De la torpeza como forma de arte

Traducción de Andrea Palet

[Número 14- 2008]

Tengo un amigo que es amigo de un amigo que conoce a Miranda July. El amigo dice que es la típica flaca histérica que se mueve con torpeza, que no sabe encender el horno, que no soporta la felicidad, que habla a gorgoritos, que tiene un ratón ciego de mascota y que te mira con ojos de refugiado africano (esos ojos suyos tan inmensos y tan aterrorizados de ser) para que la ayudes a cruzar la calle. Una artista, en suma. Un horror.

Todo esto es mentira. Cosas que me imagino para poder odiarla. No lo consigo. El problema con Miranda July es que para hablar de ella hay que recurrir a palabras casi prohibidas en el léxico duro y sarcástico de nuestros tiempos: ternura, encanto, piedad. Como en Michael Gondry o Wes Anderson, por hablar de cine, o como en Amanda Davis, Judy Budnitz, Myla Goldberg, George Saunders, Arthur Bradford, Aleksander Hemon, Jonathan Lethem y el resto de la joven guardia de McSweeney’s, el tema de sus relatos, de sus películas, es el ansia. La soledad –buscada, merecida–, el anhelo de comunión, el amor ridículo, el sexo como un juguete que a veces no tiene gracia, el tedio de las sociedades aceleradas, la infancia como el paraíso perdido, la torpeza como forma de arte. Como en todos ellos, el camino para expresar esa desesperación por conectarse corre peligrosamente cerca de la vía muerta de la inanidad. Quiero decir: cerca del infantilismo, de la más límpida, redonda y pulida estupidez.

La niña hace películas largas y cortas, y performances, y escribe guiones y cuentos. Todo son “proyectos”, como se dice ahora. En Me and you and everyone we know, se pone unos calcetines blancos en las orejas para parecer perro de aguas y conquistar por la vía del patetismo. El sitio web de su libro de relatos consiste en una serie de mensajes escritos con rotulador sobre el refrigerador y los quemadores de la cocina de su casa. Es adictivo. Uno de sus videos en You Tube, How to make buttons, es una lesera integral, y el goce de verlo una y otra vez, una lesera deliciosa. Sus cuentos, reunidos en No one belongs here more than you, son originales, sinceros, puros, patéticos y cómicos. Porque Miranda July es como la hermana chica retardada de Lorrie Moore o de A.M. Homes, con su florcita en el pelo y esa aterradora determinación por mantenerse en el proceloso borde entre la tontera y la maravilla.

Las tres (July, Moore, Homes) comparten un mundo de hombres débiles y mujeres más débiles aún, un mundo de gente privada de amor porque es incapaz de verlo cuando lo tiene ante sus narices; gente devastada por la timidez, por la pérdida de la inocencia, el vértigo de la elección, el peso de la fealdad moral, y por una sensibilidad extrema que no halla un objeto a la altura de sus pesares. Pero, si Moore y Homes son las diosas del humor negrísimo, para siempre atrapadas en la infinita molestia de ser tan inteligentes, July no le teme a la sensiblería y escoge no crecer, no descreer. Ternura, encanto, piedad. En sus relatos –escritos, filmados, es lo mismo– hay perros, peces, viejos, niños. Todos buscan amor, y lo encuentran, aun si para conseguirlo deben morir, aguantar la respiración o ponerse unos calcetines blancos en las orejas. Así, a veces traspasan la vía muerta, y lo realmente milagroso, lo decididamente increíble, es que no importa. No importa nada.

EL EQUIPO DE NATACIÓN

Ésta es la historia que no te conté cuando era tu novia. Me preguntabas y me preguntabas, y tus suposiciones eran tan espeluznantes, tan específicas. ¿Fui una mantenida acaso? ¿Belvedere es como Nevada, donde la prostitución es legal? ¿Anduve en pelotas durante todo ese año? La realidad empezó a parecer yerma, deslucida. Pronto me di cuenta de que si la verdad se sentía así de vacía, quizás no seguiría siendo tu novia por mucho tiempo.

