Mauricio Wacquez: la muerte es simple e irrefutable

[Número 2 – 2003]

Mauricio Wacquez murió lejos, aunque no solo. Para los lectores nacionales su nombre ha sido encumbrado a la categoría de “interesante personaje literario”, olvidando sus escritos y enfatizando el mito del rebelde. El que fuera un prosista admirable, un cazado prófugo de una moral recóndita y, más curioso aún, un chileno culto capaz de decir cosas imperdonables en un país de escritores de piernas juntas, no merece que lo disculpen por haber sido él mismo a pesar de los otros. Se encuentra algún consuelo en sus palabras desafiantes: “Soy un hedonista innato y la libido es la emoción sexual que nos da el impulso para vivir y traspasar la barrera de los estúpidos, de los demagogos, de los que tienen las armas y nos amenazan. Nada hay en el mundo que me pueda apartar de la prosecución del placer y me he dado permiso para todo”.

Wacquez fue ante todo un tipo que encarnó la contradicción, y lo hizo sin culpa y deliberadamente. Era superlativo, avasallador, un tanto histérico, vociferante, fiero, delicado, insolente, impulsivo y riguroso. Su opción por la literatura, marcada por la premisa de Blake según la cual el camino del exceso es el mismo de la sabiduría, no le dio demasiados dividendos. Sin embargo, esta máxima no le impidió abandonar su decisión de ser un estilista (uno de los pocos en nuestra historia literaria) que se impuso la tarea de alumbrar las partes más sórdidas de la condición humana, con sus víctimas y victimarios, y a la vez iluminar el amor, sus ecos, intensidades y riesgos. Todo lo hizo con una pericia formal y con una mirada inconfundiblemente escéptica frente a las verdades finales y las ideologías totalitarias. Nació en Colchagua, donde vivió una infancia idílica que recordaría incansablemente; estudió filosofía en el Pedagógico de Santiago y la Sorbonne, especializándose en el lenguaje de San Anselmo. Hizo clases hasta el año 72 en la Universidad de Chile, y cansado del apremiante medio nacional, se radicó definitivamente en Calaceite, Barcelona. Tradujo a Flaubert, a Julian Green, a Cocteau y a otros, por devoción y para ganarse la vida. Además, redactó a pedido toda clase de textos. Su visión de la historia de Chile y su concepto de los géneros literarios lo llevaron a escribir sin apuro ni ansiedad, con inextinguible delicadeza y pasión.

En 1975 publicó Paréntesis (Barral Editores), una obra en que las voces de cuatro personajes se yuxtaponen musitando las pequeñeces de la vida y los avatares del amor y sus recovecos. Seis años después, en Bruguera, apareció la que sería hasta la fecha su obra más arraigada y quizá la mejor de todas sus obras: Frente a un hombre armado (1981). En ella, Wacquez descuartizó, con una prosa a la vez tersa y exuberante en sus recursos, los vericuetos de la violencia, la sexualidad y el impulso del poder. Definió este libro subtitulado “Cacerías de 1848” como “una reflexión brutal acerca de lo biológico: el poder es celular y no podemos escapar a ello. Es el modo de ser de lo vivo. Dominar y ser dominado, poseer y ser poseído son categorías dialécticas consecutivas de nuestra condición”. Antes había aparecido el volumen de cuentos Cinco y una ficciones (1963) y la malograda novela Toda la luz del medio día (1965). Posteriormente publicaría el delicado conjunto de relatos Excesos (1971) y su última producción en vida, Ella o el sueño de nadie (1986), narración que pasó sin mayor pena ni gloria. Wacquez también se dedicó al ensayo, destacando entre sus publicaciones una introducción a la obra de Sartre.

A Mauricio Wacquez le debemos el mérito de su agudeza para encontrar un intersticio profundo y original por el que observar la memoria y sus inmediaciones, asumiendo a ambas con la franqueza de un irracionalista perseverante. Y aunque la muerte es simple e irrefutable, su recuerdo no nos abandonará fácilmente, puesto la primera parte de su Trilogía de la Oscuridad, publicada bajo el título de Epifanía de una sombra, confirma lo señalado por él a propósito de la ficción: “la palabra siempre ha tenido más peso que lo real. Para mí importa más la vida dicha que la vivida. La novela es una autobiografía en dos sentidos. Primero porque alude a la biografía de su autor y luego porque ella misma se transforma en biografía, en existencia literaria vivida, irreversible como todo conocimiento”.