Pablo Alborán y el horror del mundo poshumano

Cuando Pablo Alborán terminó su show el día miércoles a eso de la medianoche en el Festival de Viña, con sus dos Gaviotas (de Plata y Oro) sobre el piano y ante una audiencia fundamentalmente femenina rendida a sus pies en la Quinta, me tocó comentar en la transmisión del evento viñamarino por ADN y Pudahuel que el show había sido atildado. El vestuario, la puesta en escena, la interpretación, los efectos visuales en el escenario, la complicidad del grupo musical de apoyo y el mismo “Monstruo”, habían sellado un show redondo. “Atildado”, creo que dije.

Pero sin nada particularmente memorable.

No hubo salidas de madre, no hubo errores.

Y luego vi la columna que escribió para Culto mi querido Marcelo Contreras Chávez, en que sostenía que, “toda esa tradición a la que se remonta Alborán donde España es sencillamente brillante con figuras legendarias que conducían a la Quinta Vergara hasta el paroxismo (Julio Iglesias, Camilo Sesto, Miguel Bosé, Raphael, Alejandro Sanz), no crece con su aporte. Está más cerca de la estética musical impuesta en los últimos veinte años por los concursos de talentos en televisión, donde los géneros son filtrados hasta convertirlos en material propicio para un musical. Ha venido tres veces y seguirá viniendo como ídolo generacional. El futuro dirá si sus canciones cogen trascendencia o continúan como sucedáneos”.

Entonces le comenté a Marcelo vía WhatsApp algo que me rondaba la mente hace algún tiempo y que tiene que ver, particularmente, con mi lectura reciente de El enemigo conoce el sistema, de Marta Peirano (Debate, 2019). La idea de que, en la industria del entretenimiento, pero también en otras, que van desde el diseño, hasta la de las redes sociales, el nivel de perfección técnica como que ha craqueado el sistema.

Alborán es un claro discípulo del legado, en específico, de un Alejandro Sanz, un artista, el más superventas en España de acuerdo con los datos de Promusicae (Productores de Música de España) en términos de placas cortadas y vendidas certificadas, que logró resucitar el “jondo” para el pop en los noventa. En aquella década, Sans era el ejemplo palmario de la denominada pseudoandaluzación, mediante la incorporación de esa interpretación vocálica plañidera y melismática que le daba al mismo tiempo a sus canciones un appeal tradicional y moderno.

Sanz, que, en los días del Festival, y en especial durante la actuación de Alborán, tuiteó felicitando a las y los músicos, legó al segundo una manera de hacer las cosas. Los temas de Pablo Alborán parecen hechos mediante fórmulas. Las palabras justas, los fraseos precisos, los melismas contenidos, los acompañamientos ideales. Como si todo se hubiera resuelto mediante procedimientos de machine learning.

Resulta un poco como el efecto que producen ciertos filtros de Instagram: todo muy estético, pero con menos humanidad. Una especie de tendencia estética poshumana.

Y entonces recordé muchas cosas de las que he venido escribiendo desde hace años, desde la comida mexicana hecha en casa, donde al agregar el sazonador para tacos Pancho Villa, que es básicamente glutamato monosódico en polvo, los tacos quedan idénticos a los de los restoranes mexicanos, hasta el decorado de los pubs y restoranes gentrificados y brooklynizados, donde habitan de suyo propio cosas como las pintas cerveceras, las sillas tolix, las ampolletas Edison, en un template perfecto, pero que parece plástico, y hasta los mismos rostros de las celebridades de Instagram, que cada vez se han aplanado más en sus rasgos irregulares, haciendo que las influencers se vean cada vez todas más idénticas a Kylie Jenner, con rasgos como, y esto lo extraigo de un texto del New Yorker, “un tono de piel excesivamente bronceado, una influencia del sur de Asia en las cejas y la forma de los ojos, una influencia afroamericana en los labios, una influencia caucásica en la nariz, una estructura de mejillas que es predominantemente nativa americana y del Medio Oriente”. Todo esto último potenciado desde aplicaciones como FaceTune o el uso del ácido hialurónico.

