Infancia y lectura

[Número 23 – 2011]

No recuerdo mis lecturas iniciales, pero sé que empecé a leer mucho antes de llegar a la escuela. De los siete años, recuerdo los cuentos de Constancio C. Vigil, lecturas aleccionadoras. Una de ellas era sobre una nena que estaba en un orfanato y era visitada por su hermano. La nena le contaba el drama de otra chica que sufría mucho internada, pero la que sufría era ella. Eso me llenó de perplejidad porque empecé a vislumbrar lo que sería una mentira piadosa: la nena decía que la que sufría era otra para no entristecer a su hermano. Ese personaje me parecía admirable por hacer algo que yo no habría sido capaz. Además, estaba el descubrimiento de que eso se podía hacer.

Otra lectura se ocupaba del saludo inca. Se saludaban diciendo: “No seas mentiroso, no seas flojo, no seas ladrón”. O algo así, y yo pensaba: ¿cómo podré aplicar ese saludo yo? No quedaría bien, no sería bien recibido. Otra trataba de un señor que no se podía dormir porque tenía una obsesión: si era mejor dormir con la barba dentro de la sábana o afuera. Me parecía una cosa de esas que no pueden ser. En primer lugar, no tenía noticias sobre personas que no podían dormir. En segundo lugar, no le veía la importancia al hecho de que la barba estuviese dentro o fuera, pero seguramente la tenía, porque lo contaban en un texto. Yo miraba el dibujo de ese energúmeno en la cama, que era como un ogro de pelo y enorme barba renegrida, tratando de encontrar algún significado que se me escapaba. De tanto mirar, veía a la barba móvil, como si entrara y saliera de la sábana.

A eso de los ocho años pedía con insistencia plata para comprar en la librería de al lado. A la hora de la siesta me acostaba en la cama con mi mamá y pedía un “li-bro” veinte veces, hasta que al final, cansada, me daba el dinero. Con el librero había hecho un trato que me parecía muy favorable: yo le compraba dos libros, se los devolvía bien limpios y sin señas de haber sido leídos, y él me daba uno nuevo a cambio de los dos: él se quedaba con todos los libros y yo con ninguno, pero los leí todos. Eran libros de la Condesa de Ségur. Uno se llamaba Las niñas modelo. Ellas eran lindas, buenas, andaban siempre entre flores, vivían en una especie de castillo, pero ayudaban a los pobres y saludaban a los viejos. Eran como una versión más antigua de la familia Ingalls. Así como ellas eran el modelo, Las desgracias de Sofía era el antimodelo. Sofía era desdichada porque actuaba sin pensar: se metía con el caballo en un pozo lleno de cal, se indigestaba con fruta verde y nunca preveía las consecuencias de sus actos, siempre la castigaban privándola del postre y le cortaban el pelo muy corto, no recuerdo si por castigo o porque se le enredaba entre las zarzas. En la infancia se siguen las lecturas acompañando al personaje; entonces, yo aconsejaba a Sofía porque me angustiaba, me daba cuenta de que la iban a castigar y yo pensaba: ¿cómo no se da cuenta?, ¿cómo no aprende?, ¿cómo no anticipa el castigo? Pero Las desgracias de Sofía tenía más acción y drama que Las niñas modelo. Ellas, siempre perfectas, no presentaban novedad. Por lo menos Sofía tenía siempre un castigo nuevo.

A los diez años me harté de las niñitas modelo, consideré que Sofía era irredenta y que no respondía a ningún consejo y empecé a comprar (siempre con el mismo trato con el librero) otra clase de libros. Eran unas novelitas de amor, de Rafael Pérez y Pérez. Primero leí unas cuyo tema era una pareja de jóvenes que se estaba por casar. La novia era buena, abnegada y amable (no decía en la novelita si era linda), y él momentáneamente desviaba su atención hacia otra que era frívola, egoísta y que no se ocupaba de los pobres ni de los ancianos (a mí me hubiese gustado saber cuál era la más linda de las dos). Siempre ganaba la novia buena, y entre los dos dejaban a la usurpadora en falsa escuadra. Empecé a descubrir que aunque variara un poco, la historia era siempre la misma. Me empecé a cansar, tal como me había cansado de la historia de Sofía, porque el relato no me explicaba por qué no se daba cuenta de lo que hacía. En cuanto a la mala de las novelitas románticas, yo no entendía por qué la mala siempre iba a buscar el novio de otra, ¿no se daba cuenta de que iba a terminar perdiendo? Entonces seguí leyendo novelitas de Rafael Pérez y Pérez, pero como me cansé de las de noviazgo, comencé a leer las de recién casados, que coincidían con los comentarios del colegio sobre la noche de bodas (él le rompía el camisón a ella). La parte del relato que me parecía más interesante era cuando los recién casados, no recuerdo si porque estaban peleados o qué, dormían separados: ella en la cama y él en un sofá en la pieza de al lado… con la puerta entreabierta. Eso fue como a los once años.

Después, de más grande, ya no se lee más con esa entrega. Ya no se desea más que al personaje le vaya bien, que no se equivoque. Creo que en la infancia las lecturas son una escuela de vida, tan útiles como la propia vida, y el chico tiene más posibilidades de procesar caracteres y conductas en las lecturas que en la vida real. La vida real para el chico está llena de acontecimientos difícilmente procesables: el chico no puede llegar a conclusiones sobre las conductas de sus padres, de los maestros, de sus propios pares (salvo que estas sean absolutamente inconvenientes). Y en los libros se van aprendiendo caracteres, situaciones, sin el trabajo conflictivo de juzgar a los que están cerca de uno. Además, está la ventaja de revisar esas conductas todas las veces que se quiere: yo miraba al hombre de la barba una y mil veces, y a la huerfanita con su hermano, leyendo el texto correspondiente, corroborando que no había entendido mal: ella contaba sus males como si fueran los de otra chica, para no entristecer a su hermano.