Leer hasta que la muerte nos separe

[Número 25 – 2012]

No recuerdo una época en la que no leyera. Debe ser porque los recuerdos encubridores, reinventados una y otra vez, mientras se los arrastra a lo largo de las décadas y de los relatos interesados (seductores, victimistas, patéticos) –¿cuántas veces conté que mi madre, a poco de caminar, me llevaba con una correa?, ¿que el primer día de clase lloré no al entrar, sino al salir?– se abren paso sobre la amnesia de los primeros años en coincidencia con el aprender a leer.

Al principio la literatura me llega resumida, adaptada y traducida a través de las voces del radioteatro. Escucho Cumbres borrascosas, Los miserables y Facundo fascinada por tonos de recitación y énfasis modulados. Ya entonces, o desde entonces, no me gustan las tramas. Cuando encuentro, muy temprano, las obras de Colette, me hipnotiza la escritura de una voz que luego traduciré –cuando lea crónicas– al problema del uso impreso del habla cotidiana (expresión de Carlos Monsiváis). Ya mayor leo con insistencia diarios y autobiografías –de Virginia Woolf, Katherine Mansfield, María Bashkirtseff, Ana Frank– buscando una inmediatez que favorezca la identificación, pero también una fenomenología del dolor, quizá porque, como dice Silvio Mattoni en la contratapa de Una posibilidad de vida de Alberto Giordano, “en algunos casos el dolor, ese punto en que desaparecen las figuras heredadas o bien se deforman radicalmente, llega a intensificar de tal manera lo escrito que su lector, y nosotros con él, no puede dejar de percibir que algo pasó, alguien se reveló aunque no fuese sino un relámpago que las frases rodean con su fondo de silencio”. Entonces leo sin claves teórico-críticas, aunque no se me escapa que Clarice Lispector no escribe el inconsciente, sino a la manera del inconsciente; y que puede escribirse desde el dolor, pero no en el instante del dolor; y que aquello que se escribe es otra cosa que el dolor mismo.

Mi madre me enseñaba a leer, antes de ingresar a la escuela, trazando letras con un palo sobre la tierra roja del Jardín Botánico. Yo podía recitar sin mirar: “Mamá”, “nena” (su pedagogía era narcisista). Pronto leer significó jugar: leer en los carteles de las vidrieras de los negocios de atrás para adelante y del lado de adentro. Aún juego cuando, para distraerme, leo literalmente: me gusta encontrar en los carteles “Hospital privado de ojos” o “Silencio hospital” el sentido de un hospital al que se le han sacado los ojos y otro al que se le pide silencio. A veces, como a tantos, leer jugando me ha consolado de la tragedia. Cuando mi padre se estaba muriendo, yo miraba desde la sala de espera, con cierta preocupación, cómo mi madre, ya muy mayor, espiaba por el vidrio del lugar en que mi padre agonizaba. Su cara era curiosa, un poco pícara, como si aún no hubiera calculado la perspectiva del duelo. Tenía el mentón entre las manos y una pierna cruzada sobre la otra. El efecto era cómico, porque en la ventana de la sala se leía “Sala de observación de hombres”. Una viuda inminente se transformaba en una anciana voyerista.

Sylvia Molloy encuentra en las autobiografías de escritores una recurrencia que ella denomina “escena de lectura”. En esta el escritor se recuerda fingiendo leer un libro cuyo contenido adivina o sabe de memoria, porque le ha sido leído en voz alta y adelanta su deseo de aprender a leer convenciendo a un público. De esta manera, se insufla una voluntad que se expresa “leyendo antes de ser y siendo lo que lee”. Esta escena de lectura suele insistir en escritores en los que el acceso a la escritura ocurrió desde cierta situación de ilegitimidad. Por ejemplo, en Victoria Ocampo por ser mujer, en Sarmiento por ser pobre; en ambos por ser autodidactas. Y de allí para abajo en el canon, si es que se cree en él, la escena es utilizada con ligeras variaciones. Supongamos que, tomándome por una escritora, yo acepto seguir la cartilla y reconstruir esa escena para mí. Pero con una variante: no leo, se me da a leer.

A los ocho años recogía el ejemplar de Fedra que me alcanzaba mi madre y fingía leerlo. No era la de Racine, sino una adaptación puerca de una editorial ignota. Las letras del título estaban groseramente en relieve. Yo no leía esa Fedra ni nada parecido. Cuando me aburría de fingir, apoyaba el ejemplar sobre mis muslos y hacía presión con el borde de la mesa. La piel me quedaba roja con la forma de la palabra “Fedra”, escrita al revés sobre las marcas de las puntillas de la “combinación”. En la carne tumefacta, casi sangrante, se leía un bordado o un tatuaje. No se me había ocurrido otro acceso al erotismo de los libros, ignoraba que el sadomasoquismo prohíbe los colores rosa (la combinación), rojo y dorado (el libro), y que esa acción podía llegar a ser másadelante una suerte de expresión artística: ¡cuántas conclusiones sacarían los críticos de ese “Fedra” invertido sobre encaje de nailon!

