[Número 44 – 2022]
La primera vez que lo vi fue en una pantalla, el fondo negro y el marco redondo impusieron una imagen que me parece trillada ahora: una cápsula espacial con un cosmonauta girando. Como si la escafandra siguiera ahí, a sus dos años y medio mantiene la cabeza enorme y se ríe a ratos de la ley de gravedad. Quienes nos pusimos graves prontamente fuimos sus padres, pero no ese día. Reconocimos una nariz chuchú y las manos enlazadas, ¿o se chupaba el dedo? Si no lo escribo, lo olvido. Se lo comentamos a la doctora, atropellándonos, ella compartía el entusiasmo y nosotros agradecimos la elocuencia venezolana. Salí a los brincos de la consulta y en el camino al Puro Café de los colombianos compré una lámpara de pie. Hablaba duro, cantaba el 18 de octubre del 2019. Es divertido divisar por las calles a un hombre que celebra con una lámpara de su tamaño. Más divertido era ser ese hombre, reproducido en un cosmonauta que, sin duda, se me parecía.
Por la noche, fuimos a escuchar a Montalbetti en La Sebastiana. No creo que hayamos vuelto a ir juntos a una lectura o a un café. Alguien bromeó con saltar unos torniquetes y así nos enteramos de que empezaba la revuelta chilena. En menos de veinticuatro horas, Valparaíso estaba tomado por las marraquetas de nuestro hijo y nuestras marchas. Los disparos y las bombas lacrimógenas se tornaron incompatibles con el embarazo, y empecé a marchar solo. Corregía una novela en que mi abuela participa de su propio alzamiento en Varsovia. La pandemia coincidió con el parto descrito en los poemas siguientes a la novela y acabó con mi abuela a su vez, impedida de visitas en uno de los tantos asilos aislados. Suena a oxímoron ahora que lo modulaba en voz alta. Creyendo que le hablé a él, se me acercó un garzón, ¿mande? Hacia la pantalla bajé la vista, tipeé que, desde entonces, habíamos guardado las cenizas de mi abuela para el momento en que todos fuésemos cómplices de la ilegalidad de lanzarla al único mar en que fue feliz. Para mí rimaba con el Apruebo a la propuesta de nueva Constitución. Hasta la victoria siempre –y lo demás que nos deparara el territorio inestable de quienes nos obsesionamos con el nomadismo– regresaríamos a Valparaíso luego de meses donde los suegros en Colonia, porque se habían perdido el crecimiento de su nieto durante la pandemia. Cerraríamos un círculo.
Fue entonces que la madre de mi hijo decidió intempestivamente no hacerlo. El avión se vino lleno salvo por los dos asientos a mi lado. El rechazo de una mujer a la residencia definitiva rimó con el rechazo de un pueblo a las palabras que nos daban al fin la educación, la salud, las jubilaciones y el agua que sí tiene el pueblo de aquella mujer. También decidió dejar de hablarme. No lo vi venir, decían los personeros del gobierno anterior. El 4 de septiembre del 2022 seguí los resultados de las elecciones solo en casa y el 14 tiramos las cenizas de mi abuela con mis padres en un improvisado muelle de Algarrobo. Ahora no quedará nadie más que ellos en Chile, y están viejos y divorciados, pensé cuando, por culpa de El gran Lebowski, mi mayor preocupación era el viento en contra de las cenizas. Ordené, reparé, arrendé, vendí de noche y de día. Hoy 13 de octubre no sé si es de una o de otro y, sin haber dormido, lo escribo adentro de la escafandra del café Maison Kayser del aeropuerto de Ciudad de México, cuya escala –cósmica– redujo a la cuarta parte del precio de ida y vuelta, un pasaje solo de ida hacia la crianza alemana. A partir de cero, sin amigos ni idioma, sin techo ni trabajo; como mi abuela, como mi hijo. Como el país que abandoné anoche.