Lápiz grafito

[Segundo lugar concurso literario 2024, categoría cuento adulto]

Come moscas cuando tiene hambre la Bandera de Chile
en boca cerrada no entran balas.
Elvira Hernández

Los profesores tienen su asamblea general una vez por semana, de siete a nueve de la noche, en la que se reúnen, se supone, para objetar temas esenciales de la labor docente, pero que resulta ser la descarga de información administrativa del equipo directivo que pudo haber remitido por correo electrónico. En ese último coletazo del día, oscurecido por la transpiración de la jornada y con una disfonía generalizada por los gritos vertidos en las aulas, los docentes de este liceo rural reciben una visita insólita. Un caballero honradamente alto y con delgada figura, fuerte y esbelto como un lipizzano de renombre, con uniforme militar y ojitos de piscina, entra en el auditorio de la escuela desfilando idiotamente, haciendo resonar sus zapatos de charol contra el parqué antiquísimo. La gorra le queda grande sobre su enjuta cara de niño obediente, y la cacha de su espadín de oficial emite un sonido perturbador. Los profesores guardan silencio. Un milico es a un profesor como un profesor es a un estudiante. Trabajadores de la disciplina y la arbitrariedad.

Sin mediar un pensamiento, movilizados por un instinto arribista de copiar lo bueno (y odiar todo lo demás), los profesores se abotonan el primer botón de la camisa, y las profesoras se alisan la falda y se cruzan de piernas muy educadamente. Y bueno, las profesoras que usan blusa, que es una camisa de mujer, se abotonan también el primer botón, y las profesoras que usan pantalón se cruzan de piernas y exhiben sutilmente un tobillo juvenil. Y obviamente, como no hay profesores que usen falda, y me parece que nunca los habrá, no hay nada que decir al respecto.

El director del colegio presenta al Coronel del Ejército señor Ezequiel Concha Echeverría, brigadier del regimiento de artilleros, etc. Un nombre largo y absurdo. El coronel saluda con afecto y fraternidad. Las profesoras viejas encarnan, mientras la dulce voz del coronel desfila en sus oídos, ese enamoramiento que tienen las señoras antiguas por los militares, y esa excitación malsana que brota del interior más inutilizado de sus fuentes mujeriles, cuando la parada militar o los ejercicios de guerra invaden los precarios espacios públicos del pueblo. El desafinado orfeón de Carabineros o un torpe desfile de conscriptos es un evento digno de respeto en estas zonas de Chile.

La causa inaudita por la cual el coronel está parado como una asta de bandera en el auditorio, es por la comunicación de un “Plan pedagógico de formación y acompañamiento científico-humanista”, en que profesores, por voluntad propia, aprendan la labor docente en el regimiento de artilleros, etc.

La profesora de Historia, Geografía y Ciencias Sociales, Nancy Valdés, investigadora salvaje de la controversial historia militar chilena, pregunta por qué. Está de brazos cruzados, los labios apretados y los ojos entornados en un gesto de desdén. En su casa tiene una tristísima colección de fotos de detenidos desaparecidos, y varias serigrafías conmemorativas del Estallido Social del 18 de octubre. Su living se corona con una bandera mapuche, y en general ostenta todos los símbolos de una universitaria resentida. Me parece que no hay otro tipo de universitario. El director improvisa una respuesta institucional. “No es obligatorio, colega, es para quien quiera servir a su patria”. La profesora Nancy eructa una risita burlesca, cómo chucha no va a ser mi trabajo de todos los días una entera servidumbre a la patria, piensa herida. El coronel hace como que no existe la profesora de historia, y como borrando una arruga de su camisa, borra del aire del auditorio cualquier dejo de la voz de la profesora Nancy, comentando con un vozarrón de sádico instructor el importante bono de incentivo que los fondos reservados del Ejército de Chile otorgará a los voluntarios. Lo de los fondos reservados no lo dice, lo piensa la profesora Nancy. Un bono equivalente a un sueldo extra. Una minucia para las empachadas arcas marciales. La profesora Nancy se inscribe en el programa. Sus razones son nocivas e incomprensibles, como cuando estás enamorado, y a la vez en un estado de resentimiento por desolación, y te gusta frecuentar lugares comunes al objeto antes amado, para habitar encuentros explosivos e incómodos, en una suerte de sabotaje y destrucción. Pero el primer incentivo es el dinero, claramente. No nos leamos la suerte entre gitanos.

