Los animales y nosotros

[Número 28 – 2014]

Cuando los hombres eran animistas veían todo, también a los animales, como dotados de un alma, pero no vacilaban en comerse los así animados; ahora tampoco vacilan en hacer lo mismo, pero antes de comerse a los animales han tomado la precaución de sustituir el alma por la vida. Pues no les importa matar para comer pero, discriminadores que somos, devorar almas no nos sienta bien. Sus objeciones derivan de cierto escrúpulo espiritual que implica la veneración de las almas. Hoy se han vuelto aún más delicados a medida que son menos animistas, a pesar de que siguen siendo igual o peor de comedores. ¿Qué quería decir para los antiguos animistas, ser alguien la habitación provisoria de un alma? Quería decir que el futuro objeto alimenticio era compuesto: y que el apetito se interesaba, en último término, sólo por la habitación, no por su habitante. ¿Es que el alma no hace ahora ninguna impresión sobre nuestro apetito? Son tantos los que han dejado de usar y de entender la palabra «alma» que hay que recurrir a otra perspectiva para ocuparse del asunto. Sólo algunos poetas tal vez los únicos que todavía entienden de almas: de ser un alma y de sufrirla, de serla y de gozarla sean quienes piensan que ella es no sólo el centro de toda experiencia sino también su sal y su sentido.

Pero que nuestra relación con los animales es complicada y probablemente culpable, se dice hoy a menudo. No faltan quienes se dedican a recordárnoslo. «Comer animales muertos», (¡qué horror!) como lo pone J. M. Coetzee, uno de los críticos severos del trato moderno que reciben los animales en los criaderos comerciales, en los laboratorios experimentales y como juguetes en su función de mascotas privadas. Según el escritor, si alguien se dijera a sí mismo «me como un cadáver», no se lo perdonaría. Pero no todos nosotros lo vemos de este modo descarnado y demasiado frontal. Una ingeniosa manera de evitar los extremos hirientes de la verdad y de la mentira directas, se la debemos a Descartes. El filósofo pensó: estar vivo es ser un alma viviente; un alma encarnada en un cuerpo vivo, tal como en nosotros. Pero en los animales, en cambio, aunque se nos parecen, la animación no es anímica sino mecánica, es decir, son máquinas, sólo poseen un alma en apariencia. Parecen vivir y ser animados, pero no es así. Si tuvieran alma, en ellos ésta no sería otra cosa que la función que en una máquina efectúa la batería que la enciende para hacerla funcionar. Más adelante Descartes ya no preguntará: ¿los humanos comemos máquinas? Pues sólo parece interesarle el lado negativo de su razonamiento, el que, también en apariencia, salva la decencia humana: los hombres no comemos almas.

En este terreno del alma rara vez se piensa con claridad. Creemos que no hace mucho tiempo nosotros éramos todavía animales que se alimentaban de otros animales, cosa normal en la naturaleza. Pero ahora que somos diferentes y nos hemos separado de la animalidad, somos más lúcidos y queremos saber en qué consiste nuestra relación con aquellos a los que superamos, dejándolos atrás. Ellos son nuestro pasado ya casi olvidado, pero, como seguimos comiéndonos a nuestros antepasados, no estamos seguros de habernos separado del todo de nuestra anterior condición. Nos enoja, por eso, que sea precisamente ahora, en la hora de nuestra inseguridad, cuando hemos abandonado el animismo como cosa infantil y retrógrada, que los críticos del hábito inveterado de comerse a los animales digan que con ello violamos sus derechos. ¿De dónde saldrá la «fantasía» de que los alimentos tienen derechos? Si estuviésemos seguros de habernos separado del todo de nuestra anterior animalidad, las dudas y los temores acerca de si hay algo así como un alma animal disminuirían mucho. La seguridad de una separación radical entre los hombres y los animales podría servir como una licencia o permiso para comérnoslos sin remordimientos; pero esta seguridad es vacilante debido a que las diferencias que nos separan de ellos son ambiguas. Mientras les reconozcamos un alma y nadie la reclame para sí de nuestro lado, no habremos pacificado el conflicto ni aclarado la situación.

Pero, además de la alimenticia, les concedemos también otras funciones a los animales; entre ellas, la de ofrecernos un refugio provisorio en situaciones extremas. Una posible animalización permite sustraerse a ciertas perversiones demasiado humanas. En una novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, el asunto de lo humano y lo animal se plantea sin rodeos. Lo que está en juego en ella son los años juveniles de los colegiales de cierto instituto militar, los llamados «perros» de cierta ciudad, las maneras de pensar y de trato de cierto país. El Colegio es un medio en extremo violento, arbitrario y bastante perverso: la humanidad en ciernes confiada a tal ambiente no dispone, al incorporarse, de verdaderos recursos defensivos o de vías alternativas para escapar a las amenazas y los peligros del sistema. Ella es, más bien, deliberadamente sometida a ellos. Allí los jóvenes del sexo masculino pasan por un período de efectiva animalización. Sometidos a una educación brutal por la inepcia educativa y la grosería intelectual de sus padres, son forzados a animalizarse antes de crecer y de escapar de sus supuestos educadores. Se trata de una historia sugestiva y luminosa que refleja las ambigüedades de la relación de humanos y animales, las que oscilan entre el desprecio, la crueldad, la degradación y el amor al refugio de quien huye de la violencia supuestamente servicial para domar a la juventud descarriada. La animalización provisoria de los jóvenes durante sus años de internos forzados en un colegio militar les ofrece una alternativa tanto a la desesperación frente al castigo inmerecido y violento, como a su iniciación en las costumbres adultas de una sociedad mediocre y corrupta. La idea genial de esta novela de Vargas Llosa reside en representar las formas precarias y amenazadas de la vida colegial entendida como castigo y última oportunidad, y en borrar la línea divisoria entre la humanidad y la animalidad. El ir y venir de los internos entre la condición humana y la animal sirve para ofrecer ciertos mínimos de protección y aliento a pupilos privados de iniciativa y espontaneidad por sus carceleros. Vale la pena hacerse una idea de esta visión a la vez terrible y sugerente, en la que algunos animales resultan ser menos bestiales que los hombres.

Los padres que envían a sus hijos al Colegio Militar Leoncio Prado de Lima y los militares que regentan la institución piensan que la llamada formación militar convertirá a los adolescentes en verdaderos hombres. Un padre dice: «Te han criado como a una mujerzuela. Pero yo te haré un hombre». Presentado en esta novela por alguien que pasó en persona por la experiencia del tratamiento, el programa no produce la humanización prevista sino más bien la estadía provisoria en una animalización de los colegiales. Los varios narradores de la historia coinciden en valerse de un vocabulario animal tanto para describir lo que le ocurre a cada uno de ellos como para referir lo que les pasa a todos. Allí las personas se entregan sin reservas, en efecto, a la condición animal: son Perros, Jaguares, Boas, Palomas, Ratas, Pirañas, Gallos, Monos, Burros; parecen animales: gruñen, patean, husmean, muer- den, se arrastran en cuatro patas, ladran y dicen «soy un perro», cuando son forzados por la manada cruel u obedecen al propio impulso. Además, actúan consecuentemente como seres inferiores cuando, gobernados sólo por un apego instintivo a la vida y a sus necesidades elementales, están dispuestos a mentir, traicionar, vender y matar a otros, violando sus propias promesas, compromisos, lealtades y afectos. Un pasaje de la novela describe el clima que, después de una crisis, vuelve a reinar en las salas de clases del Colegio Militar. «En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era, otra vez, normal».

También los hábitos sexuales de los pupilos expresan bien la condición animal por la que atraviesan estos cadetes. El bestialismo y la grosería extrema de los apetitos experimentados y confesados por los colegiales, lejos de ser propios de su edad, son el sello que confirma que la ferocidad sexual asumida por los muchachos procede de la desesperación de ser prisioneros de una disciplina arbitraria y malvada. Pues esta animalización del joven que es destinado a la educación militar como castigo de su desobediencia o de su fracaso como estudiante, está estrechamente ligada a su instinto acertado de la infundada autoridad que ejercen sus profesores y superiores. Dice uno: «Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí». La jerarquía militar del Colegio carece de prestigio para los estudiantes, que la obedecen sólo por miedo a los castigos y que han de simular un respeto que les falta por completo. El poder de las autoridades es real -pueden castigar, encarcelar, aislar, torturar, expulsar- pero los procedimientos del sistema que confiere a los superiores tales poderes sobre los cadetes y también sus posiciones subordinadas, son mantenidos en estricto secreto en la institución debido a su naturaleza inconfesable. Por eso, cuando sus representantes desean impresionar, sólo producen una solemnidad vacua, carente de fundamento. Los estudiantes huelen la mentira, pronto descubren que también las autoridades tienen miedo de perder sus privilegios y están forzadas a engañar a sus superiores. De manera que la institución entera y su autoridad acaba siendo asimilada por los narradores al orden zoológico que allí prevalece. Un estudiante se refiere a las oficinas de los directores como «las madrigueras de las autoridades del colegio». Los profesores, que abusan a sus discípulos, son a su vez abusados, humillados y ofendidos por sus superiores militares. Y, en este sentido, todos son animales aterrorizados, forzados por sus necesidades a someterse contra su convicción y voluntad. Aquí no hay nadie libre de la opresión general, llamada disciplina y sostenida por el miedo y la simulación. ¿Por qué es precisamente la animalidad la que ofrece un escape a la opresión y al miedo?

A menudo ha llamado la atención la variedad y la multitud de los animales que pululan por las páginas de La ciudad y los perros. Como en Kafka, unos cuarenta animales diferentes forman parte de la narración. Son ya sea presencias actuales, como la vicuña del Colegio y la Malpapeada, ya amigos, víctimas o enemigos del hombre, utilizados en esta historia por los narradores como términos explicativos de características personales, como análogos descriptivos y recursos para insultar y por fin, como portadores de cualidades superiores que honrarían a cualquier humano. Esta multitud de animales para todo uso no está allí por casualidad o porque sea una costumbre humana rodearse de animales en la vida real. Aunque la presencia de la animalidad en esta obra ha sido percibida y mencionada por lectores y comentaristas, no parece que se hayan preguntado por la función literaria o simbólica que este insistente rasgo pudiera tener en la narración. Es una pregunta que vale la pena plantear.

De dónde saldrá la «fantasía» de que los alimentos tienen derechos? La seguridad de una separación radical entre los hombres y los animales podría servir como una licencia o permiso para comérnoslos sin remordimientos, pero esta seguridad es vacilante debido a que las diferencias que nos separan de ellos son ambiguas.

Pasar desapercibido, adoptando los colores del medio, prefiriendo la noche para alimentarse y refugiarse en cuevas, bajo el agua, en la copa de los árboles: los animales ilustran los muchos recursos de que es capaz la vida amenazada.

La novela de Vargas Llosa, más que realista, costumbrista o representativa de asuntos ex- traliterarios, es una obra crítica, en el sentido en que lo ha sido frecuentemente la novela social, la novela negra o ácida de autores contemporáneos como Álvaro Pombo, por ejem- pio. Y es crítica no tan sólo de los lugares comunes sobre la educación de los hijos, sino crítica también de la ciudad del título, crítica del país del escritor, esto es, de situaciones en que los colegiales han de animalizarse antes de llegar a ser personas. Dicen los personajes: «Lima es la ciudad más corrompida del mundo». «En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea». En la medida en que la obra exhibe situaciones convencionales ellas aparecen ya ponderadas críticamente en su valía y alcances para la situación narrada.

Los culpables castigados con el tratamiento que se describe en el libro no están preparados, no saben con claridad lo que pueden llegar a ser ni lo que podrían legítimamente querer. Bajo la presión del miedo a los castigos, de la ignorancia de la situación, de las necesidades insatisfechas y los deseos inarticulados, los colegiales tantean, experimentan, se atreven, aprenden a mentir, a traicionar, a someterse, a negarse y a contentarse con refugios y escapadas provisorias contra lo permitido. La precaria humanidad de los cadetes, acorralada y bajo presión, recurre a la animalidad como uno de sus posibles refugios. Les parece una condición libre de reglas. Invita a seguir un ejemplo animal conocido: someterse sin reservas a la voluntad de los más fuertes es la astucia de los animales domésticos. Aparentar indiferencia al peligro y capacidad de soportar el dolor, mostrar los dientes como disposición para agredir, es la política de muchos animales salvajes. Pasar desapercibido, adoptando los colores del medio, prefiriendo la noche para alimentarse y refugiarse en cuevas, bajo el agua, en la copa de los árboles: los animales ilustran los muchos recursos de que es capaz la vida amenazada.

La idea genial de esta novela crítica fue representar las formas precarias y amenazadas de la vida colegial entendida como castigo y última oportunidad, borrando la línea divisoria entre humanidad y animalidad. Hay quienes aún celebrando la narración, se han quejado del Epílogo de la novela, que enfrenta al lector con una situación enteramente diferente a la del cuerpo narrativo principal, el cual desemboca en una crisis que redirige las vidas de los protagonistas y los embarca en direcciones diversas. El Epílogo, marcadamente ambiguo, nos transporta a un tiempo posterior a la estadía de los cadetes en el Colegio militar. Los encontramos cambiados y aparentemente listos para adaptarse a las formas de vida de esa sociedad vapuleada antes por la acerba crítica de los narradores novelescos. ¿Los ex cadetes, han hecho ahora las paces con esos adultos capaces de confundir la educación con el sometimiento a la brutalidad, el sometimiento a la hipocresía y la mentira? Aquellos que demostraron que, a pesar de su degradación, eran capaces de juzgar a la sociedad dividida por diferencias económicas, oposiciones raciales, prejuicios mutuos entre barrios o zonas del territorio nacional, entre indios, serranos y limeños de una u otra clase, vuelven a juntarse en una comunidad que reproduce a la anterior, habiendo depuesto sus reservas críticas. ¿0 ser adulto significa adaptarse a lo que hay, sea lo que sea, cueste lo que cueste? El Epílogo no lo dice pero tampoco lo niega. Si la novela es crítica, su Epílogo corona la crítica con la suspensión de todo juicio. Los hijos están convirtiéndose en padres, los novios se casan, los antiguos compañeros se separan, algunos militares van a dar a la provincia, algunos padres mueren. El recuerdo del Colegio adula sólo a los animales: «Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer». «Cuando salga del colegio no volveré a ver a nadie de aquí, salvo a la Malpapeada, a lo mejor me la robo y la adopto». Algunos proyectos se cumplen, otros fallan, así es la vida, como dice todo el mundo.