No es que yo quisiera vivir en Belvedere, pero no me sentía capaz de pedirles dinero a mis padres para irme a otro sitio. Cada mañana me chocaba recordar que estaba viviendo sola en ese pueblo, que ni siquiera era un pueblo; era tan, tan pequeño. Unas cuantas casas cerca de una bomba de bencina, y como un kilómetro más allá, un almacén, y eso era todo. No tenía auto, no tenía teléfono, tenía veintidós años, y cada semana escribía a mis padres contándoles cosas sobre mi trabajo en L.E.E.R., un programa piloto con fondos estatales para fomentar la lectura entre jóvenes en riesgo social. Nunca entendí bien cómo explicar esa sigla, L.E.E.R., pero cada vez que escribía “programa piloto” como que me maravillaba de mi habilidad para inventar ese tipo de expresiones. “Intervención temprana” era otra buena.

Esta historia no es muy larga, porque justamente lo que tiene de sorprendente ese año en Belvedere es que no pasó casi nada. La gente pensaba que mi nombre era María. Yo nunca dije que me llamara María, pero de algún modo empezaron a llamarme así, y me pareció una tarea abrumadora tener que pronunciar ante esas tres personas mi verdadero nombre. Esas tres personas se llamaban Elizabeth, Kelda y Jack Jack. No sé por qué dos veces Jack, y no estoy segura del nombre Kelda, pero así es como sonaba, ése era el sonido que yo hacía cuando la llamaba. Conocí a esas tres personas porque les hice clases de natación. Éste es el filete, la mejor parte de mi historia, en verdad, porque por supuesto no hay piscinas ni ningún otro cuerpo de agua en Belvedere. Ellos estaban hablando de eso un día en el almacén, y Jack Jack, que debe estar muerto a estas alturas porque era realmente viejo, dijo que daba lo mismo, que no importaba porque ni él ni Kelda sabían nadar, y así no corrían riesgo de ahogarse. Elizabeth era prima de Kelda, creo. Y Kelda era la mujer de Jack Jack. Los tres andaban por los ochenta años, por lo bajo. Elizabeth dijo que ella había nadado muchas veces un verano cuando era niña y estaba de visita en casa de una prima (obviamente no la prima Kelda). La única razón de que yo me sumara a su charla es que ella dijo que para nadar tenías que respirar bajo el agua.

Eso no es verdad, chillé yo. Eran las primeras palabras que decía en voz alta en semanas. El corazón me latía con fuerza, como si estuviera pidiéndole a alguien una cita o algo así. Lo que haces es aguantar la respiración.

Elizabeth parecía molesta y luego dijo que era una broma.

Kelda dijo que ella se moriría de miedo si tuviera que aguantar la respiración, porque tenía un tío que se había muerto por aguantar la respiración demasiado rato en una competencia.

Jack Jack le preguntó si en serio creía lo que estaba diciendo, y Kelda dijo Sí, sí lo creo, y Jack Jack dijo, Tu tío murió de un infarto, no sé de dónde sacas esas historias, Kelda.

Entonces todos nos quedamos allí parados en silencio. Yo de verdad estaba disfrutando su compañía y esperaba que no se fueran, lo que no hicieron porque Jack Jack me habló: Así que tú sabes nadar.

Les conté que había estado en el equipo de natación de mi escuela en la secundaria. Incluso llegué a competir a nivel estatal, pero perdí contra Bishop O’Dowd, un colegio católico. De verdad parecían interesados en mi historia. Yo ni siquiera había pensado que fuese algo digno de contar, pero ahora podía ver que era una historia bien excitante, llena de drama y cloro y otras cosas que Elizabeth y Kelda y Jack Jack no conocían de primera mano. Fue Kelda quien dijo que le gustaría que hubiera una piscina en Belvedere, porque obviamente eran muy afortunados de tener una profesora de natación en el pueblo. Yo no había dicho que fuera profesora de natación, pero entendí a qué se refería. Era una lástima.