Tres semanas después, la profesora Nancy va entrando al regimiento de artilleros, etc, a las quinientas horas. Sonríe amargamente y se exaspera con las faltas de ortografía en las inscripciones y los letreros. Escriben todo con mayúscula, y por una rara convención anticuada, o por una flojera del cerebro, no les ponen tilde a las letras en mayúsculas. También le entregaron una piocha con su apellido, VALDÉS, y abajo con letras minúsculas: “señora profesora”. “No soy señora milico culiao”, se figura. Los militares la tratan con respeto, hasta con cariño, o algo parecido al cariño. Se cuadran ante ella. Le hacen el saludo militar. Le sonríen con una confianza brutal, como si lo hicieran frente a una nana o a un amante de segunda. Todo el lugar tiene el olor de este tipo de degradaciones. Esas miradas de soslayo por debajo del hombro con jinetas. El coronel que era como una bandera ilusoria, o un paraguas cerrado, recibe a la profesora Nancy, y le muestra las instalaciones. Le da un completo desayuno, y platican sobre sus obligaciones docentes. Educación cívica, en esencia. Que estos niños aprendan lo que es el estado de derecho, a respetar la próxima Constitución que elija el pueblo de Chile, si es que la hay, piensa la profesora Nancy. A unos metros los conscriptos practican la puntería con unos M16 gastadísimos. La balacera es surrealista.

Al entrar a la sala donde se realizará la instrucción docente, los militares se paran al mismo tiempo y mientras se llevan la mano a sus duras frentes, gritan: BUENOS DÍAS SEÑORA PROFESORA. Asiento, pendejos de mierda, piensa. Asiento, dice. Bien, división de los poderes del Estado, ¿qué es el Estado?, pregunta la profesora a la concurrencia ataviada de camuflaje. Nadie habla. Bien vamos tomando apuntes, quien quiera hablar levanta la mano, aquí nos vamos a respetar y todas las opiniones son válidas. La profesora Nancy empieza a hablar de la Revolución Francesa, para llegar a la división de los poderes, pero los jóvenes la miran con impavidez. El grupillo de milicos parece un verdadero curso de tercero medio oscurecido por trajes verde oliva y olor a pólvora, tornado en reclutas severamente inocentones. Un grupo de pollos turbados, mozos indulgentes en el orden cruel de un mundo que inventó la guerra, antes que nada.

—¿Por qué no escriben?

—Usted no nos ha dado la orden.

—Dije que tomen apuntes —replica exasperada la docente. Luego de un rato de silencio, cae en la cuenta que los infantes no saben que tomar apuntes se refiere a escribir y discriminar las ideas que se van adquiriendo a partir de una escucha significativa. La profesora escribe algunas cosas en la pizarra, ESCRIBAN AHORA, proclama insurrecta.

Se pasea por los puestos. Cada pupitre está rigurosamente ordenado de la siguiente manera: un cuaderno chico color negro, cerrado, un lápiz grafito a la derecha, un lápiz pasta azul a la izquierda, arriba una goma de borrar. Varios de los jóvenes soldados no escriben. Miran al frente como robots taciturnos. POR QUÉ NO ESTÁN ESCRIBIENDO, grita la profesora. Nadie contesta. La sala es como una guardería de cabros chicos abúlicos. Un recluta adolescente, de no más de diecisiete años, le tira la manga a la profesora con una forma infantil, y le susurra al oído: “Muchos de aquí no sabemos escribir bien”.

La profesora mira atónita al soldado adolescente. Su frente ceñuda se relaja, su puño adquiere la gracilidad de la maestra que ama enseñar. Ese ejercicio espiritual supera los ejercicios de guerra, hay algo de fuerte compasión en la pedagogía que nunca entenderán los que se dedican al ejercicio de la fuerza. Se le quiebra algo dentro. Le dan ganas de llorar. Se ablanda su severidad, y ve al grupo de soldados como lo que son, niños marginados que no supieron qué hacer con sus diecisiete años de dolor. No saben qué les va a tocar, piensa la profesora, pero se jubilarán relativamente jóvenes y con algo de dinero. Ahí pueden empezar a ser otra cosa. Ojalá no los quiebren, pero quién sabe. La profesora le toca la cabeza al jovencillo que le susurró su secreto. Enseguida toma el lápiz grafito y sujeta la mano derecha del soldado, ¿eres diestro?, bien. Las dos manos, la de la profesora y la del militar, se juntan tiernamente y oscuramente para que los dedos de la docente guíen la torpe y anudada mano del recluta. De cerca, le alcanza a ver el corte sopaipilla, la cara llena de granos, y unos cortes en las cejas como marcas de su antigua vida de población. En el cuaderno escriben juntos la palabra MILITAR con lápiz grafito. El lápiz grafito se puede borrar. Las balas no tanto. La profesora repite el procedimiento lenta y delicadamente con cada estudiante. ¿Así mismo hubiera sido si uno de esos soldados le hubiera enseñado a ella a usar un fusil?