Joseph Conrad: Destinado a errar

[Número 10 – 2007]

Józef Teodor Konrad, el errante, nace en 1857en la Ucrania polaca sometida a Rusia. Permanece en Cracovia hasta los 17 años, cuando se traslada al puerto de Marsella dando comienzo a una vida de mares y aventuras, En 1876 llega por primera vez a Lowestoft, Inglaterra, sabiendo sólo un puñado de palabras del idioma. Se alista en la marina mercante de éste país y en 1836,al obtener el título de capitán, recibe también la carta de naturalización, adaptando su nombre a la nueva cultura: Joseph Conrad, “porque suena más inglés”, diría. Hasta 1894, aquejado de gota contraída en África, durará su vida en la marina, que luego adaptará como el centro de su creación. Se establece en Inglaterra donde, gracias a John Galsworthy, conoce el panorama literario londinense. Sólo en el año 1895, a los 38 años de edad, publica su primer libro: La locura de Almayer.

Admirado por Henry James, Ford Madox Ford, Gide y Mann, Conrad nunca pudo quitarse, en vida, el estigma de ser un novelista para novelistas, un escritor para escritores. El autor quería ya borrar el título de promesa para convertirse en afirmación, pero eran muy pocos quienes se atrevían a leerlo. Además, el tema del mar y sus peripecias puede cansar al lector al ser tratado de forma repetitiva. Pero Conrad no daba su brazo a torcer y comenzó a buscar nuevas temáticas.

Mientras vivía gozó de un éxito no abrumador centrado, principalmente, en escritos del mar, de barcos y marineros. Hoy, es el cómo trata más que el qué trata la que se ha impuesto, pero aún «sus mejores clientes son creadores, estudiantes, críticos especializados e historiadores de las formas del pensamiento o la expresión literaria», dice Dámaso López García, en Juventud, un relato y dos cuentos, 1902. Incluso hoy, cuando su nombre figura en la retina de muchos, es leído por pocos.

En total, Conrad, escribió 13 novelas, 2 volúmenes de memorias y 28 relatos breves. El deseo por conocer los abismos del alma humana en sus luchas contra las fuerzas malignas de la naturaleza y su pesimismo frente a que todo ideal lleva en sí la semilla de la corrupción, tema frecuenta en su obra, no da cabida al humor, tal como destaca Cabrera Infante. Pero esto halla su razón de ser en que Conrad sí estuvo en el Congo y vio las atrocidades de ingleses y belgas. Vio como desangraban las arcas reales y mandaban informes y especias haciendo nada. O nada mejor que mandar y matar a los autóctonos. Alegoría que ya se deja prever en el título de El corazón de las tinieblas que trata sobre el poder absoluto, ejercido por manos invisibles, en tierras conquistadas. Vio cómo era vitoreado el nombre de Sir Stanley, viajero inglés que descubrió a Livingstone en el corazón de África, cuando en realidad fue Stanley —patrocinado por Leopoldo II— quien empezó con el goteo sanguinario. Vio huracanes que destrozaban el mástil que le guiaba y escuchó el grito de «Hombre al agua» cientos de veces, cuando ya no se puede hacer nada. El humor, entonces, no lo vivió y al valerse de su propia experiencia, éste no tiene espacio.

En este contexto, Conrad descubre el alma humana, eje central de sus libros: la ambición extrema, la codicia, la expiación de un oficial que no ha cumplido su deber (Lord Jim, 1900), la culpabilidad, entre otros, son los temas que se desnudan en altamar y que van a fascinar al autor polaco. Todo esto, sumado a la atmósfera de tifones, motines, tribus antropófagas (El corazón de las tinieblas, 1902, quizás su libro más famoso por la adaptación de Coppola al cine en Apocalypses now), despotismo del poder oficial, diluvios y huracanes, etc. dan a la obra de este autor una fuerza y un alcance desconocido.

