La Antología de mística femenina, editada por Jimena Castro y Sergi Sancho Fibla, es una muestra abundante de la experiencia espiritual, un intento por trasladar lo que uno presupone paranormal ―no tenemos cómo comprobarlo― con intensidad experiencial. Dado que este libro abarca desde lo medieval a lo contemporáneo, encontramos grandes diferencias en los textos que lo componen. Si en la antigüedad estos escritos, mayormente registrados por un confesor, estaban constreñidos al lenguaje y sus dificultades naturales de representar su sensibilidad, la contemporaneidad les ha dado una libertad sin igual. Los textos antiguos estaban más propensos a sobrevivir de mano en mano, boca en boca, catalogados en algún momento como simples textos “sensibles”, encasillados como para mujeres; solo luego fueron redescubiertos con intenciones de lectura y análisis, sea en rescates compilatorios o de forma individual.
La radiografía propuesta en este libro se divide en dos partes que reflejan las diferencias de la palabra mística en los distintos momentos. En “Ese habla sin las sílabas del tiempo” (s. XII–XVIII), se presenta la experiencia mística anotada por las escritoras mismas o un escriba, mientras que en “Extensión del alba” (s. XIX-XXI) se hace presente la expresión propia de una vida con sensibilidades místicas. En el prólogo se nos avisa adecuadamente que se busca una dimensión estética que, sobre todo en los casos más antiguos, sus autoras no pretendían alcanzar.
En la primera parte, la mujer mística, a raíz de las visiones, ha comprometido su vitalidad como un sacrificio, que en algunos casos incluye la reclusión voluntaria o involuntaria. Tal es el caso de Marguerite Porete, beguina cuyo destino fue ser llevada a la hoguera en 1310. Su texto “El espejo de las almas simples” demuestra una ruptura en comparación a otros seleccionados en la antología, en parte por el lenguaje sin filtro y apasionado, en parte por la forma de comunicarse, de referirse al Espíritu Santo. El capítulo CXXII de este texto da testimonio de su unión con ese ser fraccionado, pero también confiesa su deseo de no revelar nada de esa interioridad: “Este don no lo conoce hombre alguno, / mientras sirva a cualquiera de las virtudes / ni al sentir de la naturaleza con el uso de la razón”. Esta es una voluntad de silencio metafísico mayor a la de otras figuras presentes, que demuestra la dificultad de testimoniar lo sensible. Un amor secreto sin arrepentimientos que será revisitado por Anne Carson en su texto para la mártir, incluido más adelante en la antología. En esta misma parte, Julian of Norwich utiliza un lenguaje violento parecido al de Porete. Lo que perciben sus sentidos deviene en palabras de horror y sufrimiento que retratan la imagen de una corona de espinas. Si en el caso anterior existía una concordia solo con el Espíritu Santo, acá no hay fragmentación. Es la Trinidad quien se expone, elevando el ánimo de quien se deja sumir en este estado.
Mientras en la primera parte solo vemos vivencias circundadas por el cristianismo, en la segunda notamos otra forma de referirse a lo místico. La antología remodela el concepto: no solo alude a lo divino como es entendido en la parte anterior, también hay una atención a otras dimensiones terrenales, etéreas o abismales. Catherine Pozzi escribe desde una fragmentación corporal, esperando ser unida nuevamente con una desconocida forma espectral. Marosa di Giorgio juega con la figura y el comportamiento de Dios: en el fragmento 20 de “El mar de Amelia” abre una nueva narrativa fuera del canon bíblico, una convivencia con lo imposible entre sus figuras tradicionales, para nada un símil o una imitación, sino una reapropiación. La poeta Anne Carson hace algo parecido en su Decreación, una “ópera” publicada junto a un ensayo sobre cómo las figuras femeninas le hablan a Dios, entre ellas, Marguerite Porete y Simone Weil. Porete en ningún momento negó su obra al ser tomada presa por la Inquisición. El poema-ópera de Carson es una afirmación de ese silencio frente a lo institucional, pero libremente hace sintonía con aquel dolor que solo un poema puede imitar. En cuanto a Weil, la poeta sintoniza con su extraña necesidad como pensadora en relación a la crudeza del cuerpo y a deshacerse de él.
En la segunda parte, hay un tránsito hacia el vacío que pasa por Simone Weil, Alejandra Pizarnik y Soledad Fariña. Respecto a esto, en la mística que nos concierne se ha hablado sobre el “vaciamiento” del interior. La llegada de Dios en la nada misma en que ya no hay cuerpo, una metáfora que devuelve al inicio del mundo en el Génesis 1:2. Desnudarse es la intención de búsqueda del ser, lo que en lo místico se encuentra la dicotomía que se ha venido trabajando desde el primer texto antologado: cicatrizar en la nada, poder llenar con el lenguaje una realidad metafísica compleja. Al finalizar la antología, una de sus particularidades es que da a entender cómo las escritoras han abordado ese llegar a la nada, cómo se interioriza la vacuidad tantas veces negada y reemplazada por las formas del creer maximalistas. Hay una humildad en la (des)composición de las propias palabras, en la escritura que, siendo un modo de espera, tiene por objeto la contemplación radical en tiempos de celeridad. En palabras de Weil: “La imposibilidad es la puerta hacia lo sobrenatural. No queda más remedio que llamar. Es otro el que abre”.

Ficha del libro:
Antología de mística femenina, ed. Jimena Castro y Sergi Sancho Fibla, Descontexto, 2023, 328 pp.