Y entonces empiezo a pensar seriamente en esta estética y existencia poshumana a la que se ha arribado a inicios de esta década del 2020, aunque con un recorrido que ya lleva quince o veinte años. Y pienso en un listado de fenómenos relacionados:

  • En música, con el uso de recursos de audio como el AutoTune o los filtros de sonido, los que son tan caros a las corrientes urbanas como el reguetón, el trap, o los singles de las divas como Beyoncé o Rihanna, pero también son usados en cosas como los discos de Steven Wilson, de quien una vez un contacto en Facebook me comentó que, “a mí me gusta caleta Steven Wilson, pero hay algo en el exceso de pulcritud en la ejecución y edición de sus discos, correspondiente a las millonarias producciones de ellos, que me produce un efecto raro, es como si vieras una pintura, no sé, onda Renoir, de lejos y decís: ‘ctm, la weá hermosa, nada que decir, ta la raja’, pero te acercas y ves que es una pintura lisa, onda sin que estén marcados los trazos del pincel con sus respectivas acumulaciones y relieves de pintura, que tampoco se note ni un poco que fue pintada sobre un género, onda liso, total… sigue siendo bacán su trabajo y me gusta mucho, pero como que me produce algo raro, como que le falta algo que no es musical”.
  • En diseño, aparte de la estética hípster brooklynizada, se revela incluso en el diseño de las oficinas, en esos ambientes en exceso higienizados, que, como ha señalado Kyle Chayka, promueven una estética anestesiada a la que denomina “AirSpace”.
  • En el deporte, por el perfeccionamiento de condiciones como la preparación física, las prácticas nutricionales, y el mantenimiento en forma dentro y fuera de la cancha, disponemos de los practicantes de élite de las ligas deportivas con mejores resultados de la historia, desde los 56 Grand Slams ganados en conjunto por tres tenistas en actividad (Federer, Nadal y Djokovik), que supera a todo lo anterior, hasta los seis anillos de Supertazón de Tom Brady, pasando por el inminente arribo al “Club de los 700” de Lionel Messi en el fútbol, esa lista corta de solo seis futbolistas (si se incorpora Messi, llegaría a siete) que han marcado más de setecientos goles en su carrera, solo contando registros oficiales.
  • En la facturación de series de televisión, como en el caso de las de Netflix, donde, apoyado por Big Data que proporcionan las y los usuarios, cada vez que dan play a algo en la aplicación de la “N”, los productores descubren que para hacer una serie popular y masiva a nivel global, basta con integrar a la fórmula un fanservice con todo lo que busca y quiere: una epidemia de referencias a la memorabilia ochentera y más allá, desde ET/Goonies/Spielberg/Twin Peaks, hasta Stephen King y Howard Phillips Lovecraft, pasando por mucha bicicross con lucecita de dínamo, mucha aventura en el bosque con linternas, mucho D&D, mucho cómic.
  • En las comidas, el uso del glutamato monosódico que resulta como un enhancer de los sabores, como en el caso del sazonador para tacos, pero también en la búsqueda de sabores que produzcan el “efecto Magdalena” de iniciativas como el Noma en Dinamarca o El Bulli en Barcelona.
  • Incluso, en los olores, como señala la ya citada Marta Peirano: “hay cuatro empresas en el mundo que producen los olores y sabores de todas las cosas que compramos: Givaudan, Fimenich, International Flavors & Fragrances (IFF) y Symrise. Se reparten una industria de más de veinticinco mil millones de dólares al año y su cartera de clientes incluye fabricantes de refrescos y sopas, suavizantes, tabaco, helados, desodorantes, tapicería de coches, cosméticos, medicamentos, pintura, artículos de oficina, desinfectantes, dildos, chucherías y juguetes. Su contribución al producto final suele oscilar entre un uno y un cinco por ciento, pero es la parte que lo cambia todo. Los saborizantes y aromatizantes que aparecen mencionados genéricamente en las etiquetas de los recipientes son los responsables de transformar el producto en otro completamente distinto, cambiando el sabor, el olor y hasta su textura sin alterar uno solo de los ingredientes ni el proceso de elaboración”.

Hoy parece que, tal como en el caso de los temas de Pablo Alborán, todo se encuentra higienizado, llevado a la perfección estética, y motivando chorros de dopamina en nuestros cerebros cada vez que entramos a un espacio, sea de oficina o de pub, sentimos un olor que nos evoca la infancia que está facturado por IFF, ocupamos un filtro de IG para parecernos a las Kardashian, e incluso vamos definiendo nuestras opciones políticas comandados teledirigidamente desde Cambridge Analytica. Hay, por cierto, “héroes” de esta poshumanización, desde el productor musical Max Martin, hasta el productor de eventos, como el mismo Supertazón, Ricky Kirshner.

El resultado final, en términos de percepción, para quienes somos Gen-X, es una desrealización, un uncanny valley, la sensación de que toda la música sencillamente perfecta que escuchamos en esa cafetería de Viña o en ese brunch de Portobello en Londres, es siempre una lista de Spotify elaborada por machine learning, donde nada parece totalmente auténtico, aunque nos satisfaga con creces.

Alborán es un poco eso, y por eso su show nos deja con una picazón extraña en el corazón, la guata y la mente.

Imagen: Parte del proyecto Metafotografía e infradiscurso (2018-2023), de Alfonso Carrera, fotografía análoga.