Un mismo rumor

[Número 43 – 2022]

Hace ya unos diez años, Eugenio Santángelo me habló de un pasaje en 2666, el libro de Roberto Bolaño que sugería, en ese entonces, ciertos rumores hallados en el trabajo de Sergio González Rodríguez, el periodista que entendió, gracias a voces territoriales, el murmullo que recorría Ciudad Juárez y el norte de México y que, como las esporas, desperdigaba signos urgentes sobre violencias de género que nos llevaban, a su vez, en un hilo de lenguaje, desde la Sonora del cambio de milenio hasta la Segunda Guerra Mundial, y ese escritor misterioso —rumor encarnado— en torno al cual se articulaba la novela: Archimboldi. Abruptamente, ese rumor se volvía pornografía en el capítulo “La parte de los crímenes, donde el lenguaje judicial se encargaba de destruir la experiencia, la denuncia y la reacción mediante acumulación y “transparencia”, en el uso maquinal de la escritura informativa y judicial.

He ido hasta el librero y he abierto ese libro, 2666, tratando de buscar el fragmento que me insinuó Eugenio para citarlo aquí, pero sus más de mil páginas me hacen pensar que, a pesar de esa marca geológica que es la escritura, quizá la función del rumor sea, precisamente, esta: ser un espacio más o menos libre, no serializado, etéreo y ambiguo. Productivo en el mejor de los sentidos, y esto significa productivo para la vida, y en relación al valor de uso más que al valor de cambio. El rumor es la disputa misma de algo en la lengua. Lo que debería ser cualquier “cosa”, cualquier res: esto es, un asunto en disputa, algo que implica una puesta en acuerdo, algo que requiere ser convocado y gestionado entre muches.

La escena que me sugirió Eugenio, en 2666, era más o menos así: un rumor arrastrado por el viento en el patio de Amalfitano —el desierto de Sonora—, se colaba por entre las prendas de un tendero y la ropa interior de su hija, una brisa inquietante que provenía del desierto para luego entrar hasta la sala e instalarse ahí, en el espacio de lo íntimo donde él y su hija habitaban. Este ejercicio de estilo de Bolaño nos recuerda que el rumor es un elemento importante en la consideración de los ecosistemas y que hay algo misterioso en él, un espacio de revelación, algo que se vuelve a velar una y otra vez en el lenguaje y a través del tiempo, tal como lo señala Piglia en Respiración artificial, fabulando a Kafka. El rumor nos permite oler entre los signos de hoy lo que se cocinará mañana.

Manuel Puig es otro maestro en el uso del rumor. Su caso es muy signifi cativo porque se le tildó de superfl uo, peyorativamente, por usar el lenguaje del chisme y lo popular como materia prima de sus obras. En Cae la noche tropical prima el chisme. Dos hermanas evocan su propio pasado, mientras rumorean sobre la vida de una vecina mucho más joven que, en realidad, viene escapando de la Triple A y ha llegado a vivir al lado de esas representantes de lo peor que tienen las nuevas clases medias latinoamericanas. Es a través de ese rumor, de ese chisme, que se nos muestran espacios perturbadores, así como la verdad material de las mal llamadas “novelas rosa”. 

Para Floriberto Díaz —el filósofo mixe que sistematizó una ontología de lo común, la comunalidad—, el rumor es algo que, lamentablemente, en los 70, ya se estaba perdiendo en Tlahuitoltepec, su pueblo. Rulfo recorrió buena parte de México para entender ese enigma que significa el mestizaje latinoamericano, y de hecho Luvina, el famoso pueblo de su cuento, está muy cerca de Tlahui, y ambos territorios corresponden un conjunto de comunidades con autonomía alimentaria, jamás vencidas por ningún colonizador en más de quinientos años. Rulfo siguió ese rumor que Floriberto Díaz ya extrañaba en las asambleas comunales a fines de los años setenta del siglo pasado, y llegó hasta su pueblo. En un pasaje de su obra escrita compilada por UNAM, Floriberto se queja de que los “educados” que salieron del pueblo y regresaron, trajeron consigo la votación democrática, la mano alzada, los turnos, y que eso es un problema pues, lo común era más bien un enjambre de rumores, con una valiosa lógica interna mucho más participativa que la democracia occidental a la que nos hemos acostumbrado delegando un voto cada cuatro o seis años. A les representantes de las comunidades mixe no se les delegaba con un voto nada más, sino que debían recoger los rumores agrupados para legitimar todas las demandas de la comunidad, incluso las menos alineadas con las propuestas de la gran mayoría. El rumor, ese zumbido de abejas, era un pilar de una comunidad que, valga la redundancia, ha sistematizado filosóficamente, hasta hoy, los preceptos de lo común. Complejidad y riqueza.

Cristina Rivera Garza llegó hasta Luvina siguiendo los rumores que oyó Rulfo y que extrañaba a Floriberto Díaz. La mirada de Rulfo era un foco ineludible para la escritora. Ambigua, inapelablemente canónica y rectora para las escrituras latinoamericanas y su complejidad, resultaba ser la misma visión que permitía adelantar los procesos de modernización que barrieron con tantas diversas formas de vida a lo largo y ancho del continente. Las fotografías de Rulfo, tan valoradas en el mundo del arte, en realidad también habían cumplido la función de ser la avanzada de la modernidad y el capital en megaproyectos como Papaloapan, que inundó comunidades y formas de vida. Entonces, cuando Rivera Garza decide ir hasta ese pueblo, siguiendo la intuición del rumor, promueve un giro clave para entender las relaciones entre rumores y escrituras en América Latina. Ese giro es tan simple que parece obvio: en vez focalizarse en el escritor, le preguntó a la comunidad por Rulfo, es decir, le preguntó a quienes construían esos rumores por el recopilador y observador que, alguna vez, pasó por aquel pueblo y se apropió del rumor. La respuesta es simpática, y hasta humorística. Una señora dijo que sí, que se acordaba de Rulfo, y que incluso habían leído su libro pero, como ella misma podía ver, aquel no era ningún pueblo de fantasmas…

Rumor viene del Indoeuropeo reu-l. Significa rugir. Remite a una materia feral, salvaje. Hoy, como sucede con el tremor de los terremotos, podemos oír ciertos rumores del planeta. Un glaciar resquebrajándose aquí, una, dos, cien especies extinguiéndose allá, veinte pueblos inundados aquí, cien, doscientas mil, millones de personas migrando de climas inhabitables. James Lovelock consideraba al planeta como un organismo vivo. ¿Cuántos rumores circulan a través de ese organismo vivo? Eduardo Kohn dice que la comunicación se exacerba en bosques y selvas, y recurre a un lingüista como Pierce y a un habitante de una comunidad ecuatoriana para desmadejar esos rumores. Resulta urgente reconocer esos rumores, darles un lugar, interpretarlos bajo una luz que no sea la de los mercados. A mí me tienta creer que es el mismo rumor del que me hablaba mi amigo Eugenio, en ese libro de Bolaño. Es la vida comunicándose, la biopolítica en el sentido más amplio de sus posibilidades, excediendo lenguajes humanos, incluso. La vida entrando en la escritura, pero no ya solo humana, sino también en otro tipo de soportes, interfaces y registros que entienden lo mediático como algo, en realidad, geológico, en temporalidades profundas, misteriosas como el mismo rumor.

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Este texto forma parte del Proyecto postdoctoral FONDECYT No 3200572 (2020-2022). Universidad Diego Portales: “Políticas de lo común ante procesos de expropiación y saqueo necropolítico: escrituras impresas y digitales latinoamericanas e hispánicas del siglo XXI”.