Durante la escuela primaria, en la división del primer grado –colegio Bernardino Rivadavia– se admitía a pupilas del Patronato de la Infancia para quienes ya no había vacante en la escuela de la Institución. Todos sus nombres empezaban por el de la Virgen: María Rosa, María Amalia, María Celia. Con precoz orgullo porteño –algo comedido en una mayoría de nietas de inmigrantes tanos y gallegos, tacheros y puesteros del Mercado de Abasto y comerciantes del Once judío, hijas de empleados públicos o bancarios “del interior”– lanzábamos el anatema de “provincianas” a esas caras oscuras, separadas desde el vamos del anonimato general por los cortes de pelo en forma de taza, los cuellos del guardapolvo gastados y las medallas de hijas de María. Pero mi curiosidad las prefería y en esa curiosidad ya había una huella libresca: la colección Robin Hood tenía por héroes a los huérfanos y deslizaba un mensaje uniforme y, seguramente, inadvertido: sin padres aprenderás a luchar hasta llegar a triunfar en la vida. “Las del Patronato” portaban el misterio de haber sido abandonadas por sus padres, de vivir juntas y de no tener juguetes salvo en común. No nos hablaban; oponían un mutismo sonriente y una unidad que no se rompía ni en los recreos en los que, por una discutible compasión, se las hacía pasar adelante a la hora del reparto de la cocoa y el módico pebete. María Amalia tenía catorce años y no sabía leer. Cuando se nos hacía pasar al frente a la hora de lectura, ella, imperturbable y con el libro en la mano, lo miraba con cierta actitud hipnotizada como si fuera un mandala. La maestra una y otra vez la hacía detenerse en una frase, descomponerla en palabras, sílabas, letras. María Amalia repetía mortecinamente, mientras el libro se le iba resbalando de las manos.

A mí me fascinaban sus piernas ya sensuales, bastante peludas sobre sus medias chicle, y su periódico olor a menstruación –que solo conocería en masa–, insoportable al entrar al liceo (había una profesora que sin decir palabra, luego de entrar al aula, nos indicaba con las manos el gesto de hacerse abluciones en un bidé).

Yo soplaba a María Amalia, más por impaciencia que por solidaridad, y ella me miraba con la atención que debía prestar al libro. Recuerdo un período de transición en que María Amalia empezó a decir fonéticamente las letras, pero no “relacionaba”. Cada letra salía sola, muchas veces tabicada, antes de la sucesión de las otras: “Mmm-aaarrrr-iii-ppp-ooo-sss-aaa”. Pasaba el tiempo. La maestra la llamaba al frente por inercia. Nosotras aprovechábamos para hablar, tirarnos papelitos, injuriarnos con dibujos. Un día María Amalia pasó al frente, ya nadie le prestaba atención. Tomó el libro como siempre y como siempre empezó a separar las letras hasta que de pronto algo cambió; el mundo, el suyo al menos, se dio vuelta. Primero dijo “te” (todo junto), luego trastabilló “rrrr-eee-sss-aaa”, hasta que por fin juntó “Teresa”. Y siguió amasa la masa, “la mamá barre el comedor”. Me sobrecogí. Una emoción a la que no sabía dar nombre me hizo saltar las lágrimas. Vagamente comprendí la fuerza del momento, cómo María Amalia entraba en el campo de su libertad. De ahí en adelante, le costara lo que le costara, podría evadirse por autopistas infinitas de vidas imaginarias; ella, presa de dos instituciones, podría escapar moviendo los ojos de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. No importaba que pronto los usara para leer listas de compras, para vigilar boletines o que, al contrario, los hiciera pasear aplomados por los saberes del mundo: su mutación no tendría fin ni límite. Yo lloraba y no tenía idea por qué, si aproveché esa escena para soltar calladas angustias o si me identifiqué con la palurda triunfante y vengativa que yo también soñaba ser. En todo caso, no se trataba de sentimientos altruistas o justicieros (de los que carecía). No sé si hoy María Amalia sigue leyendo, si sabe lo que ese momento, del que fui testigo, significó en su vida.

En El último lector, Ricardo Piglia lee a lectores y va trazando su propia vida lectora. Allí recoge una imagen que lo conmueve: la del Che Guevara. Ya en Bolivia, el Che ha guardado en una gruta, cerca de donde se almacenaban los víveres y funcionaba el aparato emisor, su biblioteca. En ese botín pesado para la marcha, el volumen militante no excluye al de poesía. Entonces, sentado a horcajadas en una rama, bajo el efecto de una inyección de adrenalina y hasta –¿por qué no?– llevando entre los labios uno de esos puros repugnantes made in la fábrica de tabaco de Sierra Maestra, aislado de sus compañeros, el Che lee. La razón podría explicar que la guerra, aun la de guerrillas, combina el riesgo y la alerta con los tiempos muertos de la espera, el descanso obligado como regulación de las fuerzas. Lo que asombra es ese deseo ahí, su persistencia.

Esa gruta, cuyas joyas de Alí Babá son los libros, recuerda a otra gruta que, imaginada por Kafka, también analiza Piglia: Kafka quería, le escribe a Felice, vivir allí encerrado escribiendo sin salir jamás; alguien le acercaría la comida a la puerta más exterior, lejos de donde él estuviera instalado. Esta gruta –en realidad Kafka dice “cueva”– es diferente a la del Che: de ella se expulsa al mundo para inventarlo, en la del Che se permite que entre el mundo mientras se lo cambia.

Piglia sabe y escribe que leer es una droga, aunque por lo general se prefiera hablar de la relación entre droga y escritura. Me gustaría morir leyendo, nadie escuche en esta declaración la construcción pedante para una mitología intelectual, ya que podría leer cualquier cosa. No desearía a mi lado la vigilancia ansiosa de parientes y amigos, sino unas últimas líneas que me transportaran como siempre más allá, a las vidas que no son mías, a palabras escritas por quienes quizá han muerto hace años. Puede ser una vulgar lista de catálogo, más fácilmente un prospecto. Que la muerte me alcance en el momento en que el sentido se me escapa y no sepa si sueño que leo y si eso es morir, o si ya olvidé mi lengua y lo ignoro. Irme como cuando no se recuerda en qué copa se va o en qué saque, como en una sobredosis (totalmente inofensiva, ya que no me mata sino que me estoy muriendo).