El coleccionista de autógrafos

[Número 4 – 2004]

Algunos de ustedes saben que pasé largas noches leyendo la poesía de Álvaro Mutis, y un mes y medio escribiendo (bajo el gentil auspicio de Gesa Assistance S. A., hoy Axa Assistance S.A., una empresa que me pagaba por pernoctar junto al teléfono, por dormir junto al teléfono, e incluso por dormir junto al teléfono mientras la oficina se inundaba) sesenta páginas (finalmente fueron cuarenta y cuatro) sobre «La nieve del almirante», un relato que consta solamente de tres. Algunos de ustedes saben también que escribí un libro que para mi es, a la vez, una carta de ajuste y un ajuste de cuentas con ciertos fantasmas de cuya presencia aún no me atrevo a dudar. Pues bien, la ocasión de un vagamente académico homenaje a Mutis celebrado los días martes, miércoles y jueves de esta semana, me hizo recordar algunas de esas noches que muchas veces sitúo en un pasado imposible por remoto (ustedes saben o intuyen o yo me he encargado de recordarles que tengo 26 años) y otras veces (hoy, sin ir más lejos) me parece que todavía experimento. El día martes ingresé con mayor timidez que la normal al lujoso anfiteatro de la Casa de América. No por la inminencia del encuentro, sino porque en esa misma sala acabo de coronar un Diciembre atroz con 18 Ballantine’s (la cantidad y la marca son felices abstracciones), acontecimiento sobre el cual he querido correr un tupido velo, a pesar de que consta en algunas fotografías un rostro que coincide del todo con mi descripción. Logré ubicarme entre una muy joven beldad (que nunca dejo de acariciar la barba de un mucho más joven anciano) y una francesa de estilizada fealdad que hablaba a diestra y siniestra de lo muy amiga que era de Álvaro, de cuánto le había gustado a Álvaro el libro que publicó en Francia sobre Álvaro que es, desde 1995 y hasta la fecha, el único libro que se ha publicado en Francia sobre Álvaro.

Álvaro hizo su ingreso triunfal por la puerta de los cantantes. En medio de las presentaciones, los gestos y alguna acotación suelta del homenajeado confirmaban por largo el célebre elogio de García Márquez: «Álvaro Mutis es el hombre más simpático del mundo». Más allá de la cortesía y de un cariñoso manejo de la ambigüedad (dijo sentirse feliz, como un paciente con muchos analistas), Mutis se dio maña para evitar la complacencia sin dejar de complacer. La señora que lo presentó dijo tantas veces la palabra «maestro» que uno llegaba a dudar no de que Mutis mereciera tal calificativo sino de que existiera un ser humano capaz de enseñar algo a la señora esa. Al menos su deshilvanado y esnobista discurso la hacían la alumna aventajada de la escuela de los listos.

Con todo, las exposiciones dieron o intentaron dar una vuelta de tuerca a la obra de Mutis. Ninguno se arredró por la presencia del «maestro» y la cosa funcionó con un cierto ritmo. Estaban allí Blas Matamoro, Jorge Ruiz Dueñas y Javier Ruiz Portella, todos inteligentes e informados. Se habló, entre otros asuntos, de la relación entre Maqroll el Gaviero y el Quijote, del Barnabooth de Larbaud, y de la paradójica tensión entre acción y reacción que anima la obra de Mutis. «El reaccionario rebelde», se llamaba la ponencia (desgraciadamente no me enteré si el señor ése, de estudiada barba en desorden, era Ruiz Dueñas o Ruiz Portella, aunque con seguridad era Ruiz, ya que Matamoro era el que habló del Quijote) que ahondaba en ciertas declaraciones que muchos consideran extravagancias de escritor célebre y como tales las pasan de largo o por alto: el desprecio de Mutis por la democracia («cuando muchos están de acuerdo en algo es para una bellaquería o una idiotez») y su nostálgica alabanza del orden que supone una monarquía absoluta. Si los lectores de Mutis estuvieran de acuerdo no habría problema, pero hasta el momento, salvo un soso artículo de Carlos Iturra en El Mercurio, no recuerdo a otro comentarista que dejara entrever un nítido entusiasmo al propósito. Aunque Iturra, por supuesto, tal como intentó hacer con Borges, quería, el perla, «crear a sus precursores». A riesgo de leer mal o de no leer.

Más tarde el propio Mutis abundó en su feroz critica de la sociedad contemporánea, que no es la defensa de izquierdas ni derechas 11 de 14 especie de radical descreimiento en la noción de progreso, acaso confirmando eso de que el último hecho histórico que realmente le interesa es «la caída de Bizancio en manos de los infieles».

El resto: un par de preguntas de los ponentes al autor (que nada pero algo tenían de solicitud aprobatoria: ¿lo hice bien, maestro?). demasiado simples como para ser contestadas en serio, y la complicidad que despertó Mutis al hablar con la voz con que hace muchos años doblaba a uno de los personajes de Los intocables. Tras cartón la multitud se le acercó con libros sospechosamente nuevos, a pedirle una firma. Az andaba por ahí cerca con el último ejemplar de Bahía Inútil y sus cuarenta y cuatro páginas sobre «La nieve del almirante» Mientras Mutis, a pesar del pulso, firmaba cuanto podía, Az dudaba si integrarse a la fila, hasta que finalmente decidió dejar los presentes con el señor Ruiz, aquel de la estudiada barba descuidada, y salió soplado al viento frio madrileño, dispuesto a entrar al primer McDonald’s que encontrara a su paso.

