Distancia

[Número 30 – 2015]

No sé por qué pero cuando pienso en la infancia, e intento detectar mis primeros recuerdos, veo flashes de un día soleado, del verdor del pasto y de las flores. Son imágenes en movimiento, o mejor, imágenes estáticas que delatan movimiento, como fotografías de un paisaje tomadas desde el interior de un auto que de repente acelera. Sólo que estas imágenes no se observan desde un auto sino que registran el movimiento de un niño que no se queda quieto y corre. Y la luz. Ya no hay días así, las cosas no se iluminan como antes. Eso me inquieta, como si el mundo se hubiera vuelto sepia, un tono que ya no se ubica en el pasado, sino en la languidez del ahora.

Hoy siento que merodeo en una sombra y que apenas corto una silueta. Creo que es porque ya no le temo a la muerte, no es que me sienta valiente ni suicida, es más bien un cansancio tranquilo y un sentido de resignación ―weariness. Sí temo una muerte lenta, temo una muerte dolorosa, pero la muerte en sí ya no. A veces, de noche, medio dormido, siento algún dolor fugaz, de esos que aparecen de la nada, quién sabe para qué, y da lo mismo dónde se presente, sea el pecho o la ceja, y pienso que quizá ese es el primer dolor de lo que por fin me va a matar. Y después siento una cuota de alivio y consuelo en la idea de que las cosas por fin podrían detenerse. Pero no dura mucho. Me pongo a pensar en que no hay nadie, que la puerta está con llave, que pueden pasar días y nadie sabría que estoy muerto, por lo menos una semana antes de que alguien se cuestionara qué será de mí, y luego pienso que sería mejor morir en un lugar más accesible para que puedan procesarme más rápido, que puedan partir los trámites con un cuerpo en buen estado. Supongo que es empatía, me pongo en el lugar del que vaya a hacer lo que se hace con un recién muerto, sea lo que sea, debería investigar eso, quién se encarga, si se refrigera, sé que vienen un furgón o ambulancia o algo así y te lleva, pero no sé a donde, y eso lo sé más bien por cosas de la tele, y porque por unos años viví en una edificio que doblaba de asilo de ancianos y llegaba la van un par de veces al año a buscar al fallecido de turno. Los pasillos de ese lugar olían a polvo y malta. Me gusta pensar que al morir alguien me recoge, me lleva a incinerar, me mete en una cajita y que algún amigo entierra mis cenizas, cajita y todo, en el parque, de noche, ilegalmente, cerca de algo identificable, un árbol o roca, para que alguien sepa decir dónde estoy.

La idea de ser velado me parece poco elegante, me disgustan las ceremonias, suelen ser largas, aburridas e inoportunas. Además me parece triste que sea el último recuerdo que la gente tenga de uno. Ahí tirado en un cajón con un rostro de plástico. Eso y cierto pudor ajeno por los que vayan y vean que no son tantos los que se interesan en ir. No culpo a los ausentes ni es causa de lástima, yo tampoco iría, pero me incomoda la idea del doliente que se indigna por la falta de público. Tener poca gente en la vida es en parte una decisión de la que no me arrepiento, nunca me pareció buena idea dejar que mucha gente se acerque. Igual, no es que sea antipático, no siempre, sé ser amigable, a veces sé tener conversaciones relevante con personas que me agradan, pero pocos me conocen así como soy. Tampoco es un privilegio tener acceso a mí, la persona que piense eso se desilusionaría. Incluso, las dos o tres personas en quienes he confiado plenamente durante mi vida dudo que sientan que me conocen verdaderamente, pero eso no es porque lo desee así, sino porque a veces, por mucho que yo quiera revelarme y compartir quién soy, siento que al otro simplemente le parece que le exhibo otra fachada. Lo más íntimo y vulnerable de mi ser, lo que hace de mí quién soy, puede pasar desapercibido para la gente que quiero, y eso me entristece porque nunca he podido encontrarle una solución. Esa clase de soledad me da miedo, no es romántica ni literaria y trato de no pensar en ella.

Sé que morir es una actividad que se logra en la soledad, aun cuando hay gente adornado el entorno. Y sé que una ceremonia funeraria con poca gente, o incluso poblada de gente a la que de verdad le da lo mismo, no me interesa. Cuando alguien querido muere, parte, desaparece, la gente llora, se abrazan, piensan en la ausencia, y después paran de pensar en la ausencia, y después todo sigue igual, y después la gente ya no se acuerda de uno, y con el tiempo ni eso. En ese sentido la ceremonia funeraria es una burla. Mejor irse más callado, tranquilo, sin anuncios, que pase un tiempo, que la personas interesadas pregunten por uno cuando les es natural preguntarse qué será de uno. Y que la respuesta sea igual de tranquila, simplemente que uno ya no está. Así como cuando uno de pronto pregunta por un amigo o profesor o vecino de la infancia y te cuentan que hace muchos años que murió, y te da una pena tenue, sin angustias, pero de cierta más genuina.

No sé por qué me preocupan tanto estas cosas, sé que cuando me toque partir no voy a estar para que me importe, pero aun así es esa inercia lineal en la que me encuentro la que me lleva a observas desde acá lo que no podré ver desde allá. Aunque la verdad es que no me hago ilusiones sobre eso, siempre me he cuidado de no sucumbir al pensamiento dogmático, detesto el nihilismo y el fanatismo, siempre he pensado que eso credos son los dogmas de la mente empobrecidas. Sé que en algún momento esto que es mi experiencia tal como la conozco se va a detener, y después quizá nada, ni eso, porque nada es algo, la ausencia de todo y nada, eso que no es cifrable, o quizá me apago acá y de inmediato soy un gato, o una laucha, o una jirafa, o un corcho o una espiga de trigo, o quizá todo comience de nuevo hasta volver a este momento, o quizá simplemente dejo de ser. Me parece demasiado presumido tratar de adivinar qué hay si es que hay algo. No sé nada, hasta podría continuar en otra vida como un dibujo animado de corta duración en un canal infantil norcoreano. O ser un semáforo.

O quizá ojalá habitar en ese recuerdo borroso y movedizo de verdor, flores y luz. Eso quisiera.