El cuerpo mítico del puerto

[Número 30 – 2015]

Un poeta y dos editores viajan en un pequeño auto al funeral de Arturo Rojas. Se trata de Mauricio Torres Moyano, Pablo San Martín y Eric Carvajal respectivamente. El evento será en la caleta de Horcón, Rojas alcanzó a permanecer treinta años en la tierra. El lazo del grupo con la literatura está vinculado a él, en particular a una de las antologías que gestionó y que fue la primera publicación de este trío. El auto va silencioso. Es el primer caído de una microgeneración literaria post dictadura en el puerto de Valparaíso.

Carvajal tiene todo el equipamiento que necesita producir cualquier libro que desee. En medio de la impresión de boletas, anuarios y libros por encargo imprime libros de escritores de Valparaíso en cortas tiradas.Con los años los hará de narradores de distintas partes del país. Ellos no lo conocen demasiado, pero sólo unos días antes había tenido la visita de Arturo Rojas. Eric lo echó, lo consideraba un desquiciado, El silencio se rompe por la promesa de realizar unas obras completas del fallecido. En el rito final comparten escritores del puerto con militantes más antiguos de las Juventudes Comunistas, que tuvieron como compañero a Rojas en su etapa universitaria.

LAS NOCHES

Nueve años antes de aquel sepelio, Rojas llegaba a Valparaíso. Venía de Puchuncaví, pueblo del interior. A pesar del carácter perdido de estación clave en los tránsitos Atlántico-Pacífico, el magnetismo del puerto frente a las localidades productoras de materias primas del interior jamás se perdió; ir a Valparaíso incluía la leyenda de la bohemia desatada, imposible en algún otro lugar de Chile. Rojas fue víctima ―como muchos― de ese magnetismo. Entró a la Universidad de Playa Ancha.

Una noche de la semana se leía poesía hasta el amanecer en dos bares patrimoniales. Se mezclaba público y autores porque cada oyente era un potencial poeta inmerso en un paisaje de poetas que pertenecían a la ciudad. Por la dictadura no habían podido gozar la noche de Valparaíso. Un extranjero organizaba todo. Esperaba replicar la movida beat de San Francisco a falta de industria editorial. Los jóvenes universitarios necesitaban escuchar sus voces sobre otras; qué mejor que un micrófono abierto para enfrentar a los borrachos antiguos que no entendían que hacían allí esos advenedizos.

La ciudad enfrentaba un tránsito incómodo; sus calles se llenaban lentamente de ambulantes como no sucedía desde 1940. No existían cupos de trabajo que absorbieran la población escondida en los cerros, quienes bajaban a ganarse la vida de maneras legales o ilegales. La ciudad ya no era un puerto bullente más allá de cierta bohemia, nunca podría volver a tener la misma vida que en los años sesenta.

POETAS EN VALPARAÍSO

La poesía de Valparaíso está anclada en la mitificación de la ciudad en su carácter de puerto, fundamental en los tránsitos interoceánicos hasta la apertura del canal de Panamá entrado el siglo XX. Hasta aquí llegó atraído Rubén Darío, poeta que impulsó el modernismo con Azul (Excelsior, 1888). Paseó como un dandy, en los salones de clase alta y en las guaridas de ladrones.

Neruda tuvo una de sus tres residencias en un cerro con amplia vista al mar y Gonzalo Rojas publicó su primer libro en el puerto, mientras aún era un obrero. Más cerca está Arturo Rojas en un mapa de relaciones de la poesía porteña con cierta tradición delirante, de los saltos temáticos, de los versos de Guillermo Quiñonez o las acciones de Arturo Alcayaga.

En los poetas fundamentales de Valparaíso está Carlos Pezoa Véliz. A diferencia de los otros llegó a la ciudad huyendo de una asociación anarquista a la cual estafó en su cargo de tesorero, según la biografía de Antonio de Undurraga (Nascimento, 195).

MARUSIÑA

Rojas armaría su primera antología solo un par de años después de entrar a la universidad, aseguraría una existencia definitiva a todos los papelitos rayados entre clases y cervezas de los alumnos de la UPLA. Esa vocación se extendería a la política, integrándose a las Juventudes Comunistas y llegando a participar en la Federación de Estudiantes.

Pocos conocen que Pezoa Véliz tenía un lado de prosista tan abultado como el de poeta. En el periódico obrero La Voz del Pueblo publicó el perfil de Marusiña, un declamador y agitador social que murió de hambre, alrededor del mil novecientos. Cien años después Rojas haría el mismo trayecto miserable de Pezoa Véliz para caer como Marusiña.