Fue un Burger King. Mientras despachaba una lánguida doble cheese y recordaba, de paso, la razonable paella que hace dos meses comió con dos de ustedes en el Museo del Jamón, me sentía arrepentido de no haber conversado siquiera una palabra con Mutis, sentimiento que me hizo pergeñar complicadas y casi líricas teorías sobre la inhabilidad social.

El miércoles no fui.

El jueves (ayer), en cambio, iba decidido a que me firmara un libro, o más bien convencido de que era la única manera de acercarme y cambiar algún párrafo sobre el clima. Llevaba migastado ejemplar de la Summa de Maqroll el Gaviero, edición del Fondo de Cultura Económica, y si bien no vestía un sobretodo azul, la verdad es que ayer era uno de esos días en que me siento integrado al mundo y me parece que los semáforos cambian de color con una cierta secreta elegancia. Era uno de esos raros días. Además, tenia la expectativa de conocer a (quiero decir conocer el aspecto de) Juan Villoro, ya que acababa de echar un largo vistazo a su libro Efectos personales.

Villoro era uno de los invitados y al cabo fue el que más gracia me hizo. Los otros dos fueron Eduardo García Aguilar y Adolfo García Ortega. «García» me pareció bien y «García» no estuvo nada mal. No sé si uno u otro leyó una ponencia sobre las lecturas de Mutis, que fue la única ponencia que se leyó, pues en adelante los garcías y Villoro se limitaron a hacer preguntas y a preparar un poco el ambiente para la lectura de poemas (que dicho sea de paso, yo esperaba ansioso). Villoro parecía especialmente desinteresado en demostrar su inteligencia y tendió puentes esenciales, en una charla en que se recordó a los poetas Francisco Cervantes, Eugenio Montejo (a propósito del cual Mutis alguna vez dijo: «Sabe desordenar la realidad»), Baudelaire, Larbaud de nuevo, Neruda y Huidobro; se evocó un encuentro de poetas en que Mutis sólo leyó poemas de Aurelio Arturo, y otro, organizado por Mutis, al que fue invitado Günter Grass y llegó un ciudadano alemán que tenia la fortuna de también llamarse Günter Grass.

La exégesis se produjo naturalmente, como debe de ser en estos espacios de discusión pública, lo que nos libró de esas maratones en que cada cual está preocupado de alcanzar a decir sus líneas. A pesar de la enumeración de nombres (el namedropping del que habla Germán Carrasco), tras cada nombre había algo más que una nostalgia bibliófila. Se habló de poesía. Luego Mutis leyó «Una calle de Córdoba» y dos de los poemas titulados «Sonata». No tardaron en aparecer los créditos. Para entonces ya no me sentía tan radiante, pero me sumé a la hilera y, llegado el momento, desenfundé mi ejemplar, saludé y dije o mascullé algo así como «Mucho gusto» o «Felicidades», no lo sé. Mutis me miró como imagino se mira a un joven que colecciona autógrafos. Pero yo no quería un autógrafo, así es que le dije, en un acceso de sentimentalismo, que otro día nos daríamos un abrazo. Frase que de seguro no escuchó, pero qué importa. Ahora tengo una espantosa caligrafía (que podría ser la de un niño, la de un niño tembloroso), una mancha en la portadilla de un bello ejemplar editado por el Fondo de Cultura Económica.

Salí de Casa de América y seguí una línea recta hasta Gran Vía y luego hasta Corredera Baja de San Pablo, y entré a un café a comprar cigarros y miré el televisor. Ni los parroquianos ni los jugadores del Real Madrid me saludaron. Yo tampoco, porque estaba distraido pensando en la poesía de Mutis y en mis amigos. Sin nostalgia, que hubiera sido un sentimiento demasiado elaborado para el momento. Acaso apenas el deseo de compartir con ellos (con ustedes) una botella de vino. Pero no de cualquier vino. Conversar, quizás, de la tierra caliente colombiana (que no conozco), de la Bahía Inútil (que tampoco conozco) o de las dificultades que conlleva dar forma a un bonsai. Del tiempo que hace en los recuerdos, como dice uno de ustedes. ¿Queria hablar con Mutis? Creo que no. Aunque hubiera disfrutado decirle, grabadora en mano:

―Señor Mutis, en directo para mis amigos: ¿Es usted reaccionario o revolucionario? ¡Diga algo, oiga, o lo denuncio!

De esas mínimas alturas me sacó el señor de la barra, quien me aclaró lo que yo ya sabia («Para ver el partido hay que consumir»). Yo no me molesté en aclararle que no estaba viendo el partido, y me tomé una caña mientras veía el partido. Algunos de ustedes saben que no me gusta mucho la cerveza, o que me gusta pero de inmediato me comienza la migraña.

Pero no viene mal de vez en cuando.