 Entonces pasó algo extraño. Yo me estaba mirando los zapatos sobre el piso de linóleo café y pensando que podría apostar a que nadie lo había limpiado en un millón de años, y de repente sentí que me iba a morir. Pero en vez de morirme dije, Yo les puedo enseñar a nadar. Y no necesitamos piscina. Nos reuníamos dos veces por semana en mi departamento. Cuando ellos llegaban, yo ya tenía preparados tres boles con agua de la llave tibia, alineados en el suelo, y un cuarto enfrente, que era el bol de la entrenadora. Le agregaba sal al agua, porque se supone que es más saludable que te entre agua salada tibia por la nariz, y me imaginé que a ellos accidentalmente les entraría. Les mostré cómo mantener la nariz y la boca en el agua y cómo sacar la cabeza de costado para respirar. Después añadimos las piernas, y después los brazos. Admito que no eran las mejores condiciones para aprender a nadar, pero yo sostuve que así era como se entrenaban los nadadores olímpicos cuando no había piscinas cerca. Sí, sí, sí, esa parte era mentira, pero la necesitábamos porque éramos cuatro personas tendidas en el suelo de una cocina, haciendo ruido y golpeando el suelo como con furia, como si estuviésemos emperrados, decepcionados y frustrados y sin miedo de demostrarlo. La conexión con la natación tenía que ser reforzada con palabras fuertes.

A Kelda le tomó varias semanas aprender a hundir la cara en el agua. ¡Muy bien, muy bien!, decía yo. Contigo usaremos una tabla para practicar el pataleo. Le alcancé un libro. Es súper normal resistirse al bol, Kelda. Es el cuerpo que te dice que no quiere morir. Es que no quiere, dijo ella.

Les enseñé todos los estilos que sabía. El mariposa era simplemente increíble, nada que se haya visto antes. Pensé que el suelo de la cocina terminaría por rendirse y volverse líquido, y allí partirían mis nadadores, con Jack Jack a la cabeza. Él era un alumno aventajado, por decir lo menos. Avanzaba de verdad por el suelo, con el bol de agua salada y todo. Volvía a la cocina aporreando el piso y cubierto de sudor y polvo tras haber hecho un largo hasta el dormitorio, y Kelda lo observaba sosteniendo su libro con las dos manos, radiante. Nada hacia mí, le decía él, pero ella tenía demasiado miedo, y la verdad es que se necesita harta fuerza en el tronco para nadar en tierra firme. Yo era del tipo de profesor de natación que se para al borde de la piscina, no de los que se meten al agua. Pero no me desconcentraba un segundo. Si puedo decirlo sin ser inmodesta, yo estaba allí en vez del agua. Era quien mantenía todo andando. Les hablaba sin parar, como los profesores de aeróbica, y tocaba el pito a intervalos regulares para indicarles los límites de la piscina. Ellos daban la vuelta al unísono y partían hacia el otro extremo. Cuando Elizabeth olvidaba usar los brazos yo le advertía, ¡Elizabeth! ¡Tus pies están bien, pero la cabeza se está hundiendo! Entonces ella empezaba a dar brazadas como loca y pronto se ponía al nivel de los demás. Con mi meticuloso método práctico, las zambullidas eran perfectas: se lanzaban desde mi escritorio y terminaban en un suave guatazo sobre la cama. Pero esto era solo por su seguridad. Aun así era como tirarse a la piscina, dejando de lado nuestro orgullo de mamíferos y abrazar la gravedad.

Elizabeth inventó una regla, que era que todos hiciéramos un ruidito al caer. Era un poco demasiado creativo para mi gusto, pero yo estaba abierta a la innovación. Quería ser el tipo de profesora que aprende de sus alumnos. Kelda hacía un ruido como de un árbol cayendo, si es que un árbol puede ser femenino. Elizabeth hacía “ruidos espontáneos” que siempre sonaban igual, y Jack Jack decía “¡Bombita!”. Al final de cada lección nos secábamos con toallas y Jack Jack se despedía de mí con un apretón de manos, y Kelda o Elizabeth me dejaban un guiso caliente, como cazuela o espagueti. Ése era el trato, y me vino tan bien que la verdad es que no necesité buscar otro empleo.

