Palabras como piedras preciosas : ensayo para armar

[Número 45 – 2023]

Tal vez una sinopsis

“Ciento cincuenta y un pasos hasta el negocio de la esquina; / tres pinos, uno cada cincuenta pasos. / El pequeño perro de mi vecina / y un dulce buenos días. / ¿Hay algo mejor que esto?”. Este breve texto de Fernanda Carrasco, una adolescente de trece años, ancuditana, concentra lo esencial de mi pensamiento acerca del sentido de la escritura y de su ligazón con el territorio.

Ella muestra su lugar pequeño, un microcosmos donde todo parece tener sentido. Pertenecer es la clave, vivir el pacífico estar en una comunidad que se sostiene con lazos invisibles.

Cada día es la representación del presente y en el puro gesto de dar cuenta de los elementos que encuentra en su caminata, esta voz llena de futuro nos hace notar cómo contiene también el pasado y se proyecta en esa pregunta retórica. Su palabra es una respuesta a la hora de buscar el sentido a la existencia.

En la boca tiene el alma una de sus puertas

Cuando era niña me impresionó el cuento “Las hadas” que escuché varias veces de boca de mi madre en las largas noches de invierno, cuando teníamos el privilegio de su voz elevándose por sobre el ruido atronador de los temporales. También lo escuché en la escuela, en esa escuela primaria que construía nuestra educación sensible con un cuerpo de lecturas significativas, elegidas para formar almas en el sentido mistraliano y no para entretener solamente como parece ser el eje de hoy. Para los que no lo conocen, el relato cuenta la historia de dos hermanas con el típico binarismo de “la buena” y “la mala”. Una de ellas, sacrificada y abusada por una madre déspota, iba al pozo a buscar agua y se encontraba con una andrajosa anciana a la que le ofrecía agua fresca con buena voluntad. La anciana, en realidad, era un hada y la premiaba por su actitud generosa con un don: cada vez que hablara, saldrían de su boca piedras preciosas. La hermana mala, va también al pozo esperando recibir el mismo don, pero su actitud engreída y arrogante provocan que el hada la maldiga con la disposición de que cada vez que hable, salgan de su boca sapos y culebras, todo tipo de bichos repulsivos.

Aun con el evidente afán moralista, que podrían discutir algunos, para mí este cuento quedó grabado por la relación férrea que establece entre las palabras y la ética. La boca como abertura que deja salir lo que nos representa, que dice quiénes somos, de qué materia moral estamos hechos.

La mano. Se escribe ya perdido el lazo inicial con las cosas

“Toda la tierra tenía una sola lengua y unas mismas palabras”, así leemos en el génesis bíblico aludiendo a un tiempo mítico en que las cosas y las palabras estaban unidas. Tenían un sentido primordial y eran un poderoso lazo amoroso que envolvía el mundo. Sin embargo, ese cordel está roto y recomponerlo está en el centro de las preocupaciones de quienes trabajamos con las palabras.

Lo primero fue oral, así ha sido para todas las comunidades y pueblos originarios, y ha seguido presente como el agua de un cauce que corre paralelo a lo escrito; tal vez más cargado de secretos, con una densidad subterránea que va arrastrando claridades y detritus. Hay que poner oído a ese magma que está en la boca de los mayores, que se ha sostenido a través de generaciones, que a veces parece perdido, pero se las arregla para flotar sobre todos, entre todos. Tal como los ríos, a veces se adelgaza, parece secar su caudal, sin embargo, unido como está al origen, basta con entregarse a lo natural para sentir que somos parte de un todo y que cada gesto nuestro tiene un sentido en la composición mayor.

Cuando Byung-Chul Han habla del hombre de hoy y lo identifica con una nueva masa que se ha formado en las redes sociales e internet, dice que los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros; el enjambre no es coherente, no se manifiesta en una voz y por eso es percibido como ruido. Una masa de soledades —diría Juan Luis Ysern, obispo emérito de Chiloé— que producen una bulla parecida a las palabras, pero no tienen la vocación de la comunicación. No hay un espíritu, un alma.