Rojas deseaba decir muchas cosas, casi siempre bellas. Gustaba de leer versos, de hacer frases entusiastas, de alabar a los que estaban con él. ¡Cuánto me hizo sufrir su virtud! Las pocas veces que lo encontré en mi camino conocí alguna pellejería suya. Entonces desaparecía su sonrisa bobalicona de pobre diablo, se ennoblecía en su gesto de sencillez y las ideas de regeneración social brotaban a borbollones de su enorme boca de chiquillo hambriento.

La única publicación después de su muerte fue un pequeño artículo en La Estrella, el diario fascista popular del puerto. En el recuadro se recordaban sus antologías, decían que era un bohemio, ni siquiera se especificaba que había muerto de hambre rodeado de sus escritos, determinación tomada por su propia mano; su última acción artística antes de atravesar la vejez de los treinta años.

MITOLOGÍA Y LOCURA

Si cada mito necesita quiénes lo mantengan Rojas era el fanático que promueve la divinidad en las puertas de las casas, gritando en plazas y esquinas, tocando timbres y amenazando, todo por la poesía. Caminaba de noche con una serie de autoediciones a la venta, produjo alrededor de veinte títulos, llegó a los dos mil libros artesanales, inventaba editoriales que sólo eran él mismo y su desmedida fe.

No editar. Palabras de Juan Cameron, el mayor poeta vivo de Valparaíso, en la necrológica: “No es que Rojas fuera un poeta destacado. No lo fue. Su desorden escritural lo obligaba a imprimir y publicar todo cuanto escribía […]. Una simple selección hubiera bastado para encarrilarlo. No la quiso; no era necesario en su proyecto”. Llevar a cabo la broma de Osvaldo Lamborghini reproducida por César Aira: “Yo publico antes de escribir”.

Buscando los antecedentes del mito: partió al sur casi sin dinero con los poemas de una de sus dos antologías impresas. Empapado por la lluvia se equivoca de pueblo, fue guiado por los lugareños hasta encontrar a Gonzalo Rojas que después de negarse y conmoverse garrapateó un manuscrito que se reproduce con la publicación.

            Viajo por los vientos
            Con ascensores y cerros
            Inmemorial piedra del océano
            Soy diamante de misterios
            Lo que solo el aliento de un viejo ebrio podría contarte
            Lo que solo de mirar tanto podrías imaginar
            Volvemos a escuchar perros que ladran en el cielo.

Rojas dejó de trabajar para los demás y se volcó en sí mismo, abandonó la política. Se encontró con otro escritor y propuso realizar un ciclo llamado “los dos mejores poetas del universo” en el cuál participaba él y su relativo interlocutor. Trató de vivir en la poesía vendiendo las ediciones únicas de sus libros que habían dejado de ser fabricados en imprenta para ser pintados con témpera en sus portadas con siluetas borrosas, afinando el pulso para que su nombre fuera legible.

Un “indigente de la poesía” como diría el escritor Álvaro Bisama. Enfrentados en el centro de la ciudad Rojas sacó un arma blanca para ajustar cuentas con el crítico. El arma tiene distintas características según quién relate la historia, actualizando el mito de la violencia en la poesía chilena, protagonizado por los grandes poetas del siglo XX, como Vicente Huidobro, sin embargo a pesar de sentir la inspiración poética, continuamente no es un iluminado.

RETAZOS DE LA PASIÓN

En el punzante texto “Los detectives helados” el escritor Álvaro Bisama destrozó a Rojas y su círculo describiéndolos  como puro movimiento y nada de obra, adelantándose a lo que se convertiría la vida del poeta en los últimos años, una serie de fragmentos que no resisten una hilación lógica, retazos contados por distintos protagonistas.

Rojas se hacía parte de la carroña, hábito alimenticio de los estudiantes de la UPLA sin beca de colación: rescate de los restos de los almuerzos de funcionarios, profesores y alumnos becados. Buscaba una habitación para vivir con heridas en su cabeza. Rechazado por su aspecto, probablemente consecuencia de los electroshocks del Hospital Siquiátrico El Salvador. Una especie de corona de vía crucis que Rojas no temía mostrar, sino por qué no dejar crecer el cabello.

Rojas en la zona médica de la UPLA. Afuera caía una lluvia torrencial y el poeta andaba absolutamente desprotegido, como si fuera un día normal; completamente empapado buscaba algunos remedios. Hizo parte de su locura a otros: la misma UPLA le publicó un libro, escribieron en él dos de los poetas más importantes de la zona ―Marcelo Novoa y Juan Cameron― y el profesor de literatura emblemático ―Eddie Morales Piña― No hay que engañarse, los dos primeros casi se excusan de escribir para Rojas y Morales es una especie de chupasangre de las generaciones literarias que encuentra en sus estudios una validación.