La corrupción que vivió en las colonias europeas de África, Ásia y América, fue el móvil de la principal crítica que Conrad sintió en vida. Fue un país colonialista y sus más insignes miembros quienes le acogieron y entregaron la posibilidad de vivir en paz y no a la deriva en la Polonia de su época. En El agente secreto cambia el escenario por la gran ciudad, Londres, pero la retrata igual que en escritos anteriores: como el mar o la selva, la ciudad es un espacio hostil para desarrollar la vida. Vuelve a tratar el tema del poder, que podría pasar inadvertido como crítica, o entendible gracias a su relación de infancia con Rusia (en Bajo las miradas de Occidente, 1911), mas agrega el del amor a la libertad. «Conrad —dice Jorge Edwards—, era un enamorado de la libertad, un hombre inspirado en el siglo XVIII europeo, que comprendió, en los albores del XX, con el antecedente irremplazable de su experiencia polaca, que el valor de la libertad iba a estar amagado por enemigos poderosísimos». Y por si esto fuera poco, causando más irritación aún, y al igual que en todas sus demás narraciones, es mediante la adopción que hace esto. Sí, la adopción cultural de la isla sajona: su idioma.

Una de las mayores virtudes de Conrad es que escribe desde lo extraño. El autor polaco piensa el idioma; cada palabra que emplea es parte de un engranaje mayor. «Una gracia», dirán muchos, «pero hay tanto más que lo hacen». Y es cierto, pero Conrad no lo hace con su segunda lengua ni tuvo instrucción inglesa como Nabokov. Él escribe en su cuarta lengua, ya que nació en Polonia, fue desterrado a Rusia, trabajó en la flota francesa, y en cuarto lugar, en la marina inglesa. Recién a los 21 años tiene su primer acercamiento a esta lengua y es sólo a los 38 años que escribe su primer libro. Son 17 años de inmersión en él y ocho de ellos los pasó conviviendo con la jerga marina. Quizás a esto se debe que Borges destaque un estilo oral en Conrad, o «ficticiamente oral». También Cabrera Infante afirma que «hay una conquista del lenguaje», un abordaje al inglés, en donde el autor ganó la batalla, ya que lo que emerge de su obra es su forma de escribir, su modo de construcción y adjetivación. Pero costó. No podía, si quería ser un escritor adoptado por Inglaterra, que tenía como hijo pródigo a Henry James, presentar errores gramaticales o frases inconexas. Debía escribir «sin acento» de extranjero. El tema ya lo tenía. Faltaba el cómo. Y así, Conrad, «después de embarcarse en muchas aventuras físicas, se embarcó en una última aventura, que es la aventura del lenguaje: cómo él llegó a conquistar el idioma inglés, que es un idioma desordenado, caótico, con más excepciones que reglas». Sigue luego Cabrera Infante, pensando quizá que el dominio aún no ha tomado forma, «el inglés de Conrad no es que sea impecable, es un inglés creador». Se da el lujo de jugar con el idioma e inventar nuevas formas, lo que ciertamente hoy lo tiene catapultado, y bien asido, a las ligas mayores de escritores de principios del XX.

Tema y forma confluyen, al fin, en el genio de Conrad al tratar temáticas simbólicas, como el mar y la selva, gracias a su uso del lenguaje, que implica el descubrimiento de un mundo lejano a lo predefinido. Tema y fondo unidos por lo exótico. Porque finalmente el mar, que no pueda obviarse, esconde muchos temas en él. Es el todo. En El espejo del mar, 1906, libro de memorias, escribe sobre la incidencia de la vida marinera en su vida, pero no es sino porque le permitió conocer «lo otro»: las características de la vida humana que luego va desgranando en sus obras gracias a su gran fuerza narrativa. Obras hay para todos los gustos y por esto, debemos imbuirnos, mojarnos en los mares de Conrad. Debemos ser capaces de gritar «hombre al texto» tantas veces como él escucho «hombre al agua».

Ahora, en el aniversario 150° de su nacimiento, podemos dilucidar y descubrir esos fantasmas que le rodearon bajo el prisma de lo único a lo cual nunca pudo escapar: el mar y su errar.