Dibujando en la escarcha: En recuerdo de Jorge Teillier

[Número 10 – 2007]

Conocí a Jorge Teillier a comienzos de los 70. En 1970 o 1971. Pasó a verme varias veces a la librería que yo tenía en el centro de Temuco. Me presentó dos o tres novias ―una cada vez― con las que iba a casarse pero que se quedaron en quizás qué secreta casa de qué bosque. Desde ese tiempo conversábamos cada vez que pasaba por Temuco. Nunca hablábamos de literatura. A lo más un par de veces, intercaladas entre alineaciones antiguas de equipos de fútbol, que Jorge se sabía de memoria, y la decadencia del boxeo, que ya no era el de los tiempos de Sugar Ray Robinson.

Casi siempre iba de paso a Pitrufquén a ver sus primas (o sobrinas) de las que estaba enamorado desde siempre y para siempre. En Pitrufquén vivía el Dr. Fernández, quien se candidateaba solito al Premio Nobel de la Paz, ya que era el creador de una Constitución Universal que aseguraría la paz para todos los pueblos del mundo. Jorge contaba que el doctor había participado en un torneo de ajedrez en el pueblo y que, al verse derrotado, agarró el tablero y se lo estrelló en la cabeza al adversario que no había tomado en cuenta sus pergaminos y le había dado un mate más que humillante. Con ese Nobel, aseguraba Jorge, sí que veríamos alejarse el peligro de la guerra. 

En la librería, a eso de las siete de la tarde, los clientes más fieles podían abrir un armario bien oculto y sacar una botella de pisco, bebidas y vasos. Un verano Jorge pasó a esa hora y se integró a la tertulia, vaso en mano. Al rato, los que estábamos ahí ―no éramos más de tres o cuatro― vimos que Jorge sacaba una pistola del bolsillo y se la colocaba en la sien. Jugueteó con ella y nosotros no le dijimos nada, como si estuviéramos acostumbrados a que la gente se descerrajar un tiro frente a nosotros. A los pocos minutos guardó la pistola y se fue. Más tarde pasó su hermano y me preguntó si lo había visto. Le respondí que sí, que había estado. Iván tenía que seguir buscándolo, así que se despidió.

―Ah ―me dijo al despedirse― y por si acaso no te asustes. La pistola está mala.

Otra vez, ya a comienzos de la década del 80, visitó Temuco con Enrique Lafourcade. Fuimos a Puerto Saavedra junto a Bernardo Reyes y dos dentistas amigos de la poesía. Al pasar por Carahue decidimos pasar a un chinchel a tomar una copa de vino con algo de queso de la zona. Un campesino ―con la manta estilando, como es costumbre por estas tierras― se acercó a la mesa y saludó no a la estrella de la televisión, que era por esos tiempos Lafourcade, sino a Jorge, diciéndole “Jorgito” como un viejo amigo. Claro, es que antes Iván Teillier había trabajado durante un par de años en Carahue y los dos hermanos seguramente recorrían todos los bares del pueblo, lo que es bastante decir en el caso de Carahue. 

Ya en Puerto Saavedra nos fuimos a la hostería de Boca Budi para almorzar. Jorge era de un yantar mucho menos que abundante y apenas debe haber probado unas pocas cucharadas de erizos mientras los demás engullíamos lisas y chorizos malones de Nehuentúe. Cuando terminó el almuerzo Lafourcade y los dentistas fueron a pasear por la playa para admirar el mar. Con Bernardo y Jorge nos quedamos en la hostería, dando cuenta de una botella de vino. A mí me extrañó que Jorge no hubiera querido bajar a la playa, pero, de repente, al ver que, mientras conversábamos, en sus ojos se paseaba el ensueño, tuve la certeza de que él sentía, más que nosotros y que los que habían bajado a la playa, la presencia del mar. Más todavía, supe que necesitaba una cierta distancia con el mundo para poder verlo y sentirlo. Lo mismo con el vino, pensé, que es como una cortina de fino velo que filtra la realidad demasiado dura, demasiado avasalladora, y la tamiza para volverla ya material de poesía. Vaya a saber uno.

Eso, lo que yo pensé, no lo conversamos con Jorge. Seguramente hablamos del maremoto del 60 y de los barquitos que navegaban antaño por el río Imperial, el Helvecia, y el Cautín. Seguramente hablamos de naufragio. 

Jorge, que yo recuerde, nunca daba clases de poesía y eso que podía darlas de sobra. A lo más deslizaba algún título o mostraba, casi a hurtadillas, la portada del libro que estaba leyendo. Lo que sí mostraba siempre, y con mucho orgullo, era su cuaderno de corresponsal en viaje de la Unión Chica haciendo hincapié en las certificaciones de sus contertulios del bar de Nueva York 11. 

Una vez, recuerdo, pasó a verme y hablamos durante bastante rato de lo que siempre hablábamos: fútbol, box y tango. Al despedirse, casi como sin querer, me preguntó qué estaba escribiendo. “Sonetos, le respondí, como ejercicio”. Me quedó mirando con una sonrisa, me dio la mano y dijo: “Es mejor ejercicio andar en bicicleta”.

Nunca daba clases de poesía y eso que podía darlas de sobra. O a lo mejor las daba y uno tenía que estar muy atento para darse cuenta de que las estaba dando. Con el tiempo me fui dando cuenta de lo que quería decirme: que en eso de la poesía los ejercicios no llevan necesariamente a una mejor salud poética y que a veces solo llevan a más ejercicio, a una pura gimnasia que puede agotar al que la práctica y también al que la lee. Y, por supuesto, para el sistema cardiovascular sigue siendo mejor andar en bicicleta.