Solo eran dos horas a la semana, pero todas las demás estaban condicionadas a apoyar esas dos horas. Los martes y jueves por la mañana, me despertaba y pensaba: Clase de natación. Todos los otros días me despertaba y pensaba: Hoy no hay clase de natación. Cuando veía a alguno de mis alumnos en el pueblo, por ejemplo en la bomba de bencina, o en el almacén, les decía algo como, ¿Has practicado el piquero en aguja? Y ellos me respondían: ¡Estoy en ello, profesora!

Sé que es difícil para ti imaginarme como alguien a quien se pueda llamar “profesora”. Es que tenía una identidad distinta en Belvedere, y por eso me era tan difícil hablarlo contigo. No tuve ningún novio allí; no hice arte, no era nada artista en ese tiempo. Era más bien una deportista. Era enteramente una deportista: era la entrenadora del equipo de natación de Belvedere. Si hubiera pensado que eso te iba a parecer interesante te lo hubiera contado antes, y quizás seguiríamos juntos. Han pasado tres horas desde que te vi en la librería con la mujer del abrigo blanco. Precioso, el abrigo blanco. Es obvio que eres completamente feliz ya, aun cuando hace apenas dos semanas que terminamos. Yo ni siquiera estaba segura de que hubiésemos terminado hasta que te vi con ella. Parecías increíblemente lejano, como alguien en la otra orilla de un lago. Un punto tan pequeño que no se sabe si es hombre o mujer, joven o viejo; solo que se está riendo. A quienes de verdad extraño ahora, esta noche, es a Elizabeth, Kelda y Jack Jack. Están muertos, de eso puedo estar segura. Qué sensación más inmensamente triste. Debo ser la profesora de natación más triste de la historia.

ESTA PERSONA

Alguien está empezando a ponerse nervioso. Alguien en alguna parte está temblando de excitación porque algo tremendo está a punto de ocurrirle. Esta persona se ha vestido para la ocasión. Ha esperado y ha soñado y ahora realmente está ocurriendo, y la persona apenas puede creerlo. Pero que se lo crea o no se lo crea no es relevante ahora, porque el tiempo para la fe y la fantasía ha terminado; esto está sucediendo de verdad. Tiene que ver con dar un paso adelante y hacer reverencias. Posiblemente haya que ponerse de rodillas, como cuando te ordenan caballero. A uno casi nunca lo ordenan caballero. Pero esta persona puede que tenga que arrodillarse y recibir un golpecito en cada hombro con una espada. Aunque es más probable que la persona se encuentre en un auto o una tienda o bajo un toldo de vinilo cuando suceda. O conectada a la red, o al teléfono. Puede ser por email: te llega un correo con tu nombramiento como caballero. O un largo mensaje en la contestadora, lleno de risas y frases vagas, en que cada persona que la persona ha conocido en su vida le habla y todas dicen lo mismo: Has pasado la prueba, solo era eso, una prueba, estábamos bromeando, la vida real es mucho mejor que esto. La persona se ríe con todas sus fuerzas, con un alivio inmenso, y vuelve a escuchar el mensaje para apuntar la dirección en donde todas las personas que la persona ha conocido en su vida la están esperando para darle un abrazo y llevarla al redil de la vida. Es genial, de verdad, y no es un sueño, es real.

Están todos esperando junto a una mesa de picnic en un parque por donde la persona ha pasado muchas veces. Allí están, todos. Hay globos sujetos a las bancas, y la niña que siempre estaba al lado de la persona en la parada del bus está allí con una banderola. Todo el mundo sonríe. Por un momento a la persona le da como escalofríos la escena, pero sería demasiado típico de ella deprimirse en el día más feliz de su vida, así que la persona se anima y se une a la multitud expectante.

Los profesores de materias en que esta persona nunca fue buena la están besando y renunciando a enseñar sus ramos. Los profesores de matemáticas le dicen que en realidad la matemática era una forma divertida de decirle “te queremos”. Y ahora simplemente se lo dicen, “te queremos”, y también se lo dicen sus profesores de química y educación física, y la persona está segura de que lo dicen en serio. Es alucinante, increíble. A ratos aparecen algunos imbéciles y pesados de sangre, y es como si se hubieran hecho una cirugía plástica; sus rostros están desfigurados de amor. Los imbéciles guapos son llanos y amables; los pesados y feos son una dulzura con la persona, y le sostienen el suéter y lo doblan con cuidado y lo guardan bien para que no se le ensucie.

Lo mejor de todo es que cada persona que la persona ha amado alguna vez está allí también. Incluso aquellas que se habían marchado para siempre. Le toman la mano y le cuentan a la persona lo duro que fue simular los enojos y las peleas, y partir y nunca volver. La persona casi no puede creerlo, en su momento fue tan real: su corazón se rompió en pedazos, había sanado y ahora a duras penas sabe qué pensar. Como que le entra la rabia a la persona. Pero todo el mundo la consuela y la halaga. Todo el mundo le explica que era absolutamente necesario para saber cuán fuerte era ella en realidad. Oh, mira, ahí está el doctor que le prescribió a la persona un remedio que la dejó temporalmente ciega. Y el hombre que le pagó un millón de pesos para que se acostara con él tres veces cuando la persona estaba en la ruina. Ambos hombres están presentes, y aparentemente se conocen. Portan unas pequeñas medallas que le están poniendo en la solapa a la persona; son condecoraciones por su extraordinario coraje y fortaleza. Las medallas centellean al sol, y todo el mundo aplaude y vitorea.

De pronto la persona siente la necesidad de echar un vistazo a su casilla de correo. Es un viejo hábito, y aun si de ahora en adelante todo va a ser maravilloso, la persona todavía quiere recibir su correo. Les dice a los presentes que volverá en seguida, y toda la gente que la persona ha conocido alguna vez le dice que no hay problema, que se tome su tiempo. La persona va a su auto y conduce hasta la oficina de correos y abre su casilla. No hay nada.Y eso que es martes, un buen día para recibir correo, como todo el mundo sabe. Muy, muy decepcionada, la persona vuelve al auto y, habiendo olvidado por completo el picnic, conduce hasta su hogar, entra, revisa la contestadora y comprueba que no hay nuevos mensajes, solo los ya escuchados acerca de haber “pasado la prueba” y lo de “una vida mejor”. Tampoco hay emails nuevos, probablemente porque todo el mundo está en el picnic. La persona no se siente capaz de volver al parque. Se da cuenta de que quedarse en casa significa desairar a todo el mundo que la persona alguna vez ha conocido. Pero el deseo de quedarse es muy fuerte. Lo que la persona quiere es darse un baño de tina y luego echarse a leer en la cama.

En la tina, la persona juega con las pompas de jabón y oye el sonido de millones de ellas reventando al mismo tiempo. Casi parece un solo sonido suave y sostenido en vez de muchos ruiditos separados. Los pechos de la persona emergen apenas sobre la superficie del agua. La persona guía las burbujas hacia sus pechos y dibuja figuras extrañas con la espuma. A esas alturas todo el mundo ya se habrá dado cuenta de que la persona no va a volver al picnic. Estaban equivocados, todos: esta persona no es la persona que ellos creían que era. Se hunde en el agua y mueve la cabeza y el pelo: parece una anémona. La persona es capaz de permanecer bajo el agua por un tiempo impresionantemente largo; aunque solo en la tina del baño. Se pregunta si alguna vez habrá una competencia olímpica de aguantar la respiración bajo el agua. Si existiera esa prueba, seguramente la persona ganaría. Una medalla en los Juegos Olímpicos podría redimirla a los ojos de cada persona que la persona ha conocido alguna vez. Pero no hay tal, de modo que tampoco habrá redención. La persona lamenta haber arruinado su única oportunidad de ser amada por todo el mundo, y cuando trepa hasta la cama, el peso de la tragedia en su pecho parece abrumarla. Pero es un peso reconfortante, casi humano. La persona suspira. Sus ojos comienzan a cerrarse. La persona se duerme.

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Los relatos “The swim team” y “This person”, son incluidos en el libro No one belongs here more than you (Scribner, 2007).