Un desayuno en Rometsch

[Número 45 – 2023]

Durante diez años, se levantó a las seis de la mañana para ir a estudiar a Concepción.

Al inicio, caminaba tomada de la manito con una de sus hermanas mayores, ambas recorrían a las oscuras siete y media de la mañana por Lincoyán desde San Martín a Maipú. Junto a ellas caminaban un montón de estudiantes de su mismo colegio en una marcha silenciosa de zapatos, faldas y chalecos cafés, la característica distintiva de todas las niñas que estudiaban en el Sagrado Corazón.

Durante esos diez años, fueron muy pocas las cosas que cambiaron dentro del trayecto de cuatro cuadras hasta el colegio. Junto a la tienda de lana estaba Caffarena, donde compraba sus calcetas café, al lado la veterinaria y la pastelería de la esquina de Freire con Lincoyán, justo al frente del local de comida turca. Después Head, la panadería San Pablo, la parroquia San José y, tras la eternidad que parecían tan pocas cuadras con -1°C en pleno invierno, tocaba ir a la sala y pasar una jornada larguísima hasta las cuatro de la tarde.

Un viaje de media hora de vuelta a Chiguayante, en la misma micro y en el mismo paradero, contemplando el Biobío en el trayecto.

Durante esos diez años, una de las pocas cosas que cambiaron fue que nunca volvió a aparecer el viejito que vendía pan amasado justo donde se bajaba de la micro con su hermana o cuando la tienda de repostería se convirtió súbitamente en una de carcasas y, lo que fue el cambio más grande: cuando su hermana mayor salió del colegio.


En una de esas mañanas en las que simplemente todo parecía salir mal, ir a tomar desayuno a esa clásica cafetería del centro (que por algún motivo también tenía una joyería) con su hermana pareció la solución ideal para pasar el mal sabor de boca y el dolor de estómago gracias al hambre y al examen de sangre que no se pudo tomar.

Cuando se cayó el sistema de Fonasa, pasar al Rometsch fue particularmente tentador. Tal vez influenciada por la conversación que su hermana y ella habían tenido hace unos días sobre la nostalgia, la misma que tuvieron cuando por fin pudo ver a su hermana después de que terminara el tiempo de aislamiento por la terapia de radioyodo, era, en efecto, la primera salida que La sin tiroides, como le decía ahora, tenía al mundo exterior y coincidía con la mañana en que lo único que les salió bien fue ir a desayunar.

Con los músicos de fondo que tocaban canciones de Los Jaivas, entraron al Rometsch con la timidez típica que suele recorrer a la gente cuando visita a su abuela después de no verla por quince años. Igual que en sus recuerdos, ni la abuela ni la cafetería experimentaron un cambio significativo, aunque a su alrededor todo había cambiado.

En un momento de su vida en que todo estaba pasando demasiado rápido para procesarlo, sintió un alivio emocional al notar que la cafetería que visitaba desde niña aún siguiera igual: la gente, el menú y el ventanal que daba a la plaza de armas. Esa imagen que en su momento la enorgulleció como penquista, duró hasta que quitaron el pasto, pues ahora se veía como cualquier plaza fea de la capital y no como una siempre verde del sur. La plaza no era lo único que había cambiado en el centro. ¿En qué momento la zapatería que frecuentaba cerró y pasó a vender carcasas de celulares? Recordaba vagamente la estatua de Pedro de Valdivia que botaron para el estallido social y, en definitiva, lo que más le dolía era que Concepción ya no era nada, nada de lo que recordaba y amaba.

El café estaba agrio y la torta amor demasiado mojada por las frambuesas que se habían descongelado. Como estaba de espalda al ventanal, tuvo que hacer un esfuerzo para mirar hacia atrás, pero cuando se dio la vuelta y vio la sonrisa de su hermana comiendo el mismo ave palta con té que siempre pedía cuando era una preadolescente, le dio un nosequé en el corazón.

¿Qué otras cosas cambiaron en el mundo cuando pestañeó? ¿Cómo era posible que cinco años se sintieran como cinco segundos y que de pronto se estuviera haciendo exámenes de sangre y tiroides para corroborar que ella tampoco tuviera cáncer como su hermana y su papá? No reconocía absolutamente nada de las tiendas ni las calles, todo se sentía mucho más pequeño, pero a la vez, más grande.

¿Por qué Caffarena ahora era una tienda de huevos? ¿Y en qué momento se convirtió en un chino la pizzería a la que iba a comer cuando chica?

Otro sorbo y de pronto los músicos estaban tocando una canción de Quilapayún.

Cruzando la plaza, el teatro de la Universidad de Concepción, donde tuvo su graduación de cuarto medio y vio ópera por primera vez porque se ganó unas entradas en la radio Biobío,
seguía donde mismo.

Si observaba con cuidado, estaba segura de que era capaz de enumerar y reconocer los cambios en la plaza, sobre todo los del estallido.

Se terminó la torta y volvió a mirar a su hermana, que en silencio pareció recuperar la calma que no tuvo desde la operación. Sujetaba entre sus manos la taza de té y parecía observar algo más allá del ventanal, más allá de ella. No podría decir si era la forma en la que sus ojitos brillaban por el sol o por el pelo rojizo y sus pequitas que se multiplicaban en verano y podía contar como estrellas en el cielo, pero podía percibir algo que ella perdió o que se transformó sin su autorización: nostalgia. El buen recuerdo de una copa payasito que su hermana menor comía cada vez que ella pedía un ave palta, el recuerdo de caminar por Barros hasta Ongolmo para llegar al preu y el no tan lejano recuerdo de ir a revelar unos rollos a Casa Orellana que llevaban más de veinte años acumulando polvo.

Veintitrés años pasaron desde que nació, doce desde que se cambió de colegio y uno desde que se cambió de carrera, y en que todo, todo, todo parecía avanzar mientras su mente se quedó atascada en noviembre del 2017.

De todas formas, no tenía sentido esforzarse en recuperar las cosas que el tiempo modificó en Conce, en la plaza de armas y en su propia vida. Seguirían siendo las mismas al final del día, incluso si el señor que lustraba los zapatos moría, como lo hizo el que vendía pan afuera de una capilla que nunca se molestó en visitar. Concepción seguiría teniendo esa vibra indie-hippie que siempre le fascinó, no estaba enamorada de Casa Orellana o del Rometsch, estaba enamorada del clima impredecible que siempre había en esta ciudad gris, amaba caminar por la diagonal mientras caía una lluvia de hojitas rojas, amaba lo bohemio que era la plaza Perú y amaba la UdeC, incluso si el puntaje no le dio para entrar a la carrera que quería.

¿Qué tanto importaban los cambios y el cierre del local donde su abuela compraba cachitos si los recuerdos y Conce seguían siendo los mismos? Nunca le había gustado el café ni las tortas y, aun así, ahora estaba tomando ese mismo desayuno en el segundo piso con su hermana que decía odiar cuando era chica.

Cuando la camarera les llevó la cuenta, fue la sonrisa fugaz y una pregunta que quedó en el aire antes de pagar la que la transportó de nuevo al presente.

—Ustedes venían cuando eran niñitas con sus tías, ¿cierto?

Imagen: Ko es agua (2021), de Cristian Toro, obra emplazada en el centro de la comuna de Curicó.