HOMENAJE

En una primera parte se muestran las fotos de un adolescente llegando a Valparaíso. El orador, Felipe Ugalde, que compartió antologías con él habla de un niño criado en el campo; no es exacto, pero es la imagen que existe en Valparaíso de las ciudades al interior de la región.

Según Ugalde, hoy se hacen investigaciones filosóficas acerca de Rojas. SI eso fuese verdad los estudiosos estarían en el público de la sala de teatro Pascal, que está casi llena pero ninguna figura de la eratura porteña está presente. Sí lo están los padres de Arturo Rojas y su hija, la que también escribe y debe tragar un trabajo de danza que trata de insertarse en la mente del poeta en sus últimos momentos; una pesadilla con versos sueltos montados azarosamente. Cada uno de los cuatro integrantes anda con una chaqueta y el torso desnudo pintado una corbata, como una de las últimas veces que Rojas hizo absurdos públicos, parodiando a los trabajadores de oficina.

Rojas intentó ser completamente moderno en actos como desnudarse en capillas; provocaciones con difíciles segundas lecturas, que incluían la reacción desmedida de los policías y cuyos registros han desaparecido. Gestiona la revista Desnuda queriendo hacerse parte del sueño post dictatorial que no llega o para Rojas lo hace demasiado tarde; cuando el chileno decide desnudarse en masa lo hace para un fotógrafo extranjero, que lo valida por haber hecho el mismo absurdo en distintas partes del mundo; así convierte aquella temporada en el año del destape.

LA DECADENCIA DEL MITO

Cada cierto tiempo se prestan espacios en la ciudad para que editores independientes armen pequeñas ferias, y los libros son en la mitad de los casos producidos artesanalmente. Más de diez años después del fallecimiento del poeta parecía no estar tan errado en su modo de producción, materializaba el paradigma de precariedad cultural del puerto.

De sus invenciones hay un par de poetisas con buen panorama y respeto, así como Carvajal, que entendió que esos libros necesitaban una imprenta y adquirió una, monopolizando los modos de producción de la literatura porteña. Alcanzando el auto y la casa propia, más de lo que puede decirse de la mayoría de los escritores.

Los recitales poéticos en adelante se generaron en bares y en la casa de Neruda. Un contemporáneo de Rojas decidió hacer una antología de poesía de bar a quince mil pesos la participación; el resultado crítico fue durísimo. La figura del poeta borracho dejó de tener sentido. La lectura se convirtió en herramienta para imprenteros como Carvajal, que encontraban a los poetas novatos que querían leer y por ende, tener un libro, exhibición de su obra por la que estaban dispuestos a pagar.

Algunos miembros de generaciones anteriores saquearon fondos para los escritores de la ciudad, profundizando el descrédito de los poetas de Valparaíso, replicando a Pezoa Véliz de algún modo. Pero lo que queda es la obra, no el absurdo que la rodea en su precariedad; lo que sobrevive de Pezoa Véliz es la mirada de algunos de sus contemporáneos. Algo no realizado con Rojas, que más parece una anécdota lateral, una obra perdida en borradores parecidos a libros y en decenas de cajones en la casa de sus padres en Puchuncaví. Lo que lo rodeaba cuando murió. Algunos, en bares o blogs, dijeron que no fue inanición, sino sida. En ambos casos, Rojas se cansó de la vida aséptica, de experiencia limitada que ofrecía el empastillamiento. Su vanguardia es la del cuerpo en descomposición, demasiado joven, que imitaría con cierta precocidad otra poeta delirante como Ximena Rivera.

Valparaíso fue nombrado patrimonio de la humanidad y en eso los poetas tienen que ver; en su proyección Rojas le hacía caso a Hemingway de medirse con los grandes, pero su presencia es la de una plaza vacía, que ni siquiera alcanza para que los estrategas del turismo cultural visiten la habitación en que murió. El destino de la poesía de bar de Valparaíso debería alcanzar para pasarla bien y engrupirse algunas mujeres nacionales y turistas, de las que se ha llenado el puerto desde su instrumentalización como patrimonio y que acreditan las fotos del facebook de alguno de los contemporáneos de Rojas.

La poesía de Rojas: un mito con cada vez menos feligreses que le permitan sostenerse en el tiempo. El poeta aún aparece en las noches de lecturas, esperando que alguien lo edite, que le permita algo de posteridad y descanso a su espíritu obcecado.