El color es una experiencia que produce el cuerpo

[Número 44 – 2022]

Soy una mujer árabe de color / y nosotras venimos en todas las tonalidades de la ira.
«¿Quién es esa mujer morena gritando en la / manifestación?»
Perdón. ¿Debería no gritar? / ¿olvidé ser todos tus sueños orientalistas?
el genio de la botella, /bailarina de la danza del vientre, chica de un harén, /voz suave,
mujer árabe, /Sí, amo.
No, amo. /Gracias por los sándwich [sic] de mantequilla de maní
que nos tiras desde tus F-16, amo.

Rafeef Siadah

Me veo a mí misma preguntándome de qué color soy mientras trato de decidirme por una de las seis opciones que se abren en la pantalla para poner un puño… Miro mis manos y pienso en los rótulos que se usaban entonces, antes, establecidos desde lugares que estaban más allá de un océano. Pienso en los cuadros de casta del siglo XVIII y en las partidas de bautismo; en los zambos, en las chinas, en los tente en el aire y en los tornatrás, en las lobas y en las cambujas.

Pienso también, a ratos, en Garcilaso de la Vega, el inca, reconociéndose indio en España, en Aimé Cesaire en Francia y su Cuaderno de retorno a un país natal. Pienso en los colores de mis antepasadas y en los versos de Rafeef Siadah: “Soy una mujer árabe de color y nosotras venimos en todas las tonalidades de la ira”. Pienso en el color de las manos de mis hijos. Pienso en las palabras de la infancia, en la violencia, en los insultos. Pienso en la palabra chana, en negro curiche.

Leo los apuntes de mi hermana Cai sobre una clase de teoría del color. Ella anota frases como “el color es un fenómeno que existe solo en el umbral de la percepción”, “el color es una experiencia que produce el cuerpo” y “los colores no existen”. Me habla de Goethe, otro Goethe, y de su teoría; escribe que el color es un fenómeno relativo que cambia según las condiciones en las que es percibido, y que la percepción es inestable. Me muestra ejercicios y me explica con otras palabras —las suyas, las de su profesor— que son ilusiones ópticas, adecuaciones de la mirada, “ficciones”, escribo yo. Ficciones del color. ¿Quién mira?

Sigo sin saber de qué color soy. No obstante, selecciono uno: queda grabado en ese puño, pero no en los demás dibujitos que por estos días parecen cercenar las posibles respuestas a unas cuantas. Los demás emojis siguen en un pretendido neutro que nunca lo es, por lo que tendré que volver a hacerme esta misma pregunta varias veces más. Todas las que sea necesario para entender el despliegue de una mirada eurocentrada que construyó y ficcionó un territorio habitado rápida y peligrosamente por la mezcla, por ende —y para la Corona— por el caos. Cuerpos mezclados, degradados en una alquimia hechiza, cuya lealtad fue difícil determinar para las autoridades virreinales. Quiltrajes sin precedentes que forman los colores que cargamos todavía hoy.

Las mujeres bien sabemos que el cuerpo es el primer territorio que se habita y que es un espacio en disputa. Visto y construido de color, racializado por ojos ajenos. Clasificado, jerarquizado, expropiado. Cuerpos y territorios escritos y proyectados, conceptualizados como botín; saqueados y profanados, asimilados, vueltos diferencia y otredad.

Miro ahora en otra pantalla ya no seis posibilidades, sino cuatro mil. Son los colores de los rostros retratados en Humanae. Me quedo quieta mirando la pantalla, buscando en el trabajo de Angélica Dass y en los cuadros de castas y en mis manos y en las de mis hijos y las hijas de otras madres en otros tonos, respuestas que no llegan, pero se insinúan. Habrá que inventar nuevos colores, pienso, ficcionar otros matices. Dass —y yo con ella— se pregunta, ¿de qué color es un lápiz color piel?