Hay, en cambio, un abandono de las palabras como territorio del encuentro. Al macrosistema del que somos parte, pareciera interesarle especialmente que no tuviéramos palabras para decirnos, para entender quiénes somos y, en ese sentido, servir de consumidores irreflexivos, acríticos, fascinados por la promesa del divertimento que ofrece el consumo.

El deseo de encontrarnos alguna vez completos en las palabras que escribimos o leemos, encontrar eso que somos y que con palabras se construye, es un afán que sostiene la escritura.

En esta maraña de voces que ocupan los espacios públicos y privados, se hace necesario escuchar la voz propia. Dejarnos tomar por el silencio para escuchar quiénes somos en realidad y desde ahí salir al encuentro con otros. Tener perlas para darle a nuestro vecino, la riqueza que somos. Esa es misión de la poesía.

Como la mirada poética revela las ocultas relaciones amorosas entre las cosas, su poder está en construir imágenes que titilen y sigan alumbrando aunque no sea en primer plano; imágenes que actúen como silencio y reserva también. Pienso en esa palabra que se hincha con la humedad ácida de estos días y luego es capaz de volver inteligible el sentido profundo, la piedra feliz del entendimiento.

¿Cuáles son hoy nuestros dilemas escriturales? ¿Sumergirnos en la lengua activa que es un territorio cada vez más complejo y disgregado? Una lengua traspasada por el parloteo vacío, incesante de los medios de comunicación; lengua que es corrompida en los discursos públicos y ya sabemos que cuando las palabras se corrompen, la comunidad se desintegra: pero es también una lengua asombrosa que se recrea todo el tiempo. Las palabras como articulación frente al desamparo. Si la poesía no sirve para reunirnos, para vincularnos con nuestro entorno y actuar, ¿para qué sirve?

La poesía es palabra cargada con una visión de mundo que trata —sobre todo— de la relación con otros, del deseable sosiego necesario para vivir en comunidad. Se trata del diálogo. La convivencia.

Salir del curso de los astros

El poeta Elicura Chihuailaf me dice que el pueblo mapuche no tiene una palabra para nombrar el desastre, la catástrofe; que tal vez lo más cercano sea Rvme weza newen, una expresión que señala mucha energía negativa y que, por supuesto, nos hace participar del estado de cosas, no nos sitúa como espectadores de los males que “nos tocó vivir”. Olvidamos hace mucho que la biodiversidad es un extraordinario obsequio que nos fue dado para participar de él no para someterlo a un torbellino de deseos inventados por el poder económico. Se ha roto el pacto sagrado porque la relación del hombre con su entorno está claramente viciada en el sistema que nos gobierna: no hay respeto, reciprocidad, gratitud hacia el universo que nos contiene. Pero no somos inocentes frente a este quiebre, es responsabilidad de todos.

Hemos tenido tiempo para escuchar las quejas de la propia naturaleza. Hemos tenido tiempo para detenernos a pensar en cómo queremos vivir y qué dejaremos a las generaciones futuras.

Sabemos que para hablar de nuestro patrimonio hay que pararse en el promontorio del presente y mirar en ambos sentidos: observar cómo la forma de vida de nuestros mayores fue perdiendo visibilidad y legitimidad ante los embates del nuevo modelo, recuperar aquello que queremos conservar y mirar luego hacia adelante para abrirle espacio a nuestro sueño. Se esperaba de nosotros la fortaleza de un sujeto protagónico que decide sobre el mundo que quiere y era una tarea que debía considerar a todos los vivientes de la isla, muchos ya seducidos por los discursos machacantes del “progreso”.

