La ficción más perfecta del cuerpo

[Número 35 – 2018]

Escribir, pensar ciertos procedimientos, ordenanzas, estéticas, privaciones y excesos implica un riesgo. Desde el centro de ese riesgo es que he pensado el cuerpo como una ficción del sistema, como una privilegiada sede de discursos convencionales que se incrustan de manera ósea, dura, para escribir allí sus mandatos. Una determinada narrativa oficial que recorre eficazmente los escenarios corporales y mentales para naturalizarse y así extender una red de complejos hilos de poder.

El sistema, mediante el conjunto de instituciones que lo conforman, hace del cuerpo un relato o quizás habría que decir “su” relato. Pero esta ficción y su escritura es normativa, rígida y lo que busca es alejar al cuerpo del cuerpo para transformar la materia corporal en un deslizamiento fantasmático, en una inexistencia, un simple resto ante el otro de sí: el cuerpo discursivo implantado por la totalidad de discursos para ocupar e invadir la sede del cuerpo subjetivo y simbólico del sujeto y establecer sus allí sus presupuestos arbitrarios que ordenan sujeciones.

Controlar los cuerpos no es una tarea ni demasiado compleja ni menos sutil. Se trata de diseminar para inscribir los recursos y los discursos específicos de las instituciones y de las tecnologías, para así imponer un modelo siempre inaccesible, desfasado, ornamentado por la carencia, la histeria o la culpa.

Si observamos la historia del cuerpo podemos ver, en los tiempos y sus técnicas más materiales, cómo muta (interesadamente) la construcción hegemónica.

No es lo mismo un cuerpo renacentista que ese mismo cuerpo (aunque otro) pensado en el siglo XXI, porque de siglo en siglo los discursos, las tecnologías y sus mandatos ejercen, en medio de los torbellinos de los tiempos, sus modelos. Pero no se trata de un simple modelo en el sentido más superficial del término, ni de una apariencia o una máscara, lo que se busca en realidad es llevarlo a un límite para así limitarlo.

Ahora mismo, el cuerpo es un territorio invadido por la más perceptible biopolítica: el gran campo del hambre o del exceso, del vómito o de la privación, el material más rentable para los quirófanos, invaluable para las industrias químicas, los laboratorios y para qué seguir. Insumo para la apretada madeja del lucro o como campo de ensayo y, en el centro, las mujeres. Ellas representan los imaginarios intervenidos y domesticados por la suma de discursos que, de manera exacta, penetran y obligan. Las redes biopolíticas, su invasión masiva, son extensas, asombrosas, van desde la piel al órgano, del útero rentable hasta la muerte cerebral, del trasplante a la producción 3D. El cuerpo es un recurso natural, una forma de materia prima colonizada y explotada por una obsesión que no cesa. Es un material global transfronterizo. En suma, una impactante gestión económica de los sistemas en torno a la vida y a la muerte.

Habría que pensar en los cuerpos como un agudo campo invadido, expropiado y explotado. Habría que pensar en los eficaces desplazamientos de los discursos y su penetración simbólica para generar ese hiato entre los discursos del cuerpo y los cuerpos sin discurso. Entre el cuerpo del capital y los cuerpos descapitalizados. Entonces, no puede separarse la invención del cuerpo de un tipo de capitalismo frenético que, desde la sumisión y un tipo de consenso mediático buscan, en cada resquicio, ese cuerpo trazado por las grandes corporaciones trasnacionales: de la moda, de la alimentación, de la investigación médica, de los sistemas jurídicos y educativos, entre otros. Una sede de negocios y sumisiones.

Michel Foucault ya había advertido cómo en el siglo XVIII se precipitaron las políticas más disciplinares para producir lo que llamó “cuerpos dóciles”, conseguidos gracias a un conjunto plural de disciplinas. Cuerpos controlados por esas disciplinas y preparados mediante una aguda segmentación para convertir la vida del cuerpo en una cadena productiva incesante. Ese tiempo, sin duda, hoy se ha multiplicado. Ya no se trata simplemente de generar cuerpos para el trabajo sino más bien junto con el trabajo, hay que considerar el cuerpo mismo como espacio no solo del consumo, sino como material consumible por el propio sujeto que lo porta.

Las disciplinas invaden los cuerpos y las tecnologías. Se precipitan para mantener los controles y las pedagogías en un tiempo en que el capitalismo, sumergido en su actual fase radical, solo piensa en el cuerpo multitudinario de la población como mera materia para producir trabajo y empujar el consumo. Sin duda, las disciplinas y las tecnologías apuntan no solo al cuerpo trabajador sino al cuerpo mismo como sede de consumo desde la concepción del cuerpo como ficción.

Ya Giorgio Agamben señaló, en su importante libro Homo Sacer, el cambio paradigmático de lo que se entiende por muerte física. Detalló el escenario, digamos tradicional, en que se certificaba la muerte física producida por el paro respiratorio o el cese cardíaco. Describió cómo, en la segunda mitad del siglo XX, la Universidad de Harvard acuñó el concepto de coma ultra profundo (o muerte cerebral), en la que estos “muertos” mantenían algunas de sus funciones vitales.

El filósofo italiano indicó que esta categoría se masificó en los tiempos en que la técnica de trasplantes se proliferaba y sostiene que el cuerpo ultra comatoso era el más indicado para el éxito de estas prácticas quirúrgicas. Agamben fue enfático en señalar que su observación no contenía ningún reparo con respecto al trasplante de órganos, sino que se limitaba a señalar cómo proliferaban las políticas de los cuerpos. En ese sentido, hay que recordar que frente al agudo dilema que planteaba la dificultad de la donación de órganos, la Universidad de Harvard consideró que lo más adecuado era enfrentar el problema más claramente y promover de manera decidida la venta de órganos.

Me parece necesario pensar que la circulación de órganos por la superficie social puede ser pensada como la última entrega de los cuerpos al sistema para mantenerlo y optimizarlo. Una especie de biopolítica perfecta, profunda, inestimable.

Sin duda, el cuerpo seguirá, en los tiempos del capitalismo salvaje, una ruta cada vez más protagónica e intensa. Me permito recordar aquí uno de los cuerpos más problemáticos de la historia literaria: el Vampiro (nativo de Transilvania). Figura emblemática de la novelística, pero también del mundo pop de la cinematografía o del cómic, provisto con sus sorprendentes colmillos, adicto a la sangre y corruptor de los cuerpos. El Vampiro es poderoso, nocturno, perteneciente a la nobleza, dotado de modales y de formas privilegiadas.

Pero hay que considerar que el Vampiro ha sido un eje privilegiado de los discursos políticos para pensar la explotación, esa nobleza ociosa que se alimenta y vive de los otros: el pueblo. Quizás habría que incluir en la biopolítica actual esta imagen consagrada por la literatura, pensar el sistema vampiresco que se nutre (y enriquece) de los cuerpos sometidos a la extrañeza de sí, desangrados, extenuados, adictos al quirófano, a las maquinarias, a una alimentación chatarra o a los ayunos más destemplados.

En suma, quizás habría que pensar la vida desde un cuerpo técnico que no termina todavía de (de)formarse.