez o su afincamiento— figurar en compañía de premios nacionales o de premios Nobel. Quienes quedan marginados de las bellas letras chilenas rentan así del consuelo de ser aplaudidos como poetas iquiqueños, chillanejos o temuquenses.

El operador regionalista se presenta como alguien de ahí, y que permanece ahí al momento de pergeñar su respectivo parnaso, no habiendo salido aún del entorno inmediato (como lo hiciera el migrante lárico), ni habiendo vuelto ya enriquecido a la metrópoli (como estilaran los baqueanos supercriollos). A contramano de este arraigo que se dice voluntario, el regionalismo sigue muchas veces las directrices del rediseño castrense, que concibe a la región como un modo de pertenencia alternativo en vista del peligro supremo que revestirían las juntas de vecinos y otros focos de “contagio marxista”. Es el centro el que decide combatir la concentración de oportunidades en Santiago (tenido de costumbre como un falso El Dorado), puesto que tal concentración termina frustrando a las provincias y haciéndolas presas fáciles de la anarquía, de la lucha de clases y de la subversión que suelen tentar a los paletos que se desplazan hacia los bordes urbanos. El topógeno regionalista, como lo insinúa un bizarro florilegio de la dupla Montes y Orlandi, se acoplaría entonces al deseo militar de generar identidad cultural entre conregionales.

Provincianismo

La cuarta visión que reseñamos es, ahora sí, propiamente un tópico, “un material preformado que se mantiene en la tradición, pero cuyos orígenes son ignotos” (es la definición elegante de María Isabel López Martínez). El tópico de la provincia se funda en un modelo al que podemos designar como geoestatus, a saber, la hipervaloración del centro y la minusvaloración de la periferia en un contexto subnacional. Su efecto de Perogrullo es la verticalización valorativa del par centro-periferia, de manera que el primer término queda instalado también “arriba”. Por de pronto, la capital aparece como el único lugar deseable, el único lugar de llegada, el único horizonte de realización individual y colectiva. Si lo pensamos como una réplica a escala de los imperialismos modernos, veremos que este esquema se reitera inclusive entre quienes se mueren de rabia o de pena por los abusos que comete el primer mundo. Es como si lloriqueáramos por las pateaduras que nos da el matón del colegio y enseguida llegáramos a nuestra casa a flagelar al hermano menor. No estaría de más preguntarse qué pasaría si la mitad de las monstruosidades o bellaquerías que hasta hoy se predican sobre los sujetos de provincias se dijeran de un afrodescendiente, un judío, un mapuche o una mujer. Lo provinciano es todavía una otredad condenable con total impunidad, una otredad demasiado ligera, por ejemplo, para los paladines poscoloniales o para las conciencias espabiladas que promueven las leyes antidiscriminación.

El tópico completo o algunas de sus estabilidades campean en Martín Rivas, en las crónicas de Jotabeche, en las comedias de Barros Grez, en las novelas de González Vera, Daniel Belmar, Marta Brunet, Adolfo Couve o Gonzalo Contreras, pero además en otras literaturas (partiendo por Madame Bovary y cierta fracción de la narrativa francesa) y en otras latitudes y en otras hechuras semióticas (desde Fellini a Borat, desde Dogville a Smallville o Yonville o Pleasantville o Springfield). La condena no nace acá de un factor sexogenérico, etnorracial o socioclasista, sino de la capacidad impregnadora de un espacio tan nocivo que acaba lisiando a sus habitantes. El geoestatus es un ejercicio de petulancia cultural y una práctica clasificatoria basada específicamente en el territorio.

Son seis estabilidades, a lo menos seis pilares narratológicos los que mixturan el tópico provinciano. Ninguno de estos pilares podría existir si no existiese el geoestatus. a) Minusvalías: Como se supone que la provincia es un espacio que no cambia o que no se moderniza, cunden las patologías capacitistas de la movilidad, del hábito y de la visión, como aquella mirada corta que, de acuerdo con José Martí, era típica del aldeano convencido de que en su terruño se encontraba el eje del universo. b) Sedentarismos: La obstinación del provinciano en “quedarse” redunda en una experiencia mitigada o espuria de la modernidad. c) Huidas: El provinciano quiere y debe irse; su relación con el espaciotiempo prestigioso es también una modernidad vicarial, manifestada como un deseo de centro que en ocasiones se trueca en una laboriosa resocialización (léase Martín Rivas siendo reevaluado a ojos de los Encina). d) Retrasos: Los vecinos de la provincia sinceran su aspecto degradado como un espectáculo cómico y demodé; el “ser” provinciano se totaliza en el “parecer” y a la primera ojeada. e) Topofobias: Visitar la provincia es un padecer constante; narrarla, un continuo devaluar; los pueblos de Chile asquean, enferman y contaminan a los forasteros. f) Esterilidades: Las uniones endogámicas no pueden sino incubar más minusválidos; el capital erótico se distribuye entre dominatrices, inseminadores y sementales metropolitanos; aldeanas desechables y pueblerinos sexualmente indigentes. Lo que no se mueve —ya retumba la matraca— se corrompe. Descrita mil veces no como un remanso sino como una charca, una noria insalubre donde se pudren los proyectos, un espacio sin posibilidades de elección o transformación, un fantoche de vida detenida cuya única función es servir de trasfondo para el dinamismo de afuera, la provincia parece ser, pese a todo, el bodrio que un Chile tragón de territorios ha ido arrojando desde hace más de un siglo y medio en sus producciones literarias.

Perspectivas

A Clifford Geertz podemos rapiñarle dos imágenes que confirman aparatosamente el carácter cambiante de los ordenamientos espaciales. En la primera, el rey Hayam Wuruk sale de la capital de Java presidiendo un desfile por doscientas localidades dispersas entre más de veinticinco mil kilómetros cuadrados. Este desfile avanza por senderos que a duras penas soportan el paso de medio millar de carretas y una muy efectista troupe de elefantes, monos y camellos. A la caravana la escoltan multitudes de aldeanos perplejos que rivalizan en el monto de sus tributos. En la segunda imagen, la nomadía capitalina se convierte en una condición perenne. A fines del siglo XIX, la corte de Mulay Hasán de Marruecos es más bien un campamento que dura unos días o unos meses antes de emplazarse en otra región. Las expediciones por todos los rincones del país, sin que llegue a establecerse nunca una metrópoli fija, son vistas como una señal del vigor y de la divinidad del monarca, a tal punto que sus ministros deciden proseguir con la marcha incluso cuando Hasán es ya un cadáver hediondo, risiblemente escondido dentro de una tienda en la que todavía se depositan regalos y manjares. Con una serie de modelos espaciales hemos querido mostrar lo que por estos lados constituye la lógica hegemónica de visualización: maneras de ver y de representar que a veces influyen en el uso social del territorio. Se habrán notado, por una parte, las consecuencias nada enaltecedoras que estas imágenes tienen de vez en cuando para las provincias, así como las tensiones internas que el proceso notifica. Lo que queda momentáneamente afuera es inmensurable —Cristo de Elqui, El lugar sin límites, tierra del valle central que Juan Luis Martínez atesora en una bolsita, etcétera—, pero para finalizar convendría más referirse a ciertos incidentes que plantean opciones, cartografías críticas, otras estructuras del sentir.

Ante el tópico y su pretensión de calco, de verdad indiscutible (“escribimos sobre pueblos-de-mierda porque esos pueblos-de-mierda objetivamente existen”), una solución es la metaficción y la parodia. Así lo muestran las obras de Marcelo Mellado y Andrés Gallardo, donde la condena se dirige ya no al espacio per se, sino al discurso que lo construye o lo tematiza, ya no a Curepto (en nuestro caso) sino al concepto que tenemos de Curepto. Lo significativo es que estas narrativas se mantienen dentro de la misma trama textual, pero retorciéndola. Ocupan los viejos nombres (paleonomios se llamaban en slang deconstructivo), pero reubicándolos en un rango diferente. Lo de ellos sigue siendo provincia, pero una nueva provincia, que es el título de una gran novela de Gallardo. Sería casi una inversión o una dignificación del insulto, como se ha verificado en un ámbito distinto con términos como queer o cripple.

Si a la provincia se la desprecia por su falta de movimiento, por esa condición de agua estancada y viciosa, otra reacción posible es mostrar que la inmovilidad no es necesariamente un disvalor. El movimiento inagotable, el criterio ascensional —como en su hora lo aseverara el argentino Rodolfo Kusch— no es más que un deporte mesiánico de la modernidad urbana, indiferente para quienes buscan no tanto desarrollarse como domiciliarse, no tanto “ser alguien” como “estar siendo” o “estar no más”, vivencia apreciable, sin ir más lejos, en los libros de Carlos León. Por lo demás, si hablamos de estancamiento, difícil que haya algo más estancado que el mismo tópico de la provincia, con sus situaciones estándar y sus personajes sinónimos, por décadas y décadas, hasta el hartazgo.

El desprecio del espacio regional como localización epistémica, aquel estereotipo que habla de una escritura ingenua y pasada de moda, se contradice efectivamente mediante la formación de contracampos o subcampos literarios, lo que sucediese en los sesenta con grupos provincianos como Trilce, Tebaida y Arúspice. Y al establecimiento de un mapeo único, donde a las regiones solo les cabe rendir tributos económicos y espirituales a la nación o a su capital, puede contestarse con recorridos a la deriva, aleatorios, alternativos a ese atlas nacional que siempre se construye de norte a sur (país de rincones y loca geografía) o teniendo al centro como foco o como meta. Habría por cierto otros mapas ficcionales, mapas menos represivos, como los que laten en Violeta Parra o en la rokhiana Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, y otras direccionalidades, silenciadas por la imposición vertical nacionalista, como aquella que se afirmara en sentido oriente-poniente cuando el Maule era un río navegable y era también la base de una geo cultura transcordillerana y transcontinental, mucho menos comunicada con Santiago que con Argentina y con Perú, Ecuador y hasta California.

Pero burlarse no está mal, como lo hacen los poetas de San Antonio en los relatos de Mellado o los separatistas de Coelemu en Gallardo. Dicen que el propio Fidel Sepúlveda, cuando le querían sacar fotos en Santiago, es decir, cuando le querían disparar, cuando lo querían fijar, cuando lo querían capturar, posaba siempre muerto pero muerto de la risa. Todo cuenta con tal de escapar a la inmovilización perversa que se atribuye a Curepto y a nuestros pueblos abandonados.

Imagen: Horizonte de posibilidades (2020), de Cristian Toro, serigrafía en tres colores.