Nuestra cosmovisión, que se hunde en el tiempo pasado como en un légamo nutritivo, nos ofrece relatos que no siempre sabemos interpretar; historias como el Caleuche, ese barco hechicero que se lleva a algunos isleños lejos en medio de una fiesta. Una sola noche, dicen, de manjares, música, encantamiento. A veces, se sueña, incluso, con ese rapto nada feroz que los alejaría de la orilla del sacrificio. Pero el viaje termina. Tras esa fiesta de excesos, se regresa a la orilla sabiendo. Se vuelve viejo, solo y abatido casi siempre, como de otro tiempo. El mito nos habla desde la profundidad de la metáfora. Este tiempo nuestro es el Caleuche, el buque de arte que encanta/enamora a los sentidos y arrastra lejos de su vida cierta, de los suyos, a los isleños. Es una bruma de la que siempre se regresa y llegará el tiempo en que a esta fiesta le llegue la resaca, también. Devastada la tierra nos pedirá explicaciones.

Y ahora nieve. Tan blanca, tan oscura

Porque lo bello no es más que el primer grado de lo terrible que aún podemos soportar / […] todo ángel es espantoso
Rainer Maria Rilke

Hace un par de años despertamos con una nevazón fortísima. Campos, árboles, arbustos, techos se fueron cargando con capas de nieve que le dieron una belleza sobrecogedora a nuestro entorno. Fue una celebración de niños jugando, adultos riendo, suspensión de actividades. Después de las primeras y sorpresivas horas, empezó a aparecer una cara bastante menos amable de este fenómeno y recordamos la descripción del escritor colombiano William Ospina, quien advierte: “Un planeta que durante milenios ha sido el escenario más propicio para la vida, para nuestra forma de vida, podría transfigurarse ante nuestros ojos en una morada inhóspita de sol calcinante, de aire tóxico, de agua impotable, de pieles irritadas, de complicaciones respiratorias, donde los tejidos enloquezcan, los sentidos se alteren y los gérmenes escapen a todo control”. Por eso, pasadas las horas, la espléndida luz sobre los campos, los cercos nevados, los caminos tapizados de minúsculos cristales ya no es un espectáculo vivificante. Se trata de participar del mundo con una garra sobre los sentidos.

Los artistas lúcidos no limitan su trabajo a imágenes de encanto o complacientes; están en permanente litigio con las miradas propias y ajenas sobre un territorio especialmente complejo. Un verdadero artista se abre y abarca en su imaginario también lo oscuro, aquello que los festejantes del sistema no quieren ver. Y así, hay que mirar de frente el oleaje duro, maloliente de nuestro mar enfermo; hay que admirar el paisaje nevado pero tener plena conciencia que la tierra sufre debajo de ese tapiz, aprender que su dolor es el nuestro y buscar nuevas formas de recuperar una vida respetuosa.

Entonces, concibo la escritura como un ejercicio ligado a nuestro presente, siempre atentos a la búsqueda de esa voz que nos trenza con otros para mejorar el mundo que vivimos. Hacer poesía como otros forman personas, siembran en la tierra, cultivan frutos, construyen puentes; trabajar con las palabras para decir y comunicar en la forma más diáfana posible aun cuando la materia prima es umbría.

Pero está todavía latiendo la materia del afecto. Allí es donde debiéramos volver, esa es la trama verdaderamente necesaria.

Las palabras nos construyen; ahora necesitamos palabras para decir estos días y los venideros, palabras útiles como hacha de mano o un martillo. Palabras que nos permitan vivir pero también crear futuro. Aquí es donde tiene que estar hoy la poesía. Decir quiénes somos y hacia dónde vamos.

La dulzura del afecto

Recordar la dulzura de los afectos.
Cuando se haya caído la pasarela de Aucar
cuando ya no quede heredad
—cada uno haya vendido la casa de sus padres—
cuando las cruces de los cementerios hayan alimentado las fogatas de los mochileros
nada de llorar.

Fuimos mansos como nos enseñaron los mayores
por eso nos volvimos sombras
Casas y árboles se enferman
los techos podridos se dejan caer.
Ganchos de antiguos manzanos cuelgan anémicos.

Pero
Los pájaros pueden volver a los humedales
Dejarán de aletear los brazos falsos de los molinos
Y en cambio, volverán los saparitos.

¿Se puede volver a la casa del padre?
seamos ahora nosotros los padres
Ocupemos las palabras que nos quedan
como un lazo de plata
de una boca a otra
de una isla a otra.