Destrozado y reensamblado

El último chasquido de un ensamble resonó en toda la habitación. María José dio unos pasos hacia atrás, sin calzado y levantando mugre del suelo de madera del viejo apartamento. Unas partículas de polvo volaron y se hicieron visibles ante las pocas luces de neón que entraban por la ventana tapada con una bolsa de basura negra. Observó su creación con miedo.

—¿…Hola? —susurró por lo bajo. Si alguien lo escuchaba, estaba en problemas. Miró de reojo por el hueco de la bolsa de basura y luego, de nuevo miró su invento. Su androide, decorado con solo piezas robadas de “fosas comunes”, yacía tendido en el piso. María José suspiró, tratando de recordar cuándo fue la última vez que vio una fosa común con huesos y no metales cortantes. Sonó el dispositivo casero, pero era como si su voz estuviese ahogada por un cuchillo en plena tráquea.

—¿Qué es esto? Oh, no… —masculló.

María José se aproximó lo más rápido posible para acercar su rostro hacia el artefacto, con evidente emoción. Un silencio paralizó al robot. Su creadora lo miró, desafiante.

—¿Qué es esto? —Intentó mover sus brazos y se dio cuenta de que estaban amarrados a lo que había sido una estufa a gas—. Esto no puede ser todo lo que hay…

Alzó la vista y la fijó con terror en su creadora, que tenía una sonrisa maliciosa en el rostro.

—¿Qué es esto?

La sonrisa de su creadora comenzó a abrirse cada vez más.

—¿Qué soy?

Su intento de voz era más angustia que deseo de información.

—¡Hazlo parar! —chilló—. POR FAVOR, DETENLO.

Sus brazos desensamblados se movieron rápidamente, golpeando y agitando sus muñecas dentro del amarre que lo mantenía en la estufa, creando un ruido seco de metales chocando con las cadenas. Y el éxtasis llegó: las cadenas se destrozaron y, ya con sus brazos libres, hizo un movimiento frenético contra su cabeza, propinándose montones de golpes en el reluciente metal.

Pasados unos segundos, los golpes abrieron un orificio. El androide solo metió sus dedos gélidos dentro y arrancó el cableado que pudo. Su cabeza finalmente reposó en su hombro, con los ojos abiertos. María José rio lo más fuerte que podía sin ser escuchada por nadie.

Después de un rato suspiró, posando sus manos en su cintura y observando su creación suicida en silencio por un largo rato. Hasta que escuchó algo moverse. Miró hacia la pila de androides que yacía en un rincón y buscó el origen del ruido. Con tan solo caminar hacia la pila, identificó el problema. Un cachivache de cables y metales mal ensamblados miraba a la joven desde la oscuridad. De sus ojos sin párpados emanaba un vapor que parecía eterno.

—¿Sabes quién es Dios? —preguntó la joven. El robot agitó lo más rápido que pudo su cabeza hacia ambos lados, negando—. Jamás pensé que sería así… —comenzó a bufar la joven, dejando caer sobre sus hombros su pelo rubio—. Parece que no estamos invitados al cielo…

Dicho esto, dejó su posición de cuclillas y se sentó en el piso polvoriento, en una pose en que sus rodillas se estiraban hacia los lados y sus pies se tocaban entre ellos.

—Es la quinta vez que intento introducir creencias y dioses en este pobre bastardo y siempre es igual…

A estas alturas, María José ya había comenzado un monólogo, levantando la vista y centrándose en el techo, gris por la suciedad del humo de miles de cigarros.

—Si este prototipo ha visto todos los dioses y ha terminado así… —continuó hablando al techo, mientras con una mano palpaba el piso en busca de una herramienta para poder volver a ensamblar al “prototipo creyente”.

Ya era la tercera semana en que mezclaba códigos e información para inyectarla en los cerebros artificiales de los androides, todo con el mismo resultado.

—¡Solo quiero saber cómo es Dios! ¡Mierda! ¡No me he levantado temprano en vano todos los domingos a la iglesia, por quince años, para no poder averiguar cómo se ve su divinidad!

Siguió tanteando el terreno, pero esta vez su mano no se movía buscando la herramienta, sino que eran simples golpes de rabia contra la madera polvorienta del piso. Los golpes se habían convertido en espasmos, mientras ella, aún frustrada, seguía mirando la techumbre que parecía caerse en cualquier momento sobre la habitación, bañada en la oscuridad y con metales esparcidos por doquier, más la pantalla de una computadora prendida permanentemente y un colchón sucio en una esquina.

El prototipo, aún con los cables colgando de su cabeza, permanecía inmóvil. Se notaba que no era la primera vez que intentaba escapar de quién sabe quién, puesto que había otros huecos en su cuerpo, tapados penosamente con cinta adhesiva. Su cuerpo comenzó a saltar poco a poco. Las vibraciones de los golpes contra el piso de María José hicieron temblar el endeble piso, hasta que finalmente el cuerpo se derrumbó, levantando una polvareda cuando sus partes chocaron contra el piso, haciendo que se le desprendiera un brazo.

El ruido alertó a la joven, que desvió la vista automáticamente sobre la basura que hacía momentos ya se había suicidado por quinta vez. Dejó su movimiento de manos espasmódico, fijó la vista bastante tiempo sobre el objeto y suspiró indignada. Ya había alargado mucho su vida, mientras el prototipo se destrozaba constantemente; ella a la par estaba reensamblando.

Ya cansada del tema, volvió a alzar la vista y buscó con la mano la única caja de herramientas que le quedaba.

—Estoy segura de que podrá aguantar una vez más… —Su mano revolvió el piso, para chocar con algo gélido, mucho más gélido que el mismo ambiente. La solitaria programadora miró el objeto con que se había topado su mano. Era una de las extremidades del androide con el cual María José había entablado una conversación antes.

Ante los delirios de la rubia, el androide había intentado huir, arrastrando lo que le quedaba de cuerpo, dejando atrás caderas y piernas, puesto que solo finos cables se habían cortado con las partes metálicas rotas de otros androides, manteniendo un torso con lo que en un humano serían muñones.

La rubia lo miró un rato. Luego esbozó una sonrisa gigante, quizá la más alegre que había tenido desde hacía mucho. Entrelazó sus dedos con los de la máquina que trataba de huir y siguió mirándola, mientras sus ojos se iluminaban cada vez más. Lo que quedaba del androide quiso cerrar sus ojos, pero su falta de párpados lo encerraba en el horror.

—¿Sabes quién es Dios? —Le sonrió nuevamente, levantándose y mirándolo directamente a sus ojos eternamente abiertos.

El androide intentó arrastrarse hacia otra dirección, solo para recibir un pisotón en la mano, que quebró parte de sus dedos oxidados.

—¿Quieres conocerlo y ayudarme?

La programadora fijó estas palabras como las últimas, para luego ir a la única luz que era propia del apartamento. La computadora se reinició nuevamente y los códigos empezaron a llenar la pantalla. El robot intentó golpear su cabeza y arrancar sus cables antes de que lo usasen como juguete, pero sus dedos rotos no se lo permitían. En ese momento, el androide creyó que ella era Dios.

Ficha del libro:
Nuestros últimos pasos. Javiera Descouvieres, Áurea, 2022